CONCURSO, LUEGO EXISTO
Por Horacio Convertini
Participar de concursos literarios no está bien visto. Lo sospeché el día en que un buen compañero de trabajo (y mejor escritor) se refirió a mí en un blog como un “concursante compulsivo” y me describió como el epítome de una especie rapaz. Tuvo la piedad de no dar mi nombre, aunque la chicana (que descubrí de rebote y desarmado) fue tan evidente como una piña en la nariz.Él dice que, en realidad, sólo quiso resaltar mi capacidad de trabajo y mi obstinación, y yo le creo. Quiero creerle, además, porque le debo algo que cura las cicatrices de cualquier balazo bloguero: fue él --y nadie más que él-- quien me dio el primer link dónde hallar premios literarios en Internet. Hoy, cinco años después, tengo cuatro libros publicados gracias a los concursos. La gratitud es más fuerte.
Participar de concursos literarios, al menos para ciertos puristas del mundo de las letras, suena a piratería intelectual, a estafa sensible, a sacrilegio. Lo confirmé el otro día, cuando empecé a escribir esta nota y me contacté vía Facebook con una escritora española a la que vengo siguiendo por su llamativa efectividad: desde 2005 a la fecha ya ganó un centenar de premios. Le propuse que me contara su experiencia. La respuesta fue un revés digno del Rafa Nadal: “Concursar es un medio para dar a conocer mi obra ya que de otro modo me sería imposible. Pero prefiero no opinar públicamente porque es ponerme en el ojo del huracán. Ya bastante se me critica por el mero hecho de que me premian de vez en cuando. Este mundo es tremendamente hostil entre los propios compañeros, que te hunden si pueden en cuanto te destacas un poco. El tema es espinoso y prefiero no entrar. Como decimos por aquí, calladita estoy más guapa”. Glup.
El sitio escritores.org calcula que existen unos 3.500 concursos para autores de habla hispana. Más de 2.000 son de España. Están los organizados por las grandes editoriales del mercado y los de ayuntamientos chiquitos como un dedal. Algunos recompensan al ganador con gloria, publicación y cheques de seis cifras (como el Planeta, con 601.000 euros), y otros con una cena para dos o un juguete erótico. Los hay con jurados que tienen casaquinta en el cánon y los que se basan en el criterio de dos profesoras de secundaria. Todos, sin embargo, tienen un denominador común: la ilusión de los participantes, tipos que mandan en un sobre no sólo su obra sino el secreto sueño de triunfar en las letras, sea esto lo que fuese.
El campeón mundial se llama Manuel Terrín. Tiene 80 años, vive en Albacete y ya ganó 1.728 premios. La cifra, tratándose de él, es siempre provisoria porque suma de a tres o cuatro por mes. Admite que, aunque la mayoría de sus logros son menores, su efectividad genera “increíbles odios y envidias”. “Tantos como para que hayan montado una ADT (Asociación de Damnificados de Terrín) y hasta quieren meterme en la cárcel. Nunca imaginé que hubiera tanta mala gente en el mundillo de los concursos literarios”, le dijo a la revista española Ballesol. La ADT lo acusa de tramposo: dice que les cambia el título a sus relatos o poemas ya premiados y los manda a otros concursos como si fueran nuevos, algo que las bases prohíben.
Don Terrín nunca trabajó en nada relacionado con la literatura. Fue pastor, técnico electrónico y funcionario de Castilla La Mancha. Terminó el bachillerato a los 32. Empezó a mandar sus escritos a concursos hace 40 años y con los primeros éxitos se entonó. Hoy, jubilado, pone toda su dedicación a estar pendiente de las convocatorias. Una vez, asegura, por error presentó una obra con los folios abrochados de manera desordenada, pero los jurados no advirtieron el caos narrativo y, por el contrario, lo premiaron y destacaron la originalidad de su propuesta. “Otra vez –sigue- tomé uno de mis relatos cortos, le quité puntos y comas, y lo presenté a un concurso de poemas. Gané”.
Tener un método es fundamental. Yo creé el mío apenas me di cuenta de que en los concursos existía un esbozo de visibilidad para los textos que escondía en el disco rígido de mi computadora. Es muy simple y consta de tres pasos que calman los rasgos obsesivos compulsivos de mi personalidad y que me dan la ilusión de estar haciendo algo más por mi literatura que el mero hecho de escribir.
Uno: reviso todos los días los sitios gratuitos que publican convocatorias (porque los hay pagos, también).
Dos: imprimo todas las bases que me interesan (al diablo el Amazonas). En la portada, escribo bien grande y en fibra roja el monto del premio, la fecha de cierre, la cantidad de páginas exigida y si se puede enviar la obra por Internet. Es para tener los datos clave bien a la vista. Guardo las bases impresas en una carpeta de cartulina gris.
