Microrrelatos de Navidad

 

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Os deseamos una muy feliz navidad a escritores, creadores, narradores de larga y corta distancia, poetas, prosistas, ensayistas, dramaturgos, cuentistas, novelistas, cronistas, redactores, literatos y literatas, disfrutad de unas intensas fiestas, de todo corazón.

Solo Navideño

No reanudaba ninguna relación. Y esto quiere decir que, en el fondo, ni siquiera llegaba a anudarlas al principio. Con los años su soledad fue convirtiéndose en su medio de vida. Era su forma de vida, pero también su medio, como una profesión. Se debía esto a que era un poco poeta. Y escribía: Tu cara guapa/ En mi conciencia impreso/ como una lapa. Y también: He perdido la vida/ No costó nada/ He perdido tus labios/ Cáscara amarga. Se relacionaba, claro está, con mucha gente.¿Y quién no? Y con chicos. Todos eran y no eran de la acera de enfrente.¿Por eso no podían reanudarse? ¡Pero anudarse siquiera, sí que hubiera podido si quisiera! ¡Con tantos como hay, ahora en Navidades, gastándose mil euros per capita en todas las grandes superficies de Madrid! No tenía el arte navideño de reanudar las relaciones que anudaba en Navidades en los metros, en los parques y en los excusados.¿Y en los bares, por qué no? Porque los metros y los bares y los parques y los excusados navideños eran aún más cutres que nunca en Navidades. Y así, este poeta hacía de la soledad su medio de vida estas felices fiestas.

Álvaro Pombo


Solsticio de invierno

En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable
-Mi capitán- transmitió el cabo. -Aquí solo hay varios civiles refugiados, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz.
El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos.
-Registradlo todo con cuidado.
-Mi capitán -transmitió otra vez el cabo-, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras.
-A ese me lo traéis bien sujeto.
-Mi capitán -añadió el cabo, con la voz alterada-, la mujer se ha puesto de parto.
-Bienvenido al infierno- murmuró el capitán, con lástima.
A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos y montados por jinetes de raras vestiduras, y el capitán los observaba acercarse, indeciso.
-Abrid fuego -ordenó al fin. -No quiero sorpresas.

José María Merino


El abeto

La mujer fue trasladando las bolsas al dormitorio. A un lado amontonó las que contenían productos perecederos y, al otro, las de los juguetes y adornos de variada aplicación. El abeto lo dejó afuera, en el pasillo. La mujer observó el resultado de su tarea y la encontró bien hecha. Luego se acostó. Las compras la habían fatigado y ya era bastante tarde. Una vez dormida advirtió que se le había incorporado al sueño un roce anómalo, como de arañazos en la pared. Pensó en el abeto un segundo antes de no pensar en nada. El abeto era de plástico, pero llevaba incorporado un práctico mecanismo de crecimiento. A juzgar por los síntomas, tenía que haberse producido algún desajuste en la maquinaria, pues las ramas del abeto taponaban el pasillo de modo selvático. La mujer ni siquiera necesitó despertarse para comprender que estaba atrapada.

J.M. Caballero Bonald


Navidades, nunca

Acaba de cerrarse la pesada puerta metálica llevándose a los vecinos y yo sigo aquí, con la palabra navidad entre los labios, balbuceando la navidad ante este umbral que clausura ahora el vacío. El ascensor, los vecinos. Este incómodo paréntesis que se repite bajando en compañía  del huraño armenio y su perro blanco, o subiendo junto al rabino ortodoxo pero antisionista que aparece muy de vez en cuando con el correo acumulado bajo el brazo. La incomodidad al subir o bajar o casi chocar de frente con la vieja rusa, esa que sigue preguntándome, cinco años después, si soy nueva en el edificio y desde hace cuánto. De la maestra de Nueva Inglaterra no sé más que los conflictos matrimoniales que me confidenció una tarde camino a las lavadoras para luego fingir, dentro del ascensor, en los pasillos, que no me conoce. Tampoco la cantante japonesa que queda a cargo de nuestras plantas este diciembre sabe cómo me llamo ni qué celebro. Todos esos vecinos, toda esa mezcla de credos y ateísmo emprendiendo juntos breves viajes hacia el último piso o hacia el subterráneo, pienso con la navidad todavía atravesada en la garganta. Toda una comunidad dispersa: acabo de constatarlo. Hace apenas unos minutos veníamos cargando bolsas que podían o no contener paquetes para poner debajo de algún árbol, que quizá llevaran dentro cajas de pasteles para acabar la gran cena del 24. Pero quizá no. Quizá yo estuviera equivocada. Guardé silencio ante el misterio de esos bultos. Aguanté el aliento y ascendimos apretados y mudos tras accionar los desvencijados botones –el 6 todavía lustroso, el 5 desgastado por el continuo roce de los dedos, el 4 ya completamente desvanecido. Aquí me bajo, pensé, con mis bolsas llenas de regalos. Pero al abandonarlos quise despedirme, y lo que surgió fue un educado aunque posiblemente equívoco deseo de felicidad. Porque mientras pronunciaba la palabra feliz los miré y advertí sus rostros distraídos, demacrados, unas caras que no hacían presagiar ninguna fiesta. O quizá sí, quizá otra fiesta que no sería navideña. Y entonces me detuve y vislumbré que aquí en Nueva York nadie me desea jamás una navidad ni alegre ni desgraciada sino más bien unas felices fiestas, unas felices vacaciones, incluso muchas, muchísimas felicidades. Navidades, nunca.

Lina Meruane


Nochebuena infernal

La cena familiar había sido un desastre. Empachado y enardecido aún por el último alfilerazo irónico de su cuñado, Luis sintió vértigo y un angustioso hormigueo que comenzaba en su mano izquierda y terminaba en su barbilla. Iba a pedir ayuda a su mujer cuando se desplomó sobre el árbol de Navidad, derribando también a su suegra. Al abrir los ojos, creyó encontrarse ante Papá Noel. El calor era delicioso; el silencio, un alivio. “¿Y el resto del mundo?”, preguntó con el rostro beatífico. “Eres el único condenado tras el Juicio Final” le contestó Satanás con frialdad, “el resto de la humanidad ha logrado el Cielo”.

Juan Aparicio Belmonte


El instante

Durante todo el año, mi madre preparó la comida de los cerdos, hizo el pan, lavó la ropa, convencida de que Francisco, su hijo y mi hermano, volvería de Alemania en Navidad. Pero por medio de una postal que llegó a mediados de diciembre, él nos comunicaba que en la fábrica había mucho trabajo y que el viaje sería imposible. Lloró la buena mujer durante toda la noche, arropada sólo con una manta, junto al hogar, y al día siguiente me despertó con una sonrisa: «Francisco vendrá el año que viene».«Madre –le pregunté–, ¿por qué se engaña de esa manera?» Ella me miró con sus ojos azules y sacó la lengua lentamente.

Pablo Gonz


¿Os animáis a escribir vuestro propio microrrelato navideño?

 

 

 

 




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