Memoria y creación literaria

«Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto, sino de cómo lo he visto.» Anton Chejov

 

«No hay un ápice de ficción, sin embargo, “la memoria es algo bastante resbaloso que distorsiona con facilidad” la realidad», dice Auster en una entrevista hecha por Vicente Molina Foix con motivo de la publicación de Diario de invierno, su libro de memorias. Al parecer, el vínculo entre memoria y creación literaria se toma por una cuestión sencilla. En libros de tinte autobiográfico, el peso de lo ficcional (lo inventado) se reduce, en teoría, a cero: consiste en apelar a la memoria para rescatar recuerdos y transmutarlos en un relato fidedigno que dé cuenta de nuestras experiencias vividas. En cambio, en un texto ficcional (no real), la memoria es únicamente la fuente primigenia, el punto de partida para que la creatividad se despliegue. Un cuento, una novela pueden tomar episodios de la realidad (tanto de la vida del narrador como de la vida de un otro) y usarlos como germen, como disparador, y recrearlo, transformarlo hasta límites insospechados (hasta donde la imaginación y los lectores se lo permitan). La escritura constituye una triple experiencia, decía Cortázar: la triple experiencia de leer, de escribir y de vivir. La experiencia de vivir, agrego, la propia vida (experiencias personales) y conocer la de los demás (la historia que nos cuenta un otro sobre sí mismo, la historia que nos cuenta otro sobre un otro que conoce o la historia que nos cuenta otro sobre un otro que no conoce, pero que ha conocido por un otro que se lo contó y que gracias a él conocemos) es, sin duda, una de las fuentes primarias de toda literatura.¿Pero qué sucede cuando un escritor (de ficciones) presenta un texto autobiográfico? Implícitamente, nosotros sus lectores ajustamos el switch mental, suspendemos las reglas que gobiernan la lectura de un texto ficcional y nos preparamos para leer hechos reales, para conocer pasajes verídicos de su propia vida, evocaciones convertidas en la narración de hechos que indefectiblemente (le) sucedieron en la realidad real y que, además, tienen el valor especial de ser contados desde un yo, que es el mismo protagonista (¿quién si no él para conocer su propia vida y contárnosla de modo fidedigno?).¿Es esta una certeza inamovible? Generalmente, el arte intuye verdades que la ciencia se encarga de comprobar en el futuro. Jorge Volpi en Leer la mente (un libro de divulgación científica que, valido de los descubrimientos hechos por ciencias cognitivas, explica qué sucede en la mente del lector y del creador frente a una ficción) anota, valiéndose de una metáfora cuántica, que el observador siempre modifica lo observado. Tomando esta premisa podríamos decir algo similar para la narración (sea autobiográfica o ficcional): el experimentante siempre modifica lo vivido y, por ende, lo narrado. De alguna manera, nuestro relato está condenado sin remedio al recuerdo que tenemos de él. El mismo proceso de aprehensión del mundo, y de todo lo que en él existe, es una construcción de nuestra mente, incluidas la idea del yo (la imagen que tenemos de nosotros mismos) y la idea de los otros (el amor quizá sea el ejemplo más elocuente: muchas veces nos enamoramos no de la persona, sino de la idea que tenemos de ella, que hemos construido sobre la base de nuestras expectativas, estereotipos, preferencias, anhelos, frustraciones, ilusiones, aficiones, experiencias pasadas, etc.). A pesar de que nos jactemos de nuestra fotográfica (o fílmica) memoria, la narración siempre estará filtrada por nuestras emociones, esquemas socioculturales, prejuicios, sentimientos y el sinfín de nuestras experiencias previas. Y la transformación es doble: primero, al procesar la experiencia externa y almacenarla en mi memoria y, en segunda instancia, al convertirla en relato, es decir, al transformarla en lenguaje. El proceso de construcción de nuestra realidad, concluye Volpi, es un proceso similar al proceso de estructuración de una ficción y de sus personajes: hablo en primera persona como si estuviera hablando de mí, cuento en tercera persona como si estuviera narrando lo que le sucedió a un amigo. Un diario o libro de memorias es, entonces, en cierta medida, un producto literario, ficcional; aunque en buena cuenta trate de ceñirse a un conjunto de hechos más o menos verificables (generalmente no episódicos, sino relativos a fechas y lugares, que son verdades fácticas, verdades de hecho —y aún así debemos desconfiar: la memoria nos juega trucos insospechados).¿Sucede exactamente lo mismo con la ficción? La respuesta es, a todas luces, negativa. Mario Vargas Llosa, en Cartas a un novelista, escribe esta ya célebre sentencia: «La ficción es una mentira que encubre una profunda verdad; ella es la vida que no fue, la que los hombres y mujeres de una época dada quisieron tener y no tuvieron y, por eso, debieron inventarla.» A propósito de la noción de mentira, remontémonos ahora al origen de la ficción. Según Volpi, la ficción nace no cuando el primer ser humano miente (no cazó al mastodonte, pero dice haberlo hecho), sino cuando los demás descubren la mentira y, sin embargo, prefieren ignorar el hecho (escuchan esa hiperbólica epopeya, saben que no sucedió, pero se dejan seducir por el relato). Si se analiza el asunto con detenimiento, veremos que no estamos ante una mentira cualquiera. La literatura (y, en general, la ficción) no apela a mentiras en el sentido estricto, es decir, a afirmaciones o manifestaciones falsas sobre un hecho. Más precisa parece ser la definición de Juan José Saer sobre la naturaleza de las mentiras literarias: si bien la verdad es contraria a la mentira, es cierto también que la ficción no es contraria a la verdad. Y esto tiene un fuerte asidero si consideramos que el mecanismo básico de la ficción consiste en simular la realidad (no negarla) y, más que limitarse a la sola mímesis, enriquecerla, darle un valor agregado (no contradecirla per se): mostrar la visión del artista y expresarla a través del lenguaje y de su estilo. No en vano Flaubert apuntaba en sus cartas.«Me parece que hay cosas que solo siento yo, que otros no han dicho y que yo puedo decir». Lo mismo se cumple para cualquier texto literario, sea este realista o fantástico: en el centro de la más delirante historia podemos reconocer el núcleo incandescente de lo humano, su más profunda raíz, y proyectarnos (amor, odio, desazón, mentira, triunfo, miedo, valor, derrota, incertidumbre, certeza). El poder de la literatura, dice Bryan Boyd en On the Origin of Stories, descansa en algo muy sencillo: contiene información socialmente relevante. El único requisito cognitivo que se requiere es que entre el escritor y el lector se mantenga un pacto: el lector aceptará las mentiras si el narrador mantiene la expectativa, si me cuenta la historia de manera tal que no pueda abandonar su lectura, si me toma y no me suelta, me hace crecer el corazón, me emociona, me exalta. Este juego (pacto), al que muchos han atribuido orígenes divinos y mágicos, tiene, no obstante, fundamento científico (con el perdón de los románticos —me incluyo): el principio de cooperación (el cual también es la base de la comunicación humana). Ambos, autor y lector, cooperamos para que nuestro ritual literario funcione: yo narrador hago verosímil, veraz, persuasiva y vívida mi historia, y tú lector cooperas para deshilar la madeja, darle vida y hasta completarla en tu mente gracias al bagaje (experiencial y literario) que posees almacenado en el neocórtex: patrones de secuencias de eventos, patrones autoasociativos, patrones invariantes, entre otros. Gracias a ellos, el lector puede identificarse con la realidad que está decodificando y literalmente sentirse en la historia (aunque existen mecanismos conscientes para saber cuándo estamos frente a una ficción y cuándo no; eso sea quizá lo maravilloso del embrujo). Como hemos visto, la ficcionalidad no es únicamente un rasgo de los textos ficcionales. Toda nuestra aprehensión del mundo se basa, de una u otra forma, en una construcción mental del mundo externo (con dosis de homogeneidad, sin duda; si no, el mundo sería un caos). Tanto una autobiografía como un cuento o una novela (o, si queremos irnos al extremo de lo cotidiano, el relato del accidente de tránsito que vi hoy por las noticias), si bien se distinguen en el grado de subjetividad e invención que intervienen en su elaboración, constituyen productos literarios: la intervención de lo subjetivo es inminente. Y no solo porque la subjetividad gobierne al ser humano y sus actos, sino porque quizá el hombre, a fin de cuentas es, como lo definió Sábato, no razón pura, como creyó el pensamiento ilustrado y como cree la ciencia (cierta ciencia), sino, y sobre todo, sinrazón. El hombre es sueño, pasiones y sentimientos. Es mito, es símbolo.¿No será acaso que en el fondo de todo ser humano yace un creador? Yo, a riesgo de ser considerado un iluso, me aventuro por una ingenua, pero genuina afirmación.

Javier Alejandro Arnao Pastor

 


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