CARLOTA O’NEILL: TESTIMONIO Y ENSOÑACIÓN

Por Mireya Robles

Vamos a ocuparnos en este breve comentario, de dos obras de Carlota O’Neill. En Romanza de las rejas, canto misterioso y lejano, intuimos una historia, un testimonio que se hace explícito en Una mexicana en la guerra de España, documento en el que se intuye a la vez, la presencia de un alma que se proyecta al infinito en busca de la belleza. Romanza de las rejas nos trae una canción que nos llega como un eco lejano en tiempo y espacio, pero al cual nos vamos acercando a través de las palabras de la autora; de su persistente amor a la vida; de su entrañable capacidad de perdón. Los datos, escasos y esquemáticos, nos son dados en el pórtico del libro: “Llevaba cinco años en la prisión de Victoria Grande –siniestra fortaleza, que un día fue reducto de tropas en la guerra de los españoles con los rifeños. Al visitar San Juan de Ulúa, en Veracruz, evoqué todo aquello”. En estos cinco años, una evolución psíquico-temporal determina distintos cambios de actitud: El primer año sólo quise morir; incrustarme en aquellas mismas piedras rezumantes de moho. La muerte se hizo sorda. El segundo año quise vivir, salir, abrazar, así, con fuerza, con todas mis fuerzas, con mi sangre, a mis dos pequeñas cachorrillas que seguían enronqueciendo llamándome. El tercer año, después del consejo de guerra, fui condenada. El cuarto año me adapté a la cárcel. Alguien me llevó libros. Recuperé mi herencia. Leí. En el quinto año…¿Cómo fue? Sí. Un día sentí deseos de escribir. Ya desde este pórtico, asoma un mundo interior que se comunica con la naturaleza aislándose del ambiente de muerte que la rodea. Por eso, el tema prevalente, que podía haber sido deprimente y negativo (“la apología de los piojos –muchos–; de la sarna que llevaban las prostitutas –la sífilis. O del mundo siempre en combate, de enormes ratas y grandes gatos”) se funde con esa relación de alma-belleza, elementos que se sintetizan en esa fuga panteísta hacia el espacio, que, por la pequeña abertura de su encierro, hace Carlota O’Neill: “Mi celda era muy pequeña. Tenía una ventana cruzada de rejas –negras rejas, como todas–. Y miré las nubes, los pájaros, la luna. Escuché las sirenas de los barcos. Olí el mar”. Para lograr esa libertad etérea hay que aceptar la dualidad cartesiana de espíritu y materia y admitir que la condición humana no es aprisionable o que es capaz de despegarse de las concretas limitaciones que retienen su cuerpo. Ante esta posibilidad, se pregunta Carlota: “¿Adónde viajan los presos cuando duermen? Y ella misma se responde: “Se ausentan de la cárcel”. Se establece, pues, aun cuando no duerme y bajo el poder de la ensoñación, una relación espacio-tiempo en una ecuación donde la naturaleza se define en un escape sintetizado en belleza que diluye el marco de ese cuadro-ventana abierto hacia la noche. Deja entonces de estar sometida al hombre de las llaves para convertirse en dueña de sí misma y aun más, en dueña de la amplitud infinita del espacio: “¿No tengo a mi disposición millones de kilómetros en sólo el pequeño espacio que me es permitido contemplar?” A medida que se reafirma su capacidad de escapar hacia el ensueño, se va logrando una plenitud vencedora de limitaciones que casi se convierte en éxtasis: “Acostada en mi petate en el suelo, soy rica. Emperatriz vestida de luz de luna. Pasa entre las rejas espesas; me acaricia; me besa. Despierta deseos dormidos de amor, de vida”. En esos años en que se sintetizan tiempo y espacio, cuando “cielo y calendario forman un todo sin límites”, el rigor de los límites concretos se disipa un tanto a través de otro elemento: la voz de las presas que entonan coplas hasta que el carcelero les impone silencio. Mientras las escucha, el misterio, el misticismo de las coplas invierten el viaje hacia la libertad. No se trata ya de un escape hacia el espacio, sino de un viaje hacia dentro, hacia las profundidades del yo, donde tiene lugar la identificación del que escucha, con el tema y personaje de la copla: “La mística del sonido es incorporación de sentimientos a flor de piel. Horas de gozo en que la canción es mosto y desbordamiento. Ventanas abiertas a paisajes desolados, manchados de