EL ÁRBOL AZUL, de Yamile Manzur

El libro “El árbol azul” me encantó, tanto por su contenido y forma total, como por sus detalles. No importa que en sus orígenes no haya sido concebido como novela. Es una novela, en todo el sentido de la palabra. Lo es por los temas (y sub-temas, o temitas) que van surgiendo, pero sobre todo (desde mi posición, desde mi percepción), por el brillante principio y el brillante final, que enmarcan todo el contenido de la obra, lo limitan, lo definen, lo contienen, lo abren y lo cierran a la perfección. Porque además, ello hace que forma y contenido sean una sola cosa, que es lo que hace buena, verdadera y grande una obra literaria. (Nadie entendería este principio y este final si no los lee, pero yo no voy a repetirlos aquí. Para eso está el libro). También hay elementos subsidiarios de este principio y este fin, de esta entrada y esta salida: el pueblo natal, la escuela. A partir de ese marco precioso y preciso, todo se entreteje, legitimado por esos límites extremos de la vida. Extremos pero que no se presentan como tales, pues Yamile no es extrema, sino de una enorme naturalidad. Allí está la gracia, el estilo de Yamile. Tocar límites, extremos, situaciones de muchísima fuerza, sin que se note. Pareciendo todo alegría, todo risa, todo cariño, todo amor, todo sensibilidad. Esta doble lectura es un elemento de extraña y particular riqueza. Hablar de la vida, sin esconder nada, ni el pasado muerto, ni un cementerio, ni lo que en otro contexto pudiera parecer frustración, con la forma y el lenguaje de un canto a la vida. Y además, esto es siempre así. Yamile no se equivoca, jamás. Su lenguaje es fresco y auténtico siempre. Quiero decir, nunca miente, de ninguna manera. No podría mentir porque es ella. Y eso se nota en un discurso largo (¡una novela!) que no comete el menor error de contenido, de forma ni de estilo, en todo y en cada cosa que quiere decir.¿Por qué? Yo pienso que porque ella es completamente llana y escribe así como ella es. Sin rebusque ninguno, por más pequeño que fuera. Además, todo es viaje. Pero el viaje viene y va, por los cielos del Uruguay, de Montevideo y del mundo entero, como si nunca se moviera de donde ella está. Eso es genial. Una identidad narrativa y personal anclada siempre en un mismo lugar: en ella misma. La narradora. Una narradora en la que a partir de lo más pequeño, se respira lo universal. Ella, con todo su ser, está siempre por encima de los lugares que recorre. Porque parece que no los buscó, sino que vida la ha llevado por ellos. Este elemento tiene, como tantos otros, connotaciones femeninas. Es perfectamente bello y perfectamente creíble que a una mujer le pueda ocurrir, y que además pueda contarlo así, sin buscarle demasiadas vueltas (con el perdón… de la gente a la que no le agrada pensar desde el género). Y en el medio de todo, el pan. Solamente a un genio se le podría ocurrir escribir algo así, pero ella lo hace con soltura, frescura y facilidad, porque le sale como una realidad tangible (que lo es). De esta manera, aúna la temática real de el pan y el significado central que para ella tiene en su vida, con toda la carga que el pan alberga desde los tiempos más antiguos y míticos, para toda la humanidad. Tratado además, de la forma como Yamile lo trata. Al leer a Yamile, vivimos al mismo en tiempos bíblicos, y en el presente. El pan. Como si no hubiera pasado mucho tiempo entre un momento y otro. Porque todo es uno: lo femenino (nuevamente mis disculpas), junto al pan, y el amor. Siempre la anécdota jugosa y precisa. Que forma (enseña, educa), que mira para adelante, que enfrenta los contratiempos y las dificultades sin esconder nada. Este es otro de los grandes méritos de una novela que nunca se propuso ser tal. Hay descripciones magistrales. A veces, de la naturaleza en un determinado momento. Otras veces, de casas antiguas, de joyas arquitectónicas que siempre tienen un significado. Nadie podría escribir así, si no le sale de adentro. Las anécdotas, que se complejizan al avanzar el libro, no escatiman las situaciones más duras y difíciles de la vida. Pero como siempre, se resuelven en un acto de belleza, de bondad, de misterio y de gracia, dejando atrás lo que no se puede cambiar, pero sí se puede hacer de ello una forma de crecimiento, de arte, y del más puro amor. (Yo creo en esos pequeños y a veces grandes actos del más puro amor. A veces impensado, como cuando la protagonista le entrega la barra de chocolate al hombre inclinado frente a una volqueta, diciéndole: “tome, soy diabética”). En algún libro leí, que las vacaciones son inolvidables para todos los niños, por eso hay que irse de vacaciones siempre que sea posible. Eso, ellos jamás lo olvidarán. Las vacaciones quedarán impregnadas no sólo en el cuerpo, en la psiquis y en el alma de los futuros adultos. También en sus neuronas, en su imaginario y en su piel, en todos los sentidos reales y metafóricos que se les quiera atribuir a estas palabras. Por esto, es precioso que las vacaciones no falten en el libro de Yamile. Porque son un arma poderosa para toda la vida. No puedo continuar.¡Habría tanto para escribir! ¡Casi podría hacer otro libro! Pero confieso que el final me impactó. Alguien dijo que el final era fantástico, pero para mí, está muy lejos de serlo. El final es muy real. Con el final me identifiqué, lo sentí mío, lo viví en carne propia. Un final muy concreto y a la vez inesperado, que a su vez viene a cerrar, como un principio, como el principio, todo lo que esta novela dice y connota.

Laura Santestevan

 


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