Tres: llevo un cronograma en un cuaderno, en el que dejo constancia de los concursos que me interesan, de los que participo (les hago un puntito rojo) y de los textos que envío en cada caso. Desistí de llevar un cronograma de los fallos porque casi nunca se respetan los tiempos fijados en las bases.
A veces me pregunto qué habría pasado si no hubiera conseguido resultados pronto. El primer golpe (agregar comillas) lo di a mediados de 2006, tres o cuatro meses después haber comenzado, cuando recibí un mail desde España en el que me notificaban que un cuento mío había ganado un concurso menor. Premio de 600 euros, publicación en un sitio web. Guau, me sentí Piglia.
Enseguida llegaron más buenas noticias y me ilusioné con dar el batacazo que cambiaría mi vida. Me volví un predicador de los concursos y en vano intenté convertir a mi buen compañero, que se resistía con el argumento de que todos estaban amañados y que no era ése el camino que quería para su obra. Se quejaba, además, del dinero que había que invertir en fotocopias y correo. “Hacé de cuenta de que jugás a la lotería”, le insistía yo, pero él nada. Lo debo de haber cansado y por eso se vengó en el blog. Estuvo bien, pobre.
En este tiempo aprendí mucho. Que hay concursos españoles que nunca premian a extranjeros y con los que no vale la pena probar aunque seas un crack. Que otros sí y son maravillosamente cristalinos. Que, como me reconoció Ana Gómez, del sitio premiosliterarios.com, rara vez se premia a un español en los certámenes que se convocan en Latinoamérica. Que hay escritores de nombre que van a la pesca por los billetes y, oh sorpresa, a veces pierden con un don nadie. Que si el lapso entre el fin de la convocatoria y el anuncio del fallo es corto, el resultado está arreglado. Que en un concurso de novela, si querés pasar la preselección, tenés que asegurarte al menos dos capítulos iniciales gancheros, uno en el medio y dos al final.
Me pasaron cosas raras. Una vez salí segundo de una ganadora fantasma que nunca apareció y cuyo nombre y obra han sido borrados misteriosamente de los archivos del premio. Otra vez, una jurado, al felicitarme por un cuento que ella misma me había premiado, hiciera una interpretación del final exactamente opuesta al sentido dado por mí.
Y me pasaron cosas piolas también. En el foro de un concurso me hice amigo de una escritora española a quien hoy considero una mirada confiable para mis primeros borradores. Entre los postergados por aquella ganadora fantasma había una gran especialista en literatura infantil a la que recurrí para trabajar una novela que luego fue finalista del premio Barco de Vapor en Argentina. Mis escritos fueron evaluados y valorados por autores de primer nivel (Abelardo Castillo, Rosa Montero, Ariel Bermani, Laura Massolo, Jorge Edwards), y algunos me honraron con elogios que todavía me suenan exagerados o, al menos, aceptaron mi solicitud de amistad en Facebook.
Debo admitir que mi concursitis cedió bastante, un poco porque ya cumplí el propósito de la visibilidad y otro porque comprendí que Pablo Ramos (mi maestro, autor de La ley de la ferocidad, entre otras novelas imperdibles) tiene razón: concursar es un recurso válido pero no se sostiene ni se justifica sin una literatura sólida detrás. De todos modos, me cuesta abandonar el chequeo diario de convocatorias porque siento que puedo estar perdiéndome la oportunidad de mi vida. Lo vivo con la culpa del ex fumador que prende un pucho a escondidas. Concurso luego existo, parece ser la lógica de mi carrera de escritor. Y no veo la manera de quebrarla.
Una anécdota final para que me comprendan: el año pasado, gracias a que gané el primer premio de un certamen importante de España, entré en contacto con la directora de una editorial globalizada de las grandes. Le envíe el borrador de mi segunda novela y me contestó con una devolución elogiosa que me hizo ilusionar. Me dijo que recomendaría su lectura a la directora editorial de la filial argentina. Hace unas semanas, esta mujer me llamó para comunicarme, apenada, que la novela había gustado (“es buena y está impecablemete escrita”, decía el informe que llegó a sus manos), pero que no la iban a publicar porque no estaban buscando escritores nuevos. Esa misma tarde, imprimí tres copias y las anillé, a la espera del concurso que la sacara del disco rígido de mi computadora.
Horacio Convertini publicó el libro de relatos “Los que están afuera” (Paradiso, segundo premio del Fondo Nacional de las Artes), la novela “El refuerzo” (Agua Clara y Puntocero, accésit del premio de novela corta Gabriel Sijé), y las novelas infantiles “La leyenda de Los Invencibles” (SM, finalista del premio Barco de Vapor) y “La noche que salvé al Universo” (Sigmar, finalista del premio Sigmar).