ANDRÉS MORALES-ESCENAS DEL DERRUMBE DE OCCIDENTE
Angela Gentile
La línea de una dedicatoria siguió latiendo en mi memoria: “estas escenas terribles que ella entenderá”. Confieso que leí el libro desde la dedicatoria: “A Dunja, en su lejano vuelo” y luego los poemas; para finalmente degustar el prólogo perfecto de Jaime Siles, quien deslumbra con su erudito análisis en cada línea. Entonces mi recorrido lector fue pausado y decidí tomar los versos finales con libertad absoluta: No hay amor que se resista continuando el duelo de las noches sin huida. Me pregunté: —¿Por qué los finales? Simplemente porque allí encontré la carga del silencio entre las noches sin escape y la prolongación metafórica del tiempo. Y así fui construyendo mi Occidente, el que el poeta me había legado como lectora. La introspección de Andrés, a menudo, intensificaba las emociones como en el verso citado y “sin huida”, “sin escape” llegué hasta nuestra Ítaca. Por supuesto, en un lamento por la inevitabilidad de que el sufrimiento prolongