Lectura compartida: los Idilios de Juan Ramón

Arturo del Villar

HAN transcurrido ya 54 años largos desde la muerte de Juan Ramón Jiménez, y todavía se siguen editando libros que él escribió y alguna vez pensó publicar, pero que dejó en herencia estética a sus admiradores, y quedaron esperando la ocasión de ver la luz, lo mismo en el Archivo Histórico Nacional de Madrid que en la Sala Zenobia y Juan Ramón de la Universidad de Puerto Rico. Uno más acaba de aparecer ahora, Idilios, en edición preparada por Rocío Fernández Berrocal para La Isla de Siltolá, en Sevilla, con 223 páginas, las 88 primeras ocupadas por el prólogo. Parece inacabable la Obra juanramoniana, ese ente estético al que concedió la inicial mayúscula de los nombres propios en castellano, porque constituía una proyección de su espíritu, con la que pensaba superar la desaparición física tras la muerte. Cuando consideró haber alcanzado un grado de depuración expresiva que le garantizaba la supervivencia en la memoria humana para la historia, se representó al lado de su cuerpo muerto su Obra inmortal. Hasta ahora parece que tenía razón al imaginarlo, porque se suceden las publicaciones de sus libros, los conocidos por entero, los anunciados parcialmente en las antologías y los completamente inéditos. Y todavía falta mucho para que podamos disponer de una edición de sus obras completas fiable. Entre los motes que se autoaplicó el poeta figura el de El Creador sin Escape, y es muy cierto, porque entre 1896 y 1954 estuvo realizando la Obra incesantemente, escribiéndola y depurándola, con los únicos paréntesis impuestos por las enfermedades neuróticas que padeció, hasta lograr que sus libros fueran ya luz, como soñó en su adolescencia, según confesó en un poema. En otro se autorretrató chorreando belleza, que era la poesía, en prosa y en verso, porque toda la escritura de Juan Ramón ofrece una calidad estética admirable. Entregó su vida a perfeccionar la Obra, en un trabajo continuado, porque las consideraba integradas en su personalidad. Rocío Fernández Berrocal es una de las recientes incorporaciones a la amplia nómina de juanramonianos repartidos por el mundo, y lo ha hecho con intensidad. El tema de su tesis doctoral fue Juan Ramón Jiménez y Sevilla, editada en 2008 por la Universidad hispalense, con 572 páginas, obra que tuvo su continuidad en un ensayo editado al año siguiente por la Diputación Provincial de Huelva, con el título de Juan Ramón Jiménez y Andalucía, que suma 419 páginas. Antes, en 2007, la Comunidad de Madrid le había publicado una Guía del Madrid de Juan Ramón Jiménez, con 146 páginas. En revistas y ponencias presentadas a congresos ha prestado atención asimismo a diversos aspectos de la Obra. Tiene, pues, bien acreditado su juanramonismo. IMAGINACIONES DE ENFERMO Idilios fue uno de los libros compuestos por Juan Ramón durante su aislamiento en “la soledad sonora” de Moguer, aunque lo continuó después de su traslado a Madrid, y sin duda lo depuró posteriormente, según su costumbre, pero no llegó a mandarlo a la imprenta. Lo representó en sus antologías, y fue recogido en amplia muestra por el inolvidable amigo juanramoniano Francisco Garfias, en su edición del segundo volumen de los Libros inéditos de poesía de su paisano universal, impreso para Aguilar en Madrid y en 1967 (no en 1964, como se dice la página 212 de estos Idilios, aunque la fecha correcta sí figura en la 51). Aquellos 22 poemas conocidos se han incrementado en este volumen hasta sumar 97 textos, varios de ellos ignorados, calificativo preferible al de inéditos, porque Juan Ramón gustó de colaborar en multitud de publicaciones periódicas por todo el mundo, lo que dificulta seguir su rastro. Asimismo las fechas de escritura facilitadas por él son inseguras, porque no tenía en cuenta el día de la depuración, que a veces introducía modificaciones generales en el texto. A finales de 1905 o comienzos de 1906 el poeta enfermo se retiró a Moguer, pensando que allí encontraría la paz interior tan necesaria. Pasar del ambiente de la gran ciudad madrileña (para la época) a la tranquilidad de un pueblo parecía un remedio posible. Sin embargo, la obsesión de la muerte repentina siempre presente, le impedía pensar en otra cosa que no fuese el final esperado. En “El viaje definitivo”, uno de los Poemas agrestes compuestos entre 1910 y 1911, describió la insignificancia de la vida humana, que se terminará sin que la naturaleza y la historia se modifiquen. Habrían de pasar los años para que juzgase posible la eternización en la memoria colectiva, mediante la elaboración de una Obra exacta superadora del tiempo y del olvido, según la idea bellamente expuesta por Horacio en el tercer libro de los cármenes, y que hasta ahora se ha cumplido. Al ser paralelas vida y poesía en su caso, la alteración vital incidió sobre los aspectos fundamentales de su escritura, y dirigió sus opiniones para consolidar los anhelos espirituales que siempre perseguía. Así transcurrió el período dilatado entre sus 24 y sus 32 años, época que hubiera debido ser de felicidad integral intensa, aunque estuvo marcada por un aislamiento absoluto, solamente atemperado por las lecturas. Necesitaba nutrirse de ensoñaciones, por hallarse aislado en un pueblo andaluz más aficionado a la bebida que a la cultura. Se comunicaba epistolarmente con los amigos madrileños, lamentándose de no encontrar ni una sola persona con la que mantener una conversación culta, o intercambiar libros porque no existían en ninguna casa más que en la suya. LA IMAGINACIÓN CREADORA De ese ambiente negativo devino la necesidad de superar la vulgaridad constante en el entorno social, por lo que su imaginación disfrazaba de quimeras maravillosas la fea realidad cotidiana. No es que Moguer constituyera un caso especial, sino que en 1900 el 66,65 por ciento de la población española era analfabeta, según las estadísticas oficiales, y la cifra se incrementaba al analizarla en la población rural. Por eso Juan Ramón tenía que parecer un bicho raro a los moguereños. En Platero y yo y en otros escritos contó cómo sus vecinos se burlaban de él, y las muchachas casaderas no le hacían caso si intentaba dirigirse a ellas, por considerar que estaba loco. Y por si fuera poco, arruinado y sin capacitación para efectuar otro trabajo que no fuese el de escribir, devaluado para los campesinos analfabetos. Hasta que se hartó de aquella situación, y pidió a los amigos madrileños que le buscasen una habitación limpia y cómoda en una pensión de la capital, con la condición indispensable de que estuviese próxima a una Casa de Socorro, para asegurarse la asistencia de un médico en caso de urgencia, dada su fobia a la muerte repentina. Regresó a la capital española el 29 de diciembre de 1912, más triste y enfermo que cuando se marchó en busca de un cambio de aires que aliviase sus depresiones anímicas. Volvió más deprimido todavía, y con los temores angustiosos exagerados. Esos siete años de retiro espiritual y físico se tradujeron en una etapa de enorme intensidad creadora, puesto que compuso veinte libros de versos, además de los escritos en prosa. Tuvo su correlación en la actividad editorial, habida cuenta de que publicó diez títulos, uno de ellos, Pastorales, redactado entre 1903 y 1905, durante la residencia en Madrid, mientras evocaba el pueblo añorado. Otros diez títulos de la etapa moguereña quedaron inéditos en vida del autor. De modo que su “Apartamiento”, por decirlo con el rótulo que impuso a una serie de tres poemarios, resultó muy provechoso por lo que respecta al terreno literario, si bien no se correspondió con una tranquilidad espiritual necesaria para curarle de sus constantes temores neuróticos. La hipocondría no afectó a su inspiración. En los ambientes literarios madrileños se había consolidado su renombre como gran poeta, debido a las ediciones continuadas, a la vez que se fortalecía su imagen de enfermo de aprensión irrecuperable. LOS BORRADORES SILVESTRES Como él mismo afirmó en diversas oportunidades, los libros escritos hasta el año 1913 son obra de enfermo, porque sus estancias en sanatorios de Burdeos y Madrid al comenzar el siglo XX no lograron curarle de sus obsesiones, y su retiro en Moguer no hizo más que exacerbarlas, al hallase privado de distracciones cultas, como la relación personal con escritores y la asistencia a conciertos y representaciones teatrales. Cuando Ramón Gómez de la Serna publicó en el número 16 de la revista Cruz y Raya en 1935 un “Ensayo sobre lo cursi”, con ilustraciones juanramonianas, el poeta le dirigió una carta que se encuentra, por ejemplo, en la edición de Cartas preparada por Garfias y publicada por Aguilar en 1962, página 315, en donde se lee esta reconvención con una fecha delimitadora de dos inspiraciones: Tú no ignoras que yo no he reeditado ningún libro anterior a 1912 (mis treinta años), y que considero toda mi obra antigua como borradores silvestres. Tú sabes que hasta esa fecha estuve bajo los efectos de mi enfermedad nerviosa y cuanto escribí en esa época está tocado de ella. Su escritura en ese tiempo quedó teñida de melancolía, título que impuso a un libro escrito entre 1910 y 1911. Los nominados Libros de amor, fechados en 1911 y 1912, recurrieron a la recreación estética de unas escenas imaginadas, con referencia a muchachas e incluso niñas conocidas durante su estancia en el sanatorio psiquiátrico de Burdeos. Todo es triste, nostálgico, melancólico, sin la alegría de la pasión amorosa desconocida. A los padres de las jóvenes moguereñas casaderas les asustaba la idea de que sus hijas se relacionasen con aquel vecino extraño y pobre. En julio de 1913 conoció a Zenobia Camprubí, y el amor transformó su vida y su escritura, como he analizado en un ensayo que sigue la evolución de la enfermedad juanramoniana. Puesto que Idilios está fechado por el autor en 1912-1913, pertenece en gran parte a la época depresiva, por más que después depurase algunas versiones de su escritura. En el poemario se encuentran versos dedicados a Zenobia, en ese tiempo displicente ante el asedio amoroso al que la tenía sometido el poeta, un hombre extraño muy diferente de sus amistades habituales. No se tropieza un cambio de actitud en la idiosincrasia del poeta hasta los Sonetos espirituales, comenzados en 1914, y ya se encuentra plenamente en Estío, escrito en 1915, obra de exaltación gozosa del afán de vivir, a tono con la estación mencionada en el título. Insistamos en que su encuentro con