tragedia”. Otras veces, la imaginación soñadora fragmenta en variaciones lo que es el paisaje único del cielo de Melilla. Logra romper esta limitación visual mediante una dislocación de la naturaleza en un re-ordenamiento que se hace símbolo: “También son oasis las nubes”; o dinamismo: “película infinita de metros de celuloide atmosférico”. A veces la vida se hace sueño triste rodeándose de un animismo en el que el mundo inanimado adquiere una rara forma de comunicación: cantar melancólico, insistente, agorero. Un dolor-sonido que rasga el espacio pero que al hacerse presencia se concretiza en símbolo inverso, de falta de libertad –el tintineo de las llaves que anuncia persistentemente la llegada de una nueva prisionera: ¡Tlin!...¡Tlin!...¡tlinnnnnnn! Ellas tienen su idioma; su musicalidad. También poseen psique. Al menos, se la atribuimos los presos. Salen al encuentro del prisionero, cantando su romanza triste, y en la toma de contacto de su sonido, se presiente toda la cárcel. No se las olvida jamás. A veces, en el sueño, su música agorera nos agita convulsas. También son pesadilla. Y el sueño de la vida se enriquece con un nuevo dolor. Este mundo inanimado de las llaves ha sido predeterminado por el hombre en su doble función de elemento libertador y carcelario: “Aquellos trozos de hierro fueron arrancados de lo profundo de la tierra; sometidos al rojo, a las corrientes de aire; al martillo pilón. El cerrajero les dio forma.¡Entre todos les trazaron su destino! Pero aun el encarcelamiento del cuerpo no puede efectuarse en forma total ya que los sentidos se agudizan para percibir intuitivamente lo que ha dejado de ser ambiente circundante, inmediato: “Desde las rejas no se ve el mar. Se le presiente”. La cárcel falla en su tenaz función de asfixia total: “Las rejas nos privan del mar. No de su voz”. Por otra parte, en este microcosmos en el que imperan la suciedad y la miasma, surge un brote de vida intacto, cuidado por las manos presas: La hija de la huerta no puede resignarse a nuestro paisaje desolado de cemento, porlan, hierro y piedra. La inquietud de sus manos, en la reconditez de la celda, forma, crea, su jardín. Su jardín silencioso y místico encarnado en un bote de hoja de lata, que. contuvo alguna conserva. El trigo humilde que, a la hora del paseo, recogió de la terraza, caído de la comida de las gallinas del director, sembrado sobre un poco de crin del jergón, por ausencia de tierra, regado y vigilado, ha cuajado en espigas que crecen, suben verdes, esbeltas en minúsculo himno a la naturaleza. Este himno a la naturaleza se hace símbolo concreto en la pequeña planta que brota en la celda; se hace símbolo perenne en un abrazo panteísta cuando la prisionera que está a punto de recobrar su libertad, se hermana a todos los fragmentos que componen el mundo del encierro: “Antes de partir, diré adiós a nubes, rejas, pájaros. A la termita. Todos me acompañaron en fraterna amistad”. Y es que Carlota O’Neill cumple su misión de amor a la vida remontándose a las libertades del infinito que determinarán su evolución espiritual: “Análogos a los hombres de corazón de pájaro, los pájaros, sedientos de cielo, persisten en el cumplimiento de su misión”. Romanza de las rejas nos adentra en la dimensión humana de Carlota O’Neill. Como en los viejos romances, está ausente el dato concreto, pero precisamente con ese fragmentarismo, logra, a través de la melancolía y el misterio, esa belleza que disfrutamos en el romance titulado “El prisionero”, en una versión que data del siglo XV: Que por mayo era, por mayo, cuando hace el calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor, cuando canta la calandria y responde el ruiseñor, cuando los enamorados van a servir al amor; sino yo, triste, cuitado, que vivo en esta prisión; que ni sé cuándo es el día ni cuándo las noches son, sino por una avecilla que me cantaba al albor. Matómela un ballestero; déle Dios mal galardón. Nada nos dice el poema de quién es el prisionero –es decir, su estado civil, procedencia, raza, edad. Tampoco sabemos por qué está en la cárcel, ni por cuánto tiempo. Pero estos datos no hacen falta para que nos sintamos hondamente conmovidos ante su condición humana; su fusión con esa naturaleza