SOMBRAS EN EL CAMINO, LIBRO DE RELATOS DE VENANCIO IGLESIAS                                                                                           

Nueve relatos componen estas "Sombras en el camino", título también del último de ellos. Desarrollan un crescendo narrativo por el que su autor - Venancio Iglesias, vecino de León y las Asturias - parece querer dejarnos ante la Puerta de la Gloria -algo así como en la antesala simbólica del Número Diez divino-, para que, desde allí, podamos tornar los ojos con la vista recobrada -es decir, con esa guía de luz entrevista- a la dureza del camino y a su aventura no acabada. Porque el libro describe un viaje de ida y de vuelta, un especie de eterno retorno que llega en la vida de cada uno de nosotros, como en la de los personajes de la narración: al cerrar el libro, lector, volverás solo a encontrarte en él, en su inicio. El libro tiene el curioso destino de todo lo que trata de encerrar el agua profunda, el misterio último del vínculo de lo sagrado y lo profano, lo que la sabiduría denominó el camino: convertirse, de símbolo o guía del asunto que trata, en realidad o manifestación vera de lo que pretende traer a la vista; la cual manifestación nos importa custodiar, repensar, imitar o contestar, es decir, contextualizar con la propia búsqueda de cada uno.        El libro es, por una parte, una guía moderna de peregrinos -hoy en que tan de actualidad estuvo aquella, la primera guía a Santiago, el famoso Códice calixtino, que pasará, gracias a la narrativa mediática, por ser "el códice robado", y del que los gallegos, con su humor de gallegos, dicen que tras su robo está la mano del mismo apóstol (denunciando desidias e intrigas de su infiel custodia). Esta otra guía de peregrinos-lectores no la pueden robar. Peregrino es todo aquel que siente el mal del mundo dentro de sí, y es consciente de ello - añadiremos: para su bien. Aunque esa apostilla remite de lleno a la pregunta que el autor deja abierta a la perplejidad, en las páginas del libro.              Estas nueve historias son, por otra parte, un tratado de compasión, en el mejor sentido de la palabra (ejemplar es el relato "Amor en la calle Ordoño"), de solidaridad y de reconciliación de las heridas íntimas y entre hermanos (una de las historias más hermosas y tristes, "El agua sombría", se enmarca en nuestra guerra civil); componen una guía de perplejos ("Uno es lo que es, y al lo que parece", repite Crisanto), un mismo y diverso romance de ciego novelado (pliegos de cordel para leer en las noches del Camino), donde el mismo aviso de cautela recitan todos los protagonistas simbólicos de las narraciones, tanto los "negativos" (la ceguera, el mal, la peste, la muerte y la perplejidad) como los "positivos" (la salud, el milagro devoto que sana de la ceguera, y el amor, el amor, sobre todo, que nos obliga a usar la vista e ir por la vida con los ojos abiertos); en consecuencia la relatividad es común lección de todos, aunque de ese coro de apuntadores quede, al actor principal -a cada uno de nosotros- elegir, tras escuchar el Silencio final, la voz del amor como la más digna de confianza. Eso, al menos, es lo que sacan en claro casi siempre los protagonistas humanos del relato, quienes antes han debido escuchar aquella lección. Por último, el libro invita a la celebración del "carpe diem" y glorifica el don del canto: el regalo del Arcipreste de Hita a los ciegos mendicantes - de un pliego de canciones para que aquellos se ganen la vida con más dignidad que pidiendo limosna -, apuesta por las alegrías de la vida, que nos dan graciosamente una pizca de dignidad; que no la exhibición de tanta laceria. De este modo, el autor reivindica el placer de la literatura al lado de los plazeres del cuerpo y la salud del ánimo.             Se topará el lector sensible con otros personajes- símbolo en esta narrativa: el silencio (de la noche, de la tumba, de la perplejidad y también de la inminencia de la luz); el río (del tiempo que fluye, y del eterno retorno), la ciudad (León, la ciudad que siempre acompaña al relato), y la catedral (Santa María de León, centro histórico del viejo Camino, "corpus lingüístico" que acerca la piedra hacia los cielos): metáforas que apuntan al tránsito del Camino y, pues el libro trata de dicho tránsito, tienen más protagonismo, como referencias, que la ciudad y la catedral de llegada: la Compostela del Apóstol); y los pájaros (en gradación de simpatía, gorriones, urracas, cuervos), la madre, el color azul y el recuerdo del calor azul de sus labios, que desafía la última amenaza de la muerte presente en ese color por el que se preguntan algunos de los personajes ciegos.          