Zenobia se produjo en el mes de julio, en estío, pues. DECADENTISMO ESTETICISTA El gran polemista venezolano Rufino Blanco-Fombona, exiliado para librarse del dictador de turno en su tierra, vino a Madrid y se relacionó con los escritores más destacados del momento. En 1915 publicó en la capital española un libro de impresiones estéticas, La lámpara de Aladino. Notículas, en el que dedicó una semblanza a Juan Ramón, a partir de la página 111. Es particularmente interesante por redactarla alguien ajeno a las vicisitudes de la vida literaria española, siempre dividida entre el elogio interesado y la negación vengativa. Ahora nos importa recordar este comentario acerca de la impresión que le causó la visita del poeta: Juan Ramón Jiménez, uno de los poetas jóvenes que más ruido están haciendo en España. Me parece que tiene la afectación de no ser afectado. Si no me engaño, de la vida no conoce más que los poemas. En el fondo es un romántico. […] Le falta nervio. Su desosada poesía parece una bandera sin viento y sin asta: sin lo que hace ondear, sin lo que hace erguir; --en suma, un trapo de colores por tierra. Pero debajo de ese guiñapo pintoresco late un alma sentimental, de una delicadeza enfermiza, un alma que tiene la enfermedad de las ostras y cría perlas. Parece una “caricatura lírica” a la manera de las redactadas por Juan Ramón, y como ellas posee un fondo de exactitud acertado. Hasta el encuentro con Zenobia era un enfermo de romanticismo y sensibilidad exaltados, en espera de morirse repentinamente en cualquier instante, lo que se traslucía lógicamente en sus escritos. El tono general es decadente, según corresponde a un enfermo psíquico que se imaginaba siempre amenazado por una muerte repentina, a la que esperaba horrorizado para un momento inminente, a la vez que la deseaba para librarse del temor de estarla aguardando: un círculo vicioso que le condujo al Laberinto inspirador de unos poemas compuestos en 1910-11. He dedicado un ensayo a comentar la evolución de ese sentimiento, Crítica de la razón estética, porque es fundamental en el desarrollo de su Obra. A las motivaciones de sus circunstancias personales cabe añadir que algunos de los poetas relacionados por Juan Ramón como sus autores predilectos fueron maestros de la decadencia, lo mismo que ciertos pintores, tanto Verlaine como Böcklin, por no citar más que dos nombres sublimes. EL LUGAR DE IDILIOS No podemos estar de acuerdo con la afirmación del prologuista de este volumen, Antonio Colinas, cuando escribe que Idilios es “uno de los grandes libros de Juan Ramón”, declaración aprovechada por la editorial para colocarla en una faja al volumen. El propio poeta no le daba mucha consideración, como lo demuestra el que no lo citase en la relación de sus obras editadas e inéditas que se encuentra en la página 4 de Laberinto, impreso en 1913, donde sí incluyó otros libros inéditos de ese período. Ni lo mencionó en los listados reunidos en las obras publicadas en 1917 por la Casa Editorial Calleja, tan significativas como Platero y yo o el Diario de un poeta recién casado. Tampoco lo recordó en la más amplia relación de sus obras incluida en un folleto publicitario de 16 páginas impreso por la misma editorial, también en 1917, titulado Obras de Juan Ramón Jiménez, que incluye fragmentos de críticas dedicadas a sus libros, y se ilustra con reproducciones de los retratos pintados por Sorolla y Vázquez Días, además de una fotografía del poeta. Parece indiscutible, por lo tanto, que no lo tenía en mucha estima ni lo consideraba uno de sus grandes libros, idea que debe compartir un lector desinteresado, es decir, sin contacto con la editorial. Es uno de los libros itinerantes hacia el hallazgo de la que él mismo definió como poesía desnuda. Ese camino está engalanado con buenos títulos, pero que no son los grandes libros poéticos condicionantes del lugar ocupado por Juan Ramón en la historia de la cultura. Esto no implica que carezca de interés. Puesto que Juan Ramón es uno de los mayores poetas de la literatura universal en cualquier época, todo lo que escribió resulta sugestivo para los lectores, y de manera especial para los estudiosos. Sin embargo, a la hora de establecer valoraciones críticas es conveniente actuar con ecuanimidad, y medir bien las calificaciones. Un libro de Juan Ramón siempre será atrayente para los lectores, y contendrá grandes dosis de belleza y altura lírica, pero es preciso saber colocarlo en su lugar exacto. UN CAMBIO FUNDAMENTAL Los grandes libros de Juan Ramón se inician con los Sonetos espirituales, compuestos entre 1914 y 1915, como queda dicho, y todo lo anterior constituye esos borradores silvestres, precursores de la inmensa Obra por venir. En su “Recuerdo a José Ortega y Gasset”, publicado en la revista madrileña Clavileño en diciembre de 1953, declaró que “estaba escribiendo en aquel momento [el evocado, no el presente] los poemas de Estío y Sonetos espirituales, que marcan un cambio fundamental mío […] al comienzo de mi segunda época”, esto es, a partir de 1914. Esta opinión del autor está generalmente compartida por la crítica mejor enterada. Cierto que muchos lectores prefieren los poemas de la primera época, entre 1900 y 1913, porque son los más sencillos