Zamir Bechara. Naranjo amargo.

Ediciones Carena. Barcelona, enero de 2012.

Naranjo amargo, último libro de poemas de Zamir Bechara, acaba de ser publicado, muy dignamente, por Ediciones Carena. Se trata de un libro, ambicioso y nada menor, que se lee con fruición, emoción y entusiasmo por sus altas cualidades poéticas y por la intensidad y cercanía que se percibe en sus poemas. En esta exposición voy a hablar de los aspectos que más me han impactado en mi lectura y, para ordenar un poco mi comentario, trazaré, primero, una breve clasificación de este libro; comentaré, después, los temas y sentimientos que más sobresalen; procederé, a continuación, a analizar la expresión lingüística y la métrica; tras esto, enumeraré algunas de sus referencias literarias, y, finalmente, añadiré una valoración general y unas conclusiones.

Intentando clasificar esta obra, creo que se puede hablar como de una elegía, una elegía global. Sus 97 piezas o poemas, a pesar de su variedad de tono, tema, lengua y métrica, presentan una unidad orgánica que procede, junto con una misma voz del yo poético, de la voluntad de comunicar el paso desde un segundo paraíso (el primero, perdido ya antes, había sido el de la infancia feliz), paraíso de un amor correspondido, pleno, abierto al futuro e intenso a pesar de la rutina y la cotidianidad, y con frutos hermosos como son los hijos, a un infierno, físico y psicológico, el de la enfermedad imprevista y mortal de la persona amada —y enamorada—, infierno compartido en esa fase de lucha con la enfermedad, el dolor y la muerte, y solitario, después, desde que el rigor mortis va tornando oscura la pálida cara del ser querido, cuando el dolor por la pérdida campa a sus anchas, cuando, como dice el poeta, “porque convivo con el dolor / sólo puedo escribir lo que dicta desde el infierno” (85), cuando la pérdida de su mujer le hace preguntar: “¿Adónde ha ido a parar todo el amor que nos tenías?” (78). Asimismo, el libro se puede ver como un largo Via crucis, en que el escritor va pasando, con su cruz a cuestas, las distintas estaciones hasta culminar, primero, en el punto climático de la muerte de su esposa y, después, en el período anticlimático, de seguir con trámites de cremaciones y convencionalismos, así como con el debido proceso de dolorido sentir, de perplejidad, desesperación y de resignación apenas esbozada. Además, como obra literaria en una tradición literaria, el poemario puede considerarse otro remedo de un viaje, esta vez interior, el de una bajada a los infiernos de la noche del alma, de resonancias clásicas y dantescas. Finalmente, por su concepción unitaria y extensa, puede captarse una composición de musical sinfonía, con varios movimientos, de contenido distinto, en que se oiría, primero, un movimiento allegro, variado —infancia, encuentros amorosos, amor que va madurando, felicidad, loci amoeni y grata Naturaleza, los siete poemas centrados en los hijos, gusto de lo cotidiano, toques de humor, refugios afectivos—; luego, un movimiento lento, trágico, intenso, duro, iniciado en el poema 36 con el diagnóstico de la enfermedad, continuado con todas las variaciones del dolor y la desesperación, las búsquedas de razón y sentido, la constatación de la sinrazón, el poderío del azar sobre nuestra suerte, y culminado en el poema 70, con la representación de la muerte de la mujer amada; finalmente, puede percibirse otro movimiento, de ritmo rápido, compases cortos —intensos o ligeros—, con las consecuencias en forma de desorientación, ensimismamiento, soledad, memoria y recuerdo del recuerdo, motivo del “Ubi sunt?”, resistencia y añoranza de su otra mitad. No por casualidad, el primer poema prefigura el trazado general anímico del poeta en el libro: encumbramiento hasta las nubes, arrastre por el suelo y finalización en el hoyo oscuro sin respuestas…