Apreciará el lector curioso la maestría en la estructura del libro: su doble escala, la primera compuesta de cuatro relatos; de cinco, la segunda, aunque el quinto y último relato es síntesis o quintaesencia de toda la trayectoria narrativa. Constatará el visitante sapiente la sencillez en la complejidad: la variedad de actantes -como los arriba señalados, símbolos cuyo papel en el desarrollo de la narración se complica hasta volverse ambiguo y resaltar la perplejidad en los personajes y en el lector-; el juego polifónico de timbres de los variables sujetos narradores, la alternancia de voces, en primera y tercera persona, y las analogías de tiempos en que se instala la narración (con catástrofes o rupturas dentro de cada uno) y que remiten todos, con sutil urdimbre, a un tiempo anterior a la perplejidad y a otro posterior. Uno anterior en que se distinguen bien las analogías y diferencias entre las cosas (da igual que sea el Medievo o el tiempo de la guerra civil, de bandos bien separados) y un tiempo de perplejidad que sucede tras la "destrucción" de esa apariencia estable.                Pero, al final, ¿qué quiere encontrar en el libro el lector humano? Por mor de brevedad -como antaño se retorizaba- pasaré a decir algo sobre el último y capital relato; te diré lo que yo he visto."Sombras en el camino" se inicia con un tiempo de total amenaza; desde Muxía (allá en el extremo de Coruña, donde a pedra de abalar de la Virgen de la Barca) hasta el noreste pirenaico, por todo el camino hay signos de destrucción que evocan en la imaginación aterrada los "novísimos" predecesores del Apocalipsis."La gente huye despesesperada cuando ve a un peregrino, con el mal a cuestas". Tocar o ver a un peregrino es contraer el temor. El misterio del Camino es, ante todo, el ser un camino solitario, y tener el valor de afrontar la perplejidad que causa estar en él tanto como alcanzar su meta. Pues el deseo con el que parte de su lugar cada peregrino -perplejo, ciego- es el de recobrar la vista y de volver de nuevo "aquí", a su lugar y vida propia. Salud y salvación del mal, tras encontrar una guía de luz; vita nuova y reencarnación. El camino simboliza la búsqueda de salud para volver al mundo verdadero, éste, donde Dios o el destino nos quiere; el simbolismo del Camino, de la unión del agua y la piedra, alude a la verdadera inmortalidad del alma, que no es la inmortalidad pagana, en otro mundo del más allá, de espíritus puros sin cuerpo; pero tampoco es, estrictamente, la católica; ¡vaya con el señor Santiago esotérico, y un pelín herético! En cualquier caso, el personaje -creemos- con el que se puede identificar más el lector de esta historia no es con Daniel, a quien le basta con sentir intelectualmente la perfección de los cielos, sino con Ferrand, el ciego enamorado, el único ciego que recobra la vista -un poco cómicamente al tropezar con el altar de piedra de la iglesia-catedral de Santiago, llevado por el ansia de volver pronto a ver a su amada Hermelinda con ojos reales. Porque el amor quiere que sintamos con otros ojos, que nos metamos en ellos y sintamos a través de ellos, y quiere el contacto más adentro en la espesura: encontrar, en fin, la vida, el cuerpo, la trama de la persona o las personas que hay detrás de la belleza de la analogía. Al amor humano no le basta con escuchar platónicamente la música con los ojos, ni le es suficiente practicar los sentidos intelectuales, como es propio de Daniel, quien siempre se parecerá al profeta del Pórtico de la Gloria del maestro Mateo, pero a quien Dios no ha llamado a su seno.¿Es blasfemo pensar que Dios quiere que le amemos con el mismo amor carnal que ponemos en nuestros amores? El "triunfo del amor" de Ferrand- Hermelinda ¿nos compensará de tanta melancolía? La clave que da el autor, para responder a esto, se encuentra en que la llegada a Santiago y la entrada en la catedral supone, para Ferrand, recuperar la vista, pero "desde ahora tendrá que buscar con la mirada las referencias necesarias para encontrarse en el mundo. Mañana, al amanecer, emprenderá el camino de vuelta buscando en cada brillo de las gotas de rocío los ojos grandes de doña Hermelinda".

Fulgencio Martínez López


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