y fáciles de leer, incluso para aprender de memoria muchos versos, pero no lo dicen precisamente los integrantes de esa minoría a la que está dedicada “siempre” la Segunda Antología poética (1922). Es una evolución literaria paralela a la biológica: el joven depresivo enamorado del ideal romántico precedió al hombre asentado en sus convicciones. Eran el mismo personaje, aunque con caracteres somáticos y psíquicos diferenciados, por lo que en cada momento pensaban y se comportaban de una manera peculiar. Dentro de la Obra en marcha, como él la definía, aparecen etapas sucesivas tendentes al cumplimiento de la razón vital que justificaba su existencia. Cada lector escogerá una de ellas, y será válida. No obstante, el mismo autor y la generalidad de sus estudiosos coincidimos en calificar como sus grandes obras las que surgieron del Diario de un poeta recién casado, escrito en 1916, un libro que abrió las puertas a la renovación de la poesía española, y no sólo de la juanramoniana, y facilitó la absorción de las vanguardias literarias en el provinciano Madrid castizo y caduco. EL GÉNERO IDÍLICO En Idilios se comprueba que la idea obsesiva de la muerte repentina, predominante en su imaginación y como consecuencia en su escritura, durante su primera época literaria, por mantener su evolucionismo creativo, contagió la expresión del poeta, empujándola a una languidez deprimida. La división del libro entre idilios clásicos (que alguna vez retituló plásticos) y románticos no guarda una separación ni estilística ni temática, sino que los poema son intercambiables en las secciones. Etimológicamente la palabra idilio se refiere nada más a composiciones breves, y así son, en efecto, muchos de los poemas juanramonianos en este libro, con tres, cuatro o cinco versos a menudo, aunque hay otros más extensos, que no aceptan por eso la denominación de idilios. Conforme al modelo marcado por Teócrito y seguido por renacentistas y neoclásicos, las escenas descritas en los idilios suelen ser amorosas, y estar protagonizadas por pastores, en una Arcadia feliz que nunca existió ni es previsible que exista. Ya que Juan Ramón residía en un pueblo mientras compuso buena parte de los idilios, es claro que pueden tener un fondo pastoril. Sin embargo, no es fácil imaginarse a un Juan Ramón pastoreando ovejas o cuidando vacas, pero en las representaciones bucólicas renacentistas eran damas de la corte real las disfrazadas de pastoras, sin tener ninguna idea de cómo se desenvolvía su vida en la realidad de los campos. Lo que pastoreaba Juan Ramón era un rebaño de palabras, sumisas a sus órdenes para agruparse convenientemente de un modo “sencillo y espontáneo” en el redil de la estrofa. La poesía lírica suele disfrazar la realidad vulgar para convertirla en algo hermoso. Romántico sí parecía el poeta, en el sentido de ensoñador imaginativo, fabricante de ambientes y situaciones irreales por los que deambulaba tristemente su fantasía. No obstante, esa característica es común a buena parte de la escritura redactada en ese período. Y para corresponder a su espíritu romántico necesitaba un amor ideal no correspondido, como lo fue al comienzo el representado por Zenobia: a ella no le gustaba el poeta, y a su madre le parecía el peor marido imaginable para su hija. El joven Werther andaluz escribía cartas a la amada, y poemas para compensar su tristeza, y volvía a pensar en el suicidio, aquel propósito del que le había distraído el doctor Simarro a comienzos del siglo, burlándose de él, pero que reaparecía en su vida y lo acompañó hasta su final, como solución para sus cuitas. LA FORMA A causa de ese tono vital decadente los versos muestran, por lo general, una sencillez expresiva que no aprovecha recursos habituales en otros libros, más innovadores a este respecto. La escritura responde ajustadamente al ánimo del autor. Rimas asonantes, estrofas inventadas, imágenes simples, y un deseo de exponer con llaneza sentimientos comunes a los seres humanos, hacen de Idilios una obra fácil de leer y entender, aunque contenga los elementos retóricos necesarios para convertirla en obra de arte., como es obligado. Por estar creadas las estrofas para cada poema, sin sujetarse a moldes definidos, los versos obedecen a medidas peculiares, impuestas por el afán de mantener un ritmo único. En ocasiones hay estrofas que más parecen prosa separada en renglones que versos propiamente dichos, como se ve en este fragmento de “Otoño”, un idilio romántico recopilado en la página 138: Y sobre la doliente luz monótona de su indolente sol, con trájico e infantil sentimiento, se agudizan, finas, las hojas últimas y amarillas de un árbol leve y lánguido. Estos siete versos tienen once, nueve, once, siete, siete, dos y tres sílabas a efectos rítmicos, sin rima continuada, y con una acumulación de palabras esdrújulas disonantes en el idioma castellano, que es de preferencia llana, y afecta por derivación a la preceptiva castellana. Si se colocan seguidos los tres últimos versos, resulta un endecasílabo que rima en asonancia con el segundo verso, un tanto distanciado, aunque repite la misma asonancia en a-o del heptasílabo separado “árbol”, que es la continuada a lo largo del poema. La disposición caprichosa