Un mundo interior complejo, vital, rico, encendido, una forma de vivirse intensamente, al mismo tiempo, aparecen en el poemario. Reviven en él una gran variedad de temas, de reflexiones, de sentimientos, de emociones y de sensaciones, enmarcados unos y otras en la cotidianidad y también en la literaturiedad y la metafísica. Dada su amplia variedad de matices, no se desglosará ahora tanta riqueza. De todos modos, sí se puede afirmar que no resulta difícil captar que, en su mayoría, temas y sentimientos se agrupan en dos grandes polos y campos semánticos antinómicos y polimorfos, el del amor y el del dolor, o, como dice el autor, el de la miel y el de la sal. Cabe señalar, no obstante, que estos dos polos no se excluyen necesariamente y a veces se nos presentan como nacidos del otro o como lo que da sentido más completo al otro. El amor, del que con ecos claros de Erich Fromm, primero, y Descartes, después, se dice: “Te quiero, es decir, te necesito. Luego existo” (14), está cargado de connotaciones positivas —paraíso, felicidad, gozo, disfrute sensual y sentimental, pasión, erotismo, dulzura, variedad de amor (de pareja y conyugal, paterno y materno-filial), intimidad, confianza, ternura, afianzamiento del yo, sentido de la existencia, Naturaleza, vida…. En cambio, su enemigo, el dolor —el libro es, sobre todo, la lucha del dolor contra el amor, de lo amargo contra el naranjo (lucha simbolizada ya en esa especie de oxímoron del breve y sonoro título, Naranjo amargo)— presenta una paleta de colores temáticos y sentimentales especialmente amplia —melancolía y nostalgia, soledad y saudade, depresión y angustia, memoria y amargura, insomnio y pesadillas, sinrazón del mal y fugacidad de la existencia, impotencia e indagación de causas, estertores agónicos y aplastamiento cósmico del individuo, enfermedad y muerte, y, detrás de todo, la constatación de la imposibilidad de los deseos. El poeta vive, y capta, además, que debe apurar esa inmensa carga de dolor por sí solo, sin que tengan eficacia consolatoria ni el tiempo ni los amigos, ni siquiera, dice, la poesía. No obstante, la vida tiende a buscar la vida y aquello que la favorece, y por tanto, la recreación de ciertos momentos muy gratos de su vivir y las estampas delicadas y amorosas dedicadas a sus hijos, Ana y Alberto, al ser recogidas en un volumen en el período posterior a la desgracia principal, no dejan de insuflar en su alma unas gotas de esperanza de un posible rehacerse en lo personal. De hecho, entre el desasosiego y el abatimiento, se intuye a ratos la confianza de una resurrección. Además, en la obra queda patente la capacidad de resiliencia del yo poético, de aguantar los fieros embates y de superar las circunstancias, quizá porque la escritura le produzca, entre otros, aunque lo niegue en el texto, un efecto de liberación, de exorcización, sobre sus males personales y familiares.

En el plano de la expresión literaria, el libro ilustra, como pocos, los dos universales de la poesía de todos los tiempos y de todos los países o lenguas: la metáfora y el ritmo. Sus metáforas, junto con las comparaciones, constituyen en gran parte el tejido del texto, sin limitarse a preciosos bordados esporádicos. A veces se hacen notar, a veces se camuflan en la coloquialidad de lo cotidiano; unas veces parten de la tradición literaria, otras veces son aportaciones nuevas, correspondencias baudelarianas entre las cosas y las ideas que establece el propio Zamir. Se trata, pues, de metáforas constantes e imágenes abundantes: de la miel y la sal, de malecones y arrecifes, del naranjo —el citrus aurantium (amargo) y no el citrus sinensis (dulce)— y sus flores, olores y sabores, de animales agresivos, voraces y carnívoros, como la hiena, la rata o el buitre, de ojos que son golondrinas errantes, de la vida que es un parpadeo o un apagón inopinado, de un aliento que es cálida brisa de serafines, de la caverna fría del abismo y el frío yermo del silencio que hay fuera del amor, de la pelota de golf y la indeterminación, de la naranja zajarí y lo agridulce de la existencia; como una ladrona con sigilo, la muerte; como la visita de un antiguo amigo, el dolor…

