Carta abierta a Almudena Grandes
Distinguida y apreciadísima señora:
Si no le importa, y aunque mi edad supera la suya sólo en unos pocos años, me dirijo a usted en tono formal, como la manera más justa de mantener la distancia entre el profesor y su alumno desaventajado; y doy comienzo a esta misiva basándome en tres premisas innegables: primera, usted y yo no nos conocemos de nada; segunda, esa circunstancia estoy convencido que no se producirá en esta vida; tercera, no espero respuesta a mi epístola, por lo que me considero libre para plasmar en ella mis opiniones sin más límite que el respeto que me producen usted y su obra.
Inicio esta redacción justo al finalizar la lectura de su novela “Inés y la alegría”, y tras haber dado cuenta hasta la última letra impresa de su explicación, como autora, de las claves que le ayudaron a construir el personaje de Inés y convertir en una maravillosa realidad, una idea, diremos que peculiar.
Lo hago, para proclamar mi más profunda admiración a su talento, y la mayor de mis envidias a su condición y calidad literaria. Me siento con derecho a juzgarla, porque considero que cuando un escritor deja su obra al alcance de un gran número desconocido de lectores pone, de alguna manera, una parte de su intimidad al descubierto; no puede usted negar, a mi pobre entender, que su corazón es rojo y se sitúa a la izquierda no sólo de su pecho, y arriesga al tiempo que su trabajo, su tranquilidad espiritual por el análisis y las críticas a que lo somete al situarlo al alcance del gran público.
Pero además, creo tener el deber de hacerlo, porque la considero una novelista impresionante y apasionante, encumbrada a unos niveles que yo, humilde escribidor aficionado, jamás soñaré alcanzar y porque con ello, rindo un encendido homenaje a su capacidad literaria y fabuladora que, en este caso, ha entretejido con maestría sin igual la ficción con retazos de verdades supremas. Señora, es usted mi maestra y me congratulo de que así sea.
Dice usted que en gran parte, su afición a la escritura proviene de un verano en el que en casa de su abuelo, cuando tenía quince años, descubrió a D. Benito y la lectura de una obra, Tormento, que le mostró una España desconocida por usted hasta ese momento. Yo no tuve la fortuna de contar con un abuelo que dispusiese de biblioteca; en casa de mis padres los libros brillaban por su ausencia, y seguramente en los jesuitas no disfruté de profesores de lo que entonces se llamaba literatura, capaces de encender la chispa de la lectura, no digamos de la escritura, en mi joven y atribulada alma de adolescente.
Con esa misma edad en la que usted decidió que quería escribir, yo intentaba, más que otra cosa, mostrarme atractivo para alguna de mis amigas de entonces, esfuerzo que resultó ser vano y mis lecturas eran, sobre todo, gráficas: el Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín, El Hombre Enmascarado, El Jabato… y tantos y tantos otros cuadernos de historietas que ahora mismo no recuerdo. Leía con gran fluidez, pero asimilaba poco de lo que leía. La lectura la descubrí, también, en una biblioteca; la de la Universidad Laboral José Antonio Girón de Gijón, donde recalé gracias a un beca de las Mutualidades Laborales para estudiar primero de Ingeniería Técnica y dónde, casualmente buscando tratados técnicos, tropecé con Martín Vigil, Gironella, Dostoiewski, Tolstoi, Víctor Hugo, Dumas y otros tantos que hicieron que cambiase mi tiempo de estudio por el de lectura, con el consiguiente y catastrófico resultado de no aprobar el curso convirtiéndome, a cambio, en un ávido devorador de escritos.
Algo más tarde esa afición se acrecentó con los torpes inicios de la escritura; pero nunca he gozado de la ocasión, o no la he buscado, o no la he sabido aprovechar, de dedicarle horas al fabuloso quehacer de emborronar cuartillas y si yo que soy, que duda cabe, un mediano lector y un escritor mediocre, disfruto enormemente con esa dedicación a salto de mata, y creo llegar a transmitir sensaciones y sentimientos, imagino su enorme satisfacción tras crear una novela plena de pasión, traspasada de la primera a la última palabra por una emoción arrebatadora a cuyo influjo es imposible sustraerse.