de los versos distrae la resonancia de la rima, y confiere una rítmica peculiar a la estrofa. Juan Ramón jugó aquí con las medidas y las rimas, en una exposición de libertad creadora, y así ejecutó una idea que iba a exponer en las notas finales a la Segunda Antolojía: la forma versal adquiere su exactitud cuando desaparece y se convierte ella misma en su contenido. Una creencia que expuso amplificada y ejemplificada en las conferencias pronunciadas en la Universidad de Puerto Rico al final de su vida intelectiva. La poesía se desarrolla en verso y en prosa, sin que la forma sea definitoria: un ciego sabe si lo que escucha es verso o prosa al seguir el ritmo, aunque no vea la forma de la escritura. SINESTESIAS DE LA DESNUDEZ Muy del gusto juanramoniano son las sinestesias. En un idilio clásico sin título, incluido en la página 103, se compara la desnudez de la mujer con la Luna, y añade una serie de confusiones sensitivas características del simbolismo tamizado por el impresionismo, para significar la embriaguez amorosa de aquel instante: ¡Embriaguez de frutas con relente, manos que huelen, labios que oyen música, ojos que tocan, alas, oídos que sonríen, silencio iluminado de blancuras, luna redonda y blanca, acariciada cuando te estoy acariciando a ti, desnuda! Es un tópico literario personalizar a la Luna en una figura de mujer, lo que permite elaborar toda clase de imaginaciones e incluso aberraciones. En este poema la exaltación erótica del poeta le lleva a confundir el uso de los sentidos, en un tono que supera las “Correspondances” de Baudelaire. La noche es fabricadora de embelecos, según reconoció Lope de Vega, y a la luz incierta del satélite natural es posible equiparar sentimientos, sensaciones e ideas, Qui chantent les transports de l’esprit et des sens. Todo ello a consecuencia de la caricia aplicada a una mujer desnuda. La ensoñación del poeta le permite ver, sin mirar, identificaciones arbitrarias complejas, identificadas por su conciencia estética, al margen de su consciencia crítica. Esa situación le produce una embriaguez plena, en la que todo sale de sus límites para crear un mundo onírico capaz de distorsionar la realidad. Tal vez así superaba el dramatismo del vivir cotidiano, sometido a la angustia de intuir su final inmediato a causa de la muerte repentina. EN PLENA CONFUSIÓN Coexistieron, por lo tanto, dos mundos para identificar el territorio habitado por Juan Ramón en esos años. Las crisis neuróticas padecidas le dificultaban comprobar en dónde se asentaba la realidad. El tema de la realidad llegó a ser crucial en su poética. Recordemos que uno de los libros póstumos lleva como título una logomaquia, La realidad invisible, escrito entre 1917 y 1924. Cuando los sentidos ignoran cuáles son sus funciones naturales, y además el escritor padece una desinformación patológica de la realidad, es posible inventar un mundo personal, en el que nada sea lo que parece. Otro idilio clásico sin título, impreso en la página 119, expone un aparato escénico caótico, en el que todo es confuso y desordenado, motivo suficiente para representarlo en verso con profusión de unos puntos suspensivos indicadores de su falta de concreción comunicable: La música te ha echado de mi alma, mujer… Tengo hambre de carne y no la tengo… es decir, la tengo, pero no la tengo… En torno de ella voy y vengo… qué sé yo… Es un anticipo del poemilla que le iba a servir para abrir Eternidades en 1918, en uno de los momentos de plenitud creadora, cuando realmente empezaba a edificar la Obra con firmeza en el pulso: “No sé con qué decirlo, / porque aún no está hecha / mi palabra.” Ser hacedor de palabras es la tarea del poeta, pero solamente lo conseguirá sobre la base firme de su dominio de la expresión poética. En el idilio copiado todo es confusión, hasta el extremo de reconocer el autor que no sabe lo que hace ni lo que siente, por culpa de las disfunciones advertidas en sus sentidos. No está seguro de sus apetencias sexuales, divididas entre el sí y el no, por motivaciones ocultas para el lector, puesto que los versos no aclaran nada, sino que reproducen la duda total. La inclusión de una frase explicativa, “es decir”, poco recomendable en un poema lírico en verso, porque lo acerca a la prosa, demuestra que el poeta no temía parecer prosaico, lo mismo que con ese encabalgamiento abrupto del “pero no / la tengo”, que obliga a acelerar el ritmo en la negación. La técnica versal ya estaba plenamente dominada por Juan Ramón, así que no dudaba en permitirse todas las licencias proporcionadas por su afición a las innovaciones. EJEMPLO DE TRIVIALIDAD En un idilio romántico sin título, encontrable en la página 134, explicita la apetencia de la carne femenina, presentándose como un jinete erotizado. Semejante a aquella casada infiel convertida en “potra de nácar” por García Lorca, la mujer queda reducida a un objeto sexual utilitario, para uso y disfrute del poeta. La cita de los cuatro puntos cardinales denota un afán vulgarizador en correlación con la zafiedad de la escena. Aquí no existe el amor definitorio de un idilio, sino la realización de una función sexual simplemente acordada entre dos seres: ¡Dame tu carne! ¡Quiero ir en ella, loco jinete, al norte, al