Al pan pan…

Me gusta y disfruto la irreverencia de los españoles.  Tal vez porque como vengo de la América, puedo visualizar mejor la hipocresía social que permea nuestra sociedad esencialmente “americana” por no referirme a ese alto grado de influencia estadounidense que nos habita a nosotros los puertorriqueños. Si no buscamos eufemismos para referirnos a la nariz, los ojos o las orejas, ¿por qué tenemos que hacerlo al hablar de otras partes del cuerpo menos visibles pero no menos nobles e igualmente necesarias?  Y mucho menos encontrarles el morbo oculto y en el cual nos refocilamos, alimentando bajos instintos privadamente, pero paseando ante los demás una sonrisa de dignidad hipócrita en el rostro.¡Hombre! al pan, pan y al culo, culo.

 

Acá, en esta España post moderna, donde la gente se explaya en el hablar,  es necesario taparnos los oídos y voltear el rostro para que nuestros oídos americanos no se escandalicen ante las “malas palabras” y nuestros ojos “castos” no vean el descaro de unos pechos femeninos y un trasero masculino en plena pantalla de televisión. Ojo, si estuviera escribiendo esta columna para ser publicada aquí en España, escribiría tranquilamente “tetas” y “culo” sin ningún empacho, y sin el menor temor a que me tilden de vulgarota. Tampoco al escribirlo me quedaría en la conciencia ese regusto de haber sido irreverente a propósito y con toda la mala leche y alevosía. Sencillamente porque lo más normal del mundo es llamar a las cosas por su nombre y punto.

 

Como escritora de literatura infantil, entre otros géneros cultivados, no puedo menos que sentirme frustrada cuando cae en mis manos un libro de literatura infantil o juvenil escrito para y por europeos, entiéndase esencialmente españoles.  ¡Con cuántas trabas emocionales y con cuántos patrones de ética tenemos que bregar los escritores en nuestra América  reverente!  Y me pregunto, ¿son más propensos a los desarreglos sociales y emocionales los niños europeos que escuchan, ven y leen constantemente llamar a las cosas por sus nombres y no tienen en sus mentes el concepto de doble sentido tan arraigado como lo tienen los niños de nuestras sociedades americanas?  O, por ponerlo de otra manera, ¿están nuestros niños americanos a salvo de los desarreglos sociales y emocionales porque hemos tenido muy en cuenta al hablar y escribir adornar con eufemismos hipócritas y cubiertos de doble sentido y morbo palabras a las cuales nosotros mismos en nuestro afán puritano le hemos puesto el sello de “obscenas”?

 

Palabras son palabras.  El sentido de obscenidad, maldad o morbo que se les adjudica no es otra cosa que el reflejo de la maldad y la carga emocional que la hipocresía social nos graba con fuego en nuestra conciencia.  No conozco otra palabra más obscena que la palabra “guerra”, sin embargo no tenemos ningún cargo de conciencia al pronunciarla.  Tampoco les tapamos los oídos a los niños cuando la pronunciamos en su presencia con la boca bien abierta y la conciencia tranquila.

 

Me encanta sentarme frente a una pantalla de televisión para ver uno de esos programas de comedia donde el lenguaje fluye libre y con el único sentido que el que quieras darles como televidente; el único que existe: el sentido natural de comprender de cuál parte del cuerpo humano se está hablando. Y otorgarle a esas palabras también un solo sentido, el sentido valorativo que como persona tienes de ello.  Porque esas palabras libres y aparentemente irreverentes que escucho me arrancan esta única carcajada.  La carcajada honesta y exultante de ver el lado plano, honesto y jocoso de la vida y no recrearme en el otro lado, el del doble sentido, donde las palabras y las escenas no tienen otro fin que el de enviarme automáticamente en un viaje tortuoso por los vericuetos  de la personalidad torcida que  ocultamos con celo culpable, para sacarla luego a pasear con los vestidos elegantes de la hipocresía social. Y luego levantar la nariz, ofendidos, al escuchar una de esas llamadas malas palabras.

 

Si fuésemos más conscientes de identificar la verdadera obscenidad, tal vez fuésemos más efectivos al tratar de combatirla.  Entonces tal vez podríamos sentarnos tranquilamente frente a una pantalla de televisión, con toda la familia alrededor. Y solamente podríamos taparles los ojos y los oídos a nuestros chicos y chicas cuando se muestren imágenes de cuerpos destrozados por las bombas, acribillados por la violencia de género o callejera y los niños de algún punto del planeta descalzos, con vientres hinchados y ojos de miseria, adelantando una escudilla vacía a ver de dónde les cae un pedazo de pan aunque sea viejo.

 

Entonces sí podríamos comprender que llamarle culo al ano no es la peor de las obscenidades.

 

Tina Casanova – Escritora puertorriqueña Arriondas, Asturias,  junio, 2009


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