Un texto henchido de lirismo y poesía, aún en toda su crudeza y dureza. Una sucesión tan inaprensible de magníficas, arrebatadoras e imaginativas metáforas, “…como los pasos de una bailarina borracha…” que no puedo por más que agradecerle su existencia, que ésta la dedique usted a escribir, y que su literatura, por obra y gracia de su genial pluma, alcance lo sublime para iluminar a los lectores y mostrar el camino a otras vocaciones, que no dudo que eso harán sus libros.
Desde mi punto de vista, ha creado usted un poema épico capaz de relatar, desde la distancia, el gran amor de unos personajes, de unos hombres y mujeres por los ideales de libertad y justicia; y la fidelidad, primero a unas ideas, a una organización, a un pueblo, a un fin. Y en último y destacado lugar, a sí mismos. Al orgullo de ser consecuente, y a la necesidad de serlo para sentirse personas, seres humanos.
Mi conocimiento de nuestra guerra siempre fue escaso, marcado por el silencio de mi familia. Ya ve; en mi casa no se habló nunca de la guerra, a excepción de algunas anécdotas sueltas, hechos aislados que tampoco excitaron mi imaginación, ni siquiera para preguntar por qué existió. Y eso que mi padre estuvo afiliado a la CNT desde los 14 años y siempre guardó, escondido en el cajón de su mesita de noche entre calcetines y pastillas olorosas de jabón, su carné del sindicato. Yo aún lo conservo.
Con esta novela, a mí, me ha dado a conocer la invasión del Valle de Arán que desconocía por completo, salvo algún comentario aislado, y las penalidades y penurias que los españoles, rojos y republicanos, soportaron en una Francia primero libre, más tarde ocupada y posteriormente, de nuevo libre. Conocía, también de oídas y ligeramente, el hecho de que en la liberación de París desfilaran combatientes republicanos y que además, fueran los primeros en pisar sus calles limpias del terror nazi.
Le he dicho con anterioridad que soy un humilde aficionado a la escritura, sin más tiempo que dedicarle que aquél que le hurto al sueño, hay que ganar las lentejas de alguna manera, y desde hace un tiempo me propuse y pocas veces lo consigo, cual vulgar ratero enmascarado, copiar citas, frases, expresiones, de aquellas novelas y autores que me son gratos para utilizarlos, casi siempre modificados y en contextos diferentes, en mis escritos; una forma como otra cualquiera de incrementar el acervo de conocimientos gramaticales, posiblemente menos noble que el aprendizaje puro y duro. No se si es costumbre extendida entre los escritores. En muchos de los libros que leo no consigo ponerla en práctica, porque la historia me absorbe hasta el punto de olvidar esa cuestión. Algo así me ocurrió con “El corazón helado”; me introduje tanto en la historia que prácticamente no recordé hacerlo; con “Inés y la alegría” aunque la situación ha sido similar, sólo he anotado tres o cuatro frases, la emoción ha sido tan intensa y continuada, que prácticamente no he podido parar de llorar mientras ha durado su lectura. Tan profunda ha sido, que en algunos momentos he llegado a calificar su novela de “una gran putada” precisamente, por lo maravillosamente bien escrita que está, y por la intensidad y sinceridad de las relaciones humanas que emana constantemente de sus páginas.
Posiblemente, gran parte de esa emoción que yo he sentido ha venido dada por la contemplación de unas vivencias de las que descubro su lado romántico, y por la nostalgia y dolor que expresan de un tiempo, una lucha, unos objetivos siempre fuera de alcance y, por fin, conseguidos por otras vías y de diferente manera, con toda seguridad distintos de aquellos por los que lucharon y dieron su vida tantos hombres y mujeres durante tanto tiempo.
Esta no es una práctica común en mí y, como he expresado, nació al finalizar la lectura de su novela y es tan efímera como este mismo escrito; es por eso que la firmo con seudónimo. No he querido hacerlo con mi nombre real porque no es mi intención que se sienta obligada a responderla. Aunque, qué duda cabe, me sentiría muy honrado si lo hiciese.
Reciba usted mi felicitación más efusiva y mi agradecimiento inacabable por su trabajo. Y mi admiración y envidia, porque si yo he disfrutado leyéndola, y gozo creando mis humildes escritos, usted debe pasarlo chachi concibiendo y dando a luz semejante maravilla que, a su vez, le permite vivir de su pasión.Ésa que transita por las páginas de su novela como un inmenso, bello y noble velero que atraviesa la tormentosa bahía para acogerse al seguro refugio del puerto de la obra bien hecha.
Guillermo Aldehuela
http://elcaballerodelaplumaerrante.wordpress.com