sur, al este y al oeste! Siempre amenaza al poeta el riesgo de la trivialidad, y aunque Juan Ramón supo bordearlo sin caer en él la mayor parte de las ocasiones, algunas veces se diría que buscaba precisamente la tosquedad. Quizá lo hacía para compensar otros momentos de lirismo exaltado. Las dos exclamaciones podrían salir de la boca de un arriero hacia la Maritornes de turno. El lector espera un lenguaje más lírico de Juan Ramón, considerado siempre el poeta de la sensibilidad, y aquí no lo encuentra. Son versos materiales sin atisbo de espiritualidad, y lo que es peor, sin esa gracia lírica imprescindible en un escrito para que pueda ser considerado poético. También el ritmo es deficiente, porque al heptasílabo inicial sigue un verso de nueve sílabas, y después dos versos que unidos forman un endecasílabo. La alternancia de siete, nueve y once sílabas es legítima si se mantiene la acentuación rítmica, pero el segundo verso carga el acento en una quinta sílaba que deshace el tono. En resumen, es un ejemplo de error en el tratamiento de un tema recurrente en Juan Ramón, abordado en otras ocasiones con mayor acierto. EL AMOR COMO TEMA LITERARIO La presencia de la mujer es obligada en los idilios, pero en el caso de Juan Ramón se trata específicamente de la mujer desnuda. Toda una serie de poemas lo desarrolla. Es sabido que entre los propósitos juanramonianos figuró el de reunir en un volumen los poemas dedicados a las que denominaba “Las tres presencias desnudas”, que eran la Obra, la mujer y la muerte. Tres fascinaciones de su imaginación, que fueron recurrentes en su escritura. En Idilios la muerte y la mujer son dos polos de referencia continuada, en tanto la Obra todavía no se plantea como cuestión poética, la de escribir poesía sobre la misma poesía, asunto que alcanzaría a motivar una importante serie de poemas sobre los poemas a partir de Piedra y cielo, comenzado en 1917. Durante esos años de enfermedad, el decadentismo adquirido con las lecturas de escritores afines se acentuó, y la mujer se convirtió en una obsesión mórbida. Durante su estancia en el madrileño Sanatorio del Rosario, al empezar el siglo XX, Juan Ramón se enamoraba de las monjas, uno de los argumentos predilectos del decadentismo, como se ve en algunas páginas de Rubén Darío o de Valle-Inclán, muy alejadas de la arrogancia descrita en Don Juan Tenorio para una situación semejante. Sabemos asimismo que Juan Ramón creía enamorarse de muchachas que ni siquiera conocía, solamente por su nombre. Ilustrativa a este respeto es la aventura sentimental iniciada en 1904 con la limeña Georgina Hübner, con la que decidió casarse sin haberla visto nunca, y que resultó una entelequia fabricada por otros poetas hasta inventar la muerte de la joven idealizada, con lo que se acrecentó la angustia juanramoniana. En poemas de esta primera etapa se citan nombres de mujer que le gustaban por su eufonía, con otros de muchachas moguereñas que le parecían bonitas en su rusticidad aldeana, aunque ellas ni se enterasen del interés infundido en un vecino tan poco estimado. Así era el apasionamiento del poeta, sin base real, construido sobre imaginaciones y ensueños, hasta que en julio de 1913 se encontró con Zenobia. Ese día y por primera vez el amor se personificó concretamente en una mujer de carne y hueso, que es la mejor musa, según contaba Rubén, con más conocimiento del asunto que Juan Ramón. En esos poemas se comprueba la exactitud con la que Blanco-Fombona observó el predominio de la imaginación sobre la realidad, y su consiguiente falta de vigor, en la poesía juanramoniana de ese período, acosada por la fobia a la muerte repentina. DESNUDAS Y MUERTAS Pero a la mujer desnuda entrevista en su fantasía le faltaba un detalle para merecer la atención del poeta, consistente en que debía morir. Es otra señal del decadentismo, la atracción por el cuerpo muerto de la mujer, que Valle-Inclán utilizó con refinamiento. En estos idilios se llega a exposiciones afines a lo que Max Nordau analizó en su libro Dégénerescence, muy citado en su tiempo, en el que tienen cabida por derecho propio. La decadencia se enlaza con la degeneración, para dar a entender la fragilidad de todas las cosas terrenales, incluida la belleza humana. Todo es efímero, así que no merece la pena preocuparse por nada, derivación inevitable de una filosofía de la vida tendente a considerar lo absurdo como absoluto. Un idilio romántico titulado “Rosas”, impreso en la página 145, tiene como objeto principal en el escenario descrito el cuerpo muerto de una mujer desnuda, exhibido en un ataúd rodeado de rosas blancas. La blancura es el color apropiado para los trajes de las novias y sus adornos correspondientes, como el ramo de flores. Lo insólito es que se coloque en un ataúd un cuerpo desnudo, algo increíble en la realidad, a no ser que se trate de alguna perversión sexual. La visión del poeta fue capaz de crear una fantasía sugerente para su estética morbosa: Tus rosas granas, granas, ¡qué tristeza!, me parecieron rosas blancas de la caja --¡olor nauseabundo!