El orden del día. Eric Vuillard

El orden del día. Eric Vuillard

Al leer esta novela, o como quiera llamarse, ganadora del premio Goncourt, fue para mí una sorpresa, y también una decepción, comprobar que la corrupción del mundo literario no es un fenómeno exclusivamente español. La impresión fue lo bastante grande como para moverme a detallar las razones de mi escándalo. Voy a presentar algunos extractos significativos y a comentarlos. Se verá que no reflejan un sesgo de mi parte, sino que todo el librito, a pesar de su brevedad, es una avalancha discontinua (por incoherente) de solemnidades ridículas, parodias de filosofía, metáforas de mal gusto y largos extractos de información irrelevante encajados al azar. El libro comienza dedicando los primeros dos capítulos a la reunión del 20 de febrero de 1933 en la que Hitler convoca a un grupo de industriales para pedirles su apoyo económico, mientras que en los siguientes se trata, principalmente, de los movimientos diplomáticos previos y posteriores a la anexión de Austria. En el último se vuelve abruptamente a los industriales ensayando una escena de realismo mágico en la que el patriarca de los Krupp cree ver multitudes de trabajadores esclavos moviéndose entre las sombras de su comedor. Al referirse a los mencionados hombres de negocios, Vuillard no tiene ganas de complicarse la vida y opta por mover a sus personajes en bloque: Eran veinticuatro junto a los árboles muertos de la orilla, veinticuatro gabanes de color negro, marrón o cognac, veinticuatro pares de hombros rellenos de lana, veinticuatro trajes de tres piezas y el mismo número de pantalones de pinzas con un amplio dobladillo.[…] Por el momento, todos se despojan de los veinticuatro sombreros de fieltro, dejando al descubierto veinticuatro cráneos calvos o coronas de cabellos blancos. […] Las veinticuatro siluetas salvaron concienzudamente un primer tramo de escalones. (pp.13-15) Es obvio que estos señores no eran un bloque en ningún sentido: los había nobles como los había profesionales de extracción modesta; algunos eran simpatizantes nazis, otros eran conservadores que miraban a Hitler con recelo –de hecho, más tarde, uno de ellos (Schulte) tuvo que huir después de haber alertado a los aliados sobre la iniciativa conocida como Solución Final. Para Vuilllard, sin embargo, es más práctico presentarlos esencialmente como un solo personaje multiplicado por veinticuatro, y así procede siempre que habla de ellos: “los veinticuatro caballeros” (p. 21), “los veinticuatro lagartos”, “las veinticuatro esfinges” (p. 24). Las alusiones a ellos suelen ser despectivas y tienen más o menos esta calidad: […] todos ellos, adictos a habanos de enormes diámetros […] (p. 17) Los invitados seguían plácidamente sentados, apuntando hacia la puerta sus ojillos de cangrejo. Susurraban entre dos estornudos. (p. 23) Gustav Krupp gargajea religiosamente [¿?] en el moquero, está acatarrado. (p. 23) […] Von Finck, Quandt y otros, cruzaron doctamente [¿?] las piernas. (p. 25) Y los veinticuatro sujetos presentes en el palacio del presidente del Reichstag, ese 20 de febrero, no son sino sus mandatarios, el clero de la gran industria; son los sacerdotes de Ptah. Y se mantienen allí impasibles, como veinticuatro calculadoras [¿?] en las puertas del Infierno. (p. 28) Lo de las veinticuatro calculadoras a las puertas del infierno nos sirve para comentar el rasgo más detestable e inocultable de la obra, lo que podríamos llamar la desafortunada imaginación literaria de Vuillard (los signos de interrogación son míos y denotan el punto de mayor desconcierto). Otro cuya familia galopa hasta nosotros desde el principio de los tiempos, desde el pequeño terrateniente […] hasta el instante en que Adam –salido de las entrañas indescifrables [¿?] de su madre, y tras asimilar todos los trucos de la cerrajería– concibió una maravillosa máquina de coser […] (p. 17) Y es que la compañía Opel es bastante más vieja que gran número de estados, más vieja que el Líbano, que la misma Alemania, más vieja que la mayoría de los estados de África, más vieja que Bután, donde sin embargo los dioses fueron a perderse entre las nubes. (p. 19) [Comentando el carnaval en Viena] Suena uno de los ciento cincuenta valses de Strauss, un vals que destila elegancia y encanto, bajo una avalancha de dulces [¿?]. El carnaval de Viena es, ciertamente, menos conocido que el de Venecia o el de Río. La gente no luce tan bellísimas máscaras ni se abandona a tan enfebrecidos bailes. No. No es más que un vals seguido de otro. (p.37) El cuerpo es un instrumento de goce. El de Adolf Hitler se agita enajenado. Es rígido como un autómata y virulento como un escupitajo [¿?]. (p. 49) Albert Lebrun […] rubrica un decreto […] mientras llueve y pequeñas gotas golpean los cristales cual pieza pianística ejecutada por una mano principiante." (p. 71) Albert Lebrun cavila sin cesar bajo el inmenso egoísmo [¿?] de su lámpara." (p. 72) Un motor es una cosa sublime, un auténtico milagro si nos paramos a pensarlo. Un poco de carburante, una chispa, ¡y hale!, sube la presión, esta empuja al pistón que impulsa la rotación del cigüeñal, ¡y adelante! Pero, claro, la cosa es sencilla sobre el papel, porque en cuanto se produce una avería, ¡menuda pejiguera! (p. 102) En este último ejemplo ya se advierte que el traductor (muy reputado y también premiado en España según parece) no ayuda mucho. Veamos sus contribuciones: [Wolf-Dietrich] Por un instante elude los pasteleos del mundo […] (p. 16) […] ¡un lío de narices! […] (p. 71) Y, no obstante, es un tipo curioso este Miklas, porque en el peor momento, hacia las dos de la tarde, el 11 de marzo, cuando empieza a cundir el canguelo entre la población, mientras Schnuschnigg ya no para de decir sí, sí, sí, Miklas, mira por dónde, dice no. (p. 75) En realidad, el ejército alemán las había pasado moradas para pasar la frontera […] (p. 93) Los carros de combate, los camiones, la artillería pesada, toda la pesca. (p. 93) Ay, más les hubiera valido a los alemanes darse un garbeo por Austria para volverse después a Berlín […] (p. 94) […] Los blindados se afanaban en vano en el emplasto [en el sentido de “avería”, acepción que ni siquiera recoge la RAE]. (p. 102) Al historiador Robert Paxton tampoco le gustó mucho la novela, por lo que hizo una crítica (en The New York Review of Books) muy moderada pero en la que destacaba sobre todo la disparidad de detalles que Vuillard inserta en cualquier punto de la narración. Por momentos uno cree que cada vez que tropieza con un asunto curioso, busca en la Wikipedia y agrega toda esa información aunque no venga a cuento. He aquí un ejemplo: Con una suerte de recogimiento, algunas sombras se detienen ante un espejo y se retocan el nudo de la corbata; se sienten a sus anchas en el saloncito. En algún lugar, en uno de sus cuatro libros sobre arquitectura, Palladio definió bastante vagamente el salón como una pieza de recepción, un escenario donde se desarrollan los vodeviles de nuestra existencia; y en la famosa villa Godi Malinverni, tras cruzar la sala del Olimpo, donde los dioses desnudos retozan entre aparentes ruinas, y la sala de Venus, donde un niño y un paje escapan por una falsa puerta pintada, se accede al salón central, donde encontramos en un marco de madera, encima de la entrada, el final de una oración “mas líbranos del mal. (p.22) Transcribo esta muestra íntegramente porque es breve, pero el libro, con tener solo 141 páginas, abunda en larguísimas excursiones a cualquier sitio. En la página 49, contando las tribulaciones del canciller austríaco ante el ultimátum de Hitler, el autor especula de pronto sobre lo que podría estar haciendo en ese momento el pintor Louis Soutter en el asilo en el que vivía, y se despacha más de dos páginas sobre las dolencias y las obras de este pintor suizo, dos páginas al cabo de las cuales retoma el hilo tan bruscamente como lo había interrumpido con este hábil recurso: “En ese preciso minuto [atención: “preciso”] en que Louis Soutter mojaba tal vez [se acabó la precisión] sus martirizados dedos en un frasco de tinta negra, Schuschnigg miró fijamente a Adolf Hitler”. En el capítulo siguiente, titulado “Cómo no decidir”, se pretende narrar las cavilaciones del presidente Miklas y el canciller Schuschnigg ante las condiciones impuestas por Hitler, que exige entre otras cosas el nombramiento del nazi Seyss-Inquart como ministro de interior. Al cabo de algunas líneas, y a propósito de la pasión por la música de este último, Vuillard decide hablarnos largamente sobre Bruckner, Furtwängler, Nikisch, Wagner y Haydn, solo que esta vez no retorna al encuentro con que empieza el capítulo, sino que desemboca muy bruscamente en el juicio a Seyss-Inquart en Núremberg y en su ejecución, lo que ya de paso aprovecha para hacernos una semblanza del verdugo John C. Woods en estos términos: Un informe médico revela, en una jerga contradictoria [a estas alturas uno se sorprende mucho de que a Vuillard le preocupe la lógica] y afectada, que Woods era un poco deficiente mental, pero, ¿quién iba a ser capaz, si no, de realizar semejante tarea? Otros testimonios hablan de un pobre tipo alcohólico y charlatán. Se cuenta, por ejemplo [anécdota dentro de la anécdota], que al final de su carrera de verdugo, tras quince años de leales servicios, se jactaba, tras ingerir su decena de whiskies, de haber ejecutado en la horca a trescientos cuarenta y siete reos, una cifra cuestionada [puntualización ridícula y fuera de lugar, aunque ya no haya lugar ni sentido]. El caso es que, ese día de octubre, ha ahorcado