En el vocabulario hay una preferencia por ciertas palabras como ‘dolor’, presente en al menos un tercio de los poemas, o ‘abismo’, ‘infierno’, ‘muerte’, ‘lágrimas’, ‘azar’, ‘amor’ y ‘naranjo’ y su entorno: ‘azahar’, ‘neroli’, ‘zajarí’, vocablos todos preñados de connotaciones y sugerencias; preferencia por determinados americanismos; preferencias por los nombres de aves; preferencia por una amplia gama cromática en la adjetivación y, no solo por los colores, sino también por los olores, los sabores, los sonidos y lo táctil, es decir, lo sensorial, especialmente con las diversas flores, y preferencia, sobre todo, por vocablos que designan ámbitos del cuerpo —más de cincuenta, diferentes—, lo que hace suponer que, sin renunciar a la espiritualidad, predomina en el poeta una concepción filosóficamente materialista de lo existente.

El ritmo lo dan diversos recursos expresivos, sintácticos y métricos. Efectos rítmicos muy marcados, además de intensificadores del sentido, los producen los numerosos usos de anáfora, enumeración y paralelismo sintáctico, las series de interrogaciones retóricas —que varias veces conforman todo el poema—, y la inclusión de suave hipérbaton y encabalgamiento. Las oraciones tienden a la extensión y composición, apropiadas para expresar la complejidad de ideas y sentimientos, pero se combinan con otras simples, entrecortadas, propios para otros momentos y para conseguir un efecto de variedad y contraste.

Métricamente, impera el verso libre y el versículo, con líneas trazadas desde el propio ritmo interior del poeta al abordar cada poema concreto, con libertad y soltura métrica. Los versos pueden ser muy cortos —bisílabos y con una sola palabra, como “solo” o “ciego”—, o muy largos y polisilábicos, como “Si no te hubiera conocido nunca, te reconocería” o “Las horas que me acercaban a ti, detrás de la puerta redentora”. Con más frecuencia los poemas tienden a ser o bien de versos de arte menor o bien de versos de arte mayor, pero no escasas veces se combinan. Se ha optado, pues, por la tradición métrica moderna mucho más que por la clásica, aunque el peso de los versos tradicionales se dejen sentir en multitud de líneas. Además, el ritmo de los versos queda también enfatizado por las frecuentes bimembraciones, trimembraciones y cesuras marcadas. Resulta evidente, así, que un afinado oído musical está tras estas composiciones poéticas.

Las referencias literarias, además de las culturales, aparecen a cada paso y lo hacen de tres maneras: como exergos o citas literales de determinados autores a principio del libro o de ciertos poemas; como parte de los poemas, que citan explícitamente leyendas, motivos, personajes y autores literarios, y como alusiones o préstamos más o menos literales de diversos escritores no nombrados. Unas y otras implican una clara conexión de gustos y sentires entre Zamir Bechara y esas obras y autores, cuyos ecos y connotaciones refuerzan el mensaje de nuestro autor, que así transciende tiempos y fronteras. En los exergos, además de a sí mismo, cita a Pessoa por recordar la angustia y la resignación, así como el temor a la muerte; a Bousoño, por la pena; a Marina Tsvatáieva, por el recuerdo; a Edmundo de Ory, por el cerebro oscuro cuando encendido; a José Antonio Muñoz, por la espera, que no esperanza; a Pemán, por la muerte que es solo de uno mismo; a Teixeira de Pascoaes, por la combinación de noche y claridad; a Kipling, por la exhortación a no claudicar en las dificultades; a Rosalía de Castro, por el no fin de lo eterno; al japonés Matsuo Bashô, por el camino no recorrido; a M. Yourcenar, por la no felicidad sin desesperación, etc. Autores citados son Ángel González, García Márquez, y, sobre todo, multitud de obras de amor, mitos griegos y amerindios, grandes poetas y narradores universales y la cuentística infantil y juvenil de todos los tiempos. Autores que se dejan recordar son, por ejemplo, César Vallejo, Miguel Hernández, Antonio Machado, Pedro Salinas, Lorca, Zorrilla o Quevedo. Toda esta riqueza de referencias, así como la sintaxis dominante o la combinación de ámbitos geográficos europeos y americanos, confieren a esta obra un aire barroco —estilo, en su modalidad americana, bien estudiado por nuestro poeta—, barroco a la manera de Alejo Carpentier.