— de una desnuda mujer muerta. Los colores rojos suelen utilizarse para simbolizar la pasión, así como el blanco representa la pureza. Esa insólita mujer desnuda encerrada en el ataúd contagió el ambiente tan poco idílico, reseñado en los cinco versos. Las rosas granas pierden su color y su lozanía, se angostan de inmediato en la morbidez del cuadro. Las rosas blancas, por adornar un ataúd, expelen un olor nauseabundo, correspondiente a la posible corrupción de la carne, con lo cual la situación resulta más patológica todavía. Indudablemente aquí se relata una visión interior del poeta, fundada en una desfiguración de la realidad, porque es inverosímil que la funeraria de Moguer colocase en un ataúd un cuerpo desnudo, para escándalo de todo el pueblo, y con razón. Ignoramos el preámbulo conducente a esa escena, aunque sin duda es una desavenencia entre el autor y su amada, probablemente tan fantástica como la situación narrada. Ahí se detuvo Juan Ramón. Otro poeta decadente más animoso se entretendría en hacer el amor con la difunta dentro de su ataúd, mientras las rosas caen al suelo deshojadas. La voluptuosidad de la muerte marcaba el rumbo al destino del poeta, aterrado ante la posibilidad de morir repentinamente, a la vez que deseoso de encontrar un amor capaz de justificar su vida. Pero he aquí que la pasión ha fallecido en esos versos. Sería muy instructivo proyectar este poema al tan conocido de Eternidades, libro compuesto entre 1916 y 17, que va relatando la evolución de su poesía como una mujer que se desnuda. Al encontrarla finalmente “desnuda toda” la hace ser pasión de su vida, el fin deseado. En Idilios la poesía se asemeja a una mujer desnuda, sí, pero muerta, y las flores que adornan su continente fúnebre despiden un olor nauseabundo. Como exposición del decadentismo estético, este idilio tan nada idílico llega hasta un extremo abismal, engrandecido por la ambigüedad expresiva. El “tú” referencial puede simbolizar a la poesía compuesta en ese período, como imagen de la efímera realidad basada en ilusiones: las rosas granas están marchitas. TODO UN CEMENTERIO La culminación de esa experiencia se encuentra en el idilio romántico sin título inserto en la página 155. Sigue siendo protagonista la muerte en figura de mujer, ahora sin mención de desnudez, aunque es cierto que la muerte despoja de todo al cuerpo, aunque lo revistan y enjoyen los parientes o los empleados de la funeraria. Pero aquí lo importante es la imagen de sí mismo creada por Juan Ramón, para exponer al lector su estado de ánimo en ese tiempo dedicado a la escritura del libro: ¿Triste? Sí; soy un cementerio nuevo, que ha estrenado, esta tarde, una mujer que ha muerto. El poeta es un cementerio nuevo, con lo que advierte que acaba de inaugurarse, y lo hace precisamente con una mujer. Se adivina una historia de amor frustrado en esas palabras. La amada ignota ha roto la relación con el poeta, que por eso queda triste, y considera que ella ha muerto para él, y pasa a ser enterrada en su cuerpo, imagen de un cementerio. Por el momento no hay más enterramientos en ese camposanto privado. El carácter determinista del escenario justifica la tristeza del autor. Vivir para la muerte resulta un absurdo existencial. Contra él se rebelaba Juan Ramón, obsesionado con esa idea fija que entristecía su vida y por consecuencia inevitable su escritura. El decadentismo derivaba del convencimiento irreprochable de la seguridad en el morir cierto, inspirador de su pensamiento y de la traslación a la escritura. Sin embargo, se agranda hasta el extremo de presentarse no ya como muerto él mismo, sino como todo un cementerio receptor de cadáveres. Tan importante era el amor en su vida que al faltarle se creía muerto Y no obstante ese amor era literario antes de encontrarse con Zenobia (después continuó siéndolo, pero en otra manifestación). Como literatura se expresaba en verso, y como literatura decadente en verso fúnebre. La muerte de la amada, real o imaginaria, es señal anticipada de la propia muerte del escritor, atemorizado ante su presencia atisbante en cualquier momento para cortar su existencia. Escribir consistía en demostrar que continuaba viviendo. LA TRISTEZA ANDALUZA Por eso la escritura es triste en los libros del retiro moguereño, al estar impresionada por la presencia de la intrusa, como la llamó Maeterlinck en un drama representativo del destino humano. En ese período Juan Ramón no adivinaba cómo solucionar su vida, agobiada por la neurosis, y se dedicaba a escribir como una única terapia posible, según le aconsejó el doctor Simarro. Mediante ese ejercicio cotidiano llegó más adelante al convencimiento de poder derrotar al aniquilamiento físico mediante la realización de la Obra imperecedera. Eso lo descubrió después, y le sirvió de inspiración para Eternidades y los libros posteriores. Mientras permaneció en Moguer la tristeza fue su única compañía íntima, y ella se rastrea en todos los escritos, incluidos estos Idilios. El aislamiento con su falta de comunicabilidad obligada no le permitía pensar en cosa distinta de la muerte, y por derivación acabó por verse él mismo como un cementerio. La imagen obedece a la nosología juanramoniana, y merecería el estudio de un psicoanalista. Los cuatro versos, que en realidad son tres al unir los dos primeros en un endecasílabo, reproducen perfectamente el estado de ánimo de Juan Ramón mientras componía los