ya a mucha gente desde sus modesto inicios; y una fotografía nos lo muestra otro día de 1946 en el que, secundado por Johann Reichhart, a su vez un facineroso, procedió a la ejecución de una treintena de condenados; la fila izquierda para Woods, la derecha para Reichhart, que había ejecutado ya a miles de personas durante el Tercer Reich y a quien los norteamericanos habían reclutado para la causa por necesidad. Según se ve, Vuillard va engarzando todo lo que se le ocurre según se le ocurre, y termina los capítulos cuando lo llaman a comer. En el capítulo que presenta la cena de despedida a Ribbentrop, como éste era aficionado al tenis, se nos regala una pequeña disertación acerca de la Copa Davis que se introduce de esta manera: Primero divagó [¡divagar!] largo rato sobre el saque, y sobre ese pequeño planeta [¿?] de caucho cubierto de fieltro blanco, la pelota, cuya vida es muy corta, insistió, ¡ni siquiera dura un partido! (p.80) Y luego, la cúspide del arte de la digresión gratuita, se hacen algunas conjeturas sobre el menú, con el aporte adicional de una no-receta de cocina: Tal vez [los “tal vez” de Vuillard le sirven para anunciar que viene una nota suelta sobre cualquier cosa] en ese momento los comensales compartieran un último muslo de pularda, a no ser que estuvieran ya dando cuenta de las corniottes de queso blanco acompañadas de limonada, o saboreando una tarta au shion: doscientos gramos de harina, cien gramos de mantequilla, uno o dos huevos, una pizca de sal, un poco de azúcar, un cuarto de litro de leche, sémola, y agua para diluirlo todo. Les dispensaré los detalles sobre la guarnición y la cocción [hasta él se ha dado cuenta de cuánto ha abusado]. (p. 84) Como a pesar de todo el material superfluo añadido la novela no cogía volumen, el autor acabó escribiendo dos capítulos superfluos enteros: uno relativo a ciertos suicidios ocurridos en esa época y otro sobre Günther Stern/Anders, un intelectual polaco (en algún momento casado con Hannah Arendt, detalle que curiosamente no se menciona) que vivió un tiempo en los EEUU trabajando como utilero en Hollywood –capítulo de apenas cuatro páginas: demasiado poco para un capítulo, demasiado para algo que no tiene nada que ver. En ellos se encuentra ocasión para hacer reflexiones sobre la historia, los medios, la economía y lo que toque. Y esta es la última categoría a la que me quiero referir en este informe de estupefacción: las sentencias de intención filosófica que salpican todo el libro. Algunas son ingenuas y triviales; otras, ridículas y/o incomprensibles. Ese es en cierto modo el efecto que nos producen los libros. El tiempo de las palabras, compacto o líquido, impenetrable o espeso o denso, dilatado, granuloso, petrifica los movimientos, hechiza y aturde. (p. 15) Las empresas no mueren como los hombres. Son cuerpos místicos que no perecen jamás […] Una empresa es una persona cuya sangre afluye en masa a su cabeza [¿?]. A eso llamamos una persona moral [¿?]. La vida de las empresas perdura mucho más que las nuestras. (p. 18) Si alzamos los andrajos repulsivos de la Historia, nos encontramos con lo siguiente: la jerarquía contra la igualdad y el orden contra la libertad. (p. 121) El pensamiento verdadero es siempre secreto, desde el origen del mundo. Pensamos por apócope, en estado de apnea [¿?]. Debajo, la vida fluye como la savia, lenta, subterránea. (p. 130) A veces basta una palabra para congelar una frase, para sumergirnos en no se sabe qué ensueño; el tiempo, por su parte, no parece involucrado. El tiempo prosigue su peregrinación, imperturbable en medio del caos. (p.135) Y las últimas líneas del libro, a modo de remate: Y la Historia está allí, diosa sensata [¿?], estatua erguida en medio de cualquier plaza mayor, y se le rinde tributo una vez al año, con ramos secos de peonías, y a modo de propina, todos los días, con pan para las aves. (p.141) Me he tomado este trabajo porque me costaba creer que un premio Goncourt pudiera ser tan desastroso, es decir, tenía que asegurarme de que no eran mis prejuicios, falta de cultura o escasez intelectual. Lo escandaloso no es el libro, ni Vuillard (que a lo mejor tiene libros buenos; tal vez este lo haya escrito bajo amenaza con plazo de una semana y enfermo de gripe, quién sabe). Lo escandaloso es una industria cultural tan desvergonzada y venida a menos como para publicarlo y, encima, premiarlo.

Wilfredo Mañá Serra

 


Comentarios (1)

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Muchas gracias por tan clara y tan fundamentada crítica. Cuesta mucho escapar de la repetición de halagos que se hacen insustanciales de puro repetidos y hace falta claridad de ideas y valor para dar una opinión de buen lector, sin condicionamientos.

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