Numerosos poemas emparentan con las grandes preguntas y respuestas del existencialismo de mediados del siglo anterior —el silencio de Dios, el sinsentido del mal, la soledad del hombre, el porqué de la muerte del inocente y, allá en el fondo, la Geworfenheit heideggeriana, esto es, el estar arrojado al mundo—, probablemente por lo mucho que tienen de permanentes en la condición humana. Relacionado con ello, cabe destacar la postura estoica que transmite el poeta. Se trata de un estoicismo entendido no solo como aguante ante los vaivenes y avatares de la existencia y hacerlo, horacianamente, “ut melius, quidquid erit, pati”, sino constatando, como Epicuro, que los dioses no se preocupan de los seres humanos, motivo también señalado por Lucano en su Farsalia (“mortalia nulli /sunt curata deo”) y, con alguna reserva, expresado por el bíblico Libro de Job, pues, como escribe Bechara, “Dónde estará ese Dios / que dicen que escucha / también a los perplejos como yo, / que se han extraviado de sí?” (78), y “Siempre estamos solos / inquiriendo respuestas / a un cielo / sordo, / ciego / y vacío” (62).

No toca resaltar ahora poemas concretos y, además, considero que destaca el altísimo valor de conjunto del poemario. No obstante, puedo asegurar que han sido no pocos los poemas que he percibido como redondos, perfectos, en su contenido, en su expresión, en su ordenación, y que he vuelto a leer por puro placer intelectual, estético y literario y también por pura ‘sim-patía’ o ‘com-pasión’, es decir, por sentimiento compartido, con lo allí expresado.

Zamir Bechara ha leído muchísimo de muchos géneros y muchas literaturas, ha asimilado mucho de lo que ha leído, ha creado literatura en varios géneros, ha estudiado críticamente la literatura de diversas épocas, lenguas y países y todo ello impregna este hermoso, nostálgico y elegíaco Naranjo amargo, en el que, a manera de abeja o gusano de la seda, partiendo de todo aquello y de sus propias vivencias, ha creado, con voz propia, con oficio de escritor, un producto propio, bello y valioso, que, en evidente afán comunicativo, brinda a los demás. Además de comunicación, como quiere V. Aleixandre, la poesía en este libro es también indagación, vía de conocimiento y de autoconocimiento, por lo que plantea muchas preguntas, no solo retóricas, que a veces ya encierran respuestas. Súmese a lo anterior que, de forma oportuna, van apareciendo en el volumen , y lo enriquecen, distintos dibujos de la propia Montserrat Bordes, no sólo esposa y madre, filósofa y pedagoga, sino también artista perspicaz y de trazo seguro y fino, para transmitir lo hondo de las personas en sus situaciones. Pues bien, a ella, a Montse, a la que dirige la dedicatoria del libro, “por ser la más completa forma de amor que he compartido”, Zamir Bechara le ha erigido, a manera de Horacio, un grandioso y emotivo monumento, el de su canto elegíaco, que, confío, será también más perenne que el bronce.

Isidro Cabello Hernandorena

15 de marzo de 2012

 


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