Idilios, una exposición del decadentismo literario con todas sus inseguridades. Su neurosis le impedía por el momento ver la realidad como una invitación a gozar de la vida. El ejercicio de la escritura no pasaba de ser un pasatiempo, en espera de la muerte que pondría fin a su angustia de estarla esperando constantemente. La tristeza no es una característica de esta etapa. Recordemos que el cuarto libro editado por Juan Ramón en 1903 se tituló Arias tristes, y que Rubén Darío lo analizó en un artículo titulado “La tristeza andaluza”, incorporado a su libro Tierras solares (1904). En su opinión Juan Ramón resultaba ser un poeta “completamente de su tierra”, que era a su modo de ver un “reino del desconsuelo y de la muerte”, en contra de los tópicos habituales basados en la afición al cante, a las corridas de toros y al vino de los andaluces, que aparentemente no se toman la vida nunca en serio. Cuando Juan Ramón se puso el mote de El Andaluz Universal en 1928, en el cuaderno Obra en Marcha, sin duda lo hizo conforme con la definición de Rubén. Lo seguro es que él detestaba el cante, las corridas de toros y el vino. VALORACIÓN DE IDILIOS Así que este libro reconstruido por Rocío Fernández Berrocal según las discordantes instrucciones del autor, es representativo de toda la escritura anterior a Estío, dominada por la neurosis traducida en la fobia a la muerte repentina. Es una muestra del decadentismo literario puesto en marcha por el simbolismo, en una añadidura tardía a su evolución europea. El tono elegíaco dominante no es ajeno a los idilios griegos clásicos. No puede ser valorado como uno de los grandes libros juanramonianos, pero es obra suya, y por lo tanto importante, anticipo de la Obra por llegar. La tarea de la editora ha sido muy laboriosa, dado el confusionismo de los libros dejados inéditos por el poeta, con sus múltiples correcciones de los textos, y las dudas a la hora de situarlos en una colección o en otra. Es preciso armar la estructura de los libros con decisión ante la indecisión del autor. Algunos de estos poemas los encontramos en otros libros, y no se puede discutir su ubicación provisional, puesto que Juan Ramón tuvo su Obra en marcha hasta que la detuvo finalmente en julio de 1954 el agravamiento de la neurosis, prolongado hasta el fin de su vida física. El criterio seguido por Rocío Fernández Berrocal es el mismo que hemos adoptado todos cuantos nos hemos dedicado a publicar libros inéditos del incansable creador moguereño. No se le pueden poner reparos en este sentido. Lo que sí debe advertirse es que se han deslizado errores indudables en las anotaciones. Por ejemplo, Juan Ramón no pudo encontrarse con Berta Singerman “en Argentina en 1932”, como se afirma en la página 64, porque no viajó a ese país hasta 1948. En la relación que aparece en la página 212 sobre la procedencia de los textos se dice que la edición de Poemas y cartas de amor estuvo hecha en Buenos Aires por Sur en 1986, cuando se imprimió en Santander por La Isla de los Ratones. CUESTIONES A DISCUTIR En la página 86 señala el año de 1910 como separador de los estilos juanramonianos, sin justificar el motivo, y no se entiende por qué ha elegido esa fecha, tras la que se sucedieron títulos sin ninguna trascendencia, hasta llegar en 1914 a los Sonetos espirituales, final de una etapa que quiso cerrar precisamente encerrándose en la estrofa más clásica, para abrirse a la exaltación de Estío al año siguiente. Si no resulta prudente discutir con la editora sobre la organización del libro, habida cuenta de las caóticas indicaciones del autor, sí es posible cuestionarle una afirmación que se encuentra en la página 46: “JRJ regresa a Madrid en diciembre de 1912. En Moguer vestía de blanco, pero regresó a la capital de negro y con barba.” La verdad es que ya se había ido a su pueblo vestido de negro y con barba, según él mismo relató en el capítulo séptimo de Platero y yo, al confesar que “vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero”. Un defecto que sería aconsejable corrigiese la editora en sus esperables siguientes publicaciones, es que nunca señala la situación de las citas que intercala en su estudio, tanto de Juan Ramón como de sus críticos, lo que dificulta la búsqueda en el caso de querer hacerla para comprobar algo. Eso es poner trabas a quienes desean localizar un texto, algo que no va a preocupar a los lectores que simplemente desean conocer los poemas, pero que tiene importancia para los estudiosos del poeta. No hay libro sin erratas ni errores, y esta edición no resulta excepcional. Sin embargo, lo resaltable es que Rocío Fernández Berrocal se ha metido con éxito dentro del espíritu juanramoniano, para organizar el caos de sus manuscritos y conseguir una versión coherente, dentro de la provisionalidad obligada en las ediciones de Juan Ramón, puesto que él mismo cambiaba de opinión sobre los textos mientras tuvo la Obra en marcha. Buen trabajo, que a ella ha debido resultarle muy gustoso, por emplear un lema del poeta: lo gustoso no tiene por qué ser sencillo, y recopilar estos textos no ha podido serlo, pero sin duda trabajar en Juan Ramón proporciona un gusto estético impagable.

 


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