que lo ayuda a sentirse vivo. Estos datos concretos tampoco son necesarios para identificarnos con el dolor de la mujer ante la perspectiva de visitar por primera vez la tumba de su marido. Sabemos, por otra obra de Carlota O’Neill –Una mexicana en la guerra de España–, que se llamaba Virgilio Leret Ruiz, que era ingeniero civil aeronáutico, que fue capitán piloto aviador, español; que servía al Gobierno de la República en Melilla, Marruecos español; que fue fusilado cuando los rifeños se levantaron en armas contra la República. En Romance de las rejas, el sentimiento desnudo, la palabra desvalida, nos acercan, aun sin datos, a ese dolor que ya se va haciendo un poco nuestro: ¡Y el encuentro con el que ya no es! Llegaré a su tumba, mirando muchas tumbas que guardan restos de hombres fusilados. Me dijeron que manos amigas la cubrieron de geranios. Policromía al viento bajo el añil del cielo africano. Me sentaré entre esos geranios rojos. Los besaré. En posesión. Otras obras de Carlota O’Neill, ramificando géneros distintos, recogen esta experiencia de la prisión unas veces a través del diálogo en el drama titulado Cómo fue España encadenada. En el drama, se han cambiado algunos elementos circunstanciales. En el personaje de Eugenia, por ejemplo, reconocemos una síntesis de varias de las mujeres presas que aparecen en el libro que la autora subtitula Documento vivido y escrito por Carlota O’Neill. Documento que comienza poco antes del 17 de julio de 1936 y que nos adentra en los hechos que rastrean toda la trayectoria de su encarcelamiento. El 29 de junio había salido de Madrid Carlota con sus dos niñas y su marido hacia Marruecos; donde Virgilio estaba destinado por tres meses, a las Fuerzas Aéreas del Norte de Marruecos, en Melilla. Durante esos breves días que precedieron la separación definitiva, habitaron un barco anclado en la Mar Chica, frente a la Base de Hidros. Un preámbulo digno de la fantasía de un cuento de hadas. El 17 de julio de 1936 comenzaron los disparos de la guerra civil que “iban a incendiar al mundo”. El capitán Leret se aleja del barco encantado hacia la Base de Hidros a cumplir con su deber. Ausencia, prisión, fusilamiento. Todo sucede rápidamente, vertiginosamente, sin explicaciones coherentes que ofrecer a los hechos. A Carlota la separan de sus hijas; la encarcelan sin que en ningún momento le presentaran cargos concretos ni pruebas de delito alguno. Cuando le hacen los consejos de guerra, mucho después de haberla encarcelado, tampoco encuentran pruebas definitivas, pero la siguen reteniendo en calidad de “detenida gubernativa”. Este diario, escrito en forma clara y en un estilo que fluye con sencillez extraordinaria, es un testimonio que se levanta sin violencia, pero en forma firme y persistente, contra la injusticia, contra la hipocresía, contra el fanatismo, contra la falsa moral, contra la influencia retrógrada del clero. El ambiente que la rodea nos señala una subsistencia que apenas se logra en estas condiciones subhumanas: celdas minadas de piojos; mujeres que se alivian despiojándose; el jergón manchado de sangre donde “alguna mujer depositó allí su menstruo”; el horrible olor que habitaba la cárcel. Desde el principio, nos damos de frente con el sistema de terror donde la vida humana carece de valor en manos de los fanáticos de la falange: Las madres de familia; las abuelas, iban a dar con sus huesos a los calabozos de la policía; de allí, a la cárcel. Las jóvenes que atrapaban eran otra cosa: pertenecían, en su mayoría, a las juventudes sindicales obreras; sabían leer y entendían de reivindicaciones. Los falangistas iban a buscarlas por las noches; sollozos y protestas de padres las hacían más excitantes. Y se las llevaban; las violaban en el campo; caían, sobre ellas, uno después de otro, como perros. Unas morían en la brega; otras las mataban; algunas iban a la cárcel; su suerte final dependía de las manos en que caían. En la policía les querían sacar las declaraciones a fuerza de correazos y golpes. Les cortaban el pelo al rape dejándoles plumeritos como cuernos; los barberos improvisados formaban coro de risas, luego rasgaban pechos y vientres antes de enterrarlas. Nos informa que los tormentos y ejecuciones están a cargo del coronel Solans, quien ha asumido la Comandancia Militar; que desde Sevilla el general Queipo de Llano envió a Melilla los llamados Tribunales de Sangre, mediante los cuales “la muerte adoptó forma legal”, que a los tormentos que ya se aplicaban y que consistían en “golpes hasta hacer escupir los pulmones, quemaduras por determinada sensibilidad fisiológica, tragos de keroseno”, se añadieron las “enseñanzas del propio jefe de la Gestapo, el temible Himmler, que por aquellos días hizo visita de amistad a Franco”. Oímos el grito desgarrados de Isabel, a quien habían permitido despedirse del marido antes de ser fusilado; cuando de vuelta a la celda, le dice a la madre: –¿Y usted me dijo ayer que no le habían martirizado? ¡Y está deshecho! Los mismos guardias civiles lo tienen que llevar en brazos, porque tiene inflamados los testículos de los golpes!, ¡le falta un ojo y parte del labio!, ¡escupe sangre y así lo van a llevar al paredón! En este ambiente, surge el miedo como una sombra que se solidifica hasta personificarse: “Y sentí miedo. Aquel miedo que se alzó a mi lado, que notaba a mi lado como ser vivo. Que avanzaba y me rodeaba. Que había de acompañarme”. Un miedo que está presente en otras obras de Carlota O’Neill: en su obra de teatro titulada Cómo fue España encadenada y en su novela titulada Amor, Diario de una desintoxicación. También el hambre se solidifica como si fuera un animal que devasta el organismo: “El hambre era como una lima en mi organismo, me sentía raspada por ella en arterias, músculos, huesos; la sangre se me hacía blanca en los labios y las encías; el hambre era como la portera de la muerte”. Desfilan por las celdas de la cárcel, figuras fantasmagóricas, dejando allí su historia: las prostitutas con su sífilis, a quienes el ama les envía alimentos para que nos se le desnutra la “mercancía”; el viejo de setenta años que intentó violar a una niña de diez años y que una vez preso seguía pidiendo “que le traigan la niña”; las grotescas figuras de los carceleros: el de la papada de flan; el que se contagió de la sífilis de una prostituta presa y caminaba “con las piernas abiertas, tambaleándose”. Perilla, el joven delincuente quien nos cuenta que el cura de Melilla profanaba los cadáveres de los fusilados arrancándoles los relojes y las dentaduras de oro. Vemos desfilar entre estos desheredados de la tierra, a la mora Maimona, con su horror a las “rojas” y sus rituales religiosos. Vemos a algunos de los seres que ayudan a aliviar la pena de los otros, como el doctor Solís, quien consoló a los demás hasta que lo fusilaron; Fuensanta, con las creaciones de sus bordados, su conciencia de karma y su fe en la reencarnación; la francesa Germaine; Roberto. El transcurso del tiempo se mide por apariciones periódicas de pájaros; quedándose a veces compacto, sin fluir, solidificado en el ambiente: Hubiera querido calcular horas y días, y meses y años, hasta conocer la meta, pero no sabía hacer cálculos; sólo comprendía que tendrían que volver varias veces las golondrinas a chillar allá en lo alto; y los días de lluvia, y las tempestades de viento; y la invasión de piojos y moscas; tiempo, tiempo, tiempo. Hay circunstancias que atenúan esta diaria convivencia con el dolor: la persistencia en el deseo de vivir; la inconsciencia del sueño; el amor de una mujer por otra. Las últimas páginas de Una mexicana en la guerra de España, nos traen el momento conmovedor en que la detenida gubernativa Carlota O’Neill es puesta en libertad. Una breve visita al cementerio. La tumba de Virgilio. Sólo queda sintetizarse en aquel montón de tierra, habitarlo panteístamente, reclamarlo. Y el asombro final: el convencimiento de que la distancia pudiera empequeñecer, hasta desintegrarlos, una ciudad y un ámbito en los que amó y sufrió por tantos años: “La ciudad ya no era nada. En derredor mar y mar, ni una luz. Y todo se fue, como en los sueños”. BIBLIOGRAFÍA O’Neill, Carlota. Romanza de las rejas, prosa poética. México, D. F.: Biblioteca de la literatura mexicana, Editorial Castalia, 1964. O’Neill, Carlota. Una mexicana en la guerra de España. México, D. F.: Populibros “La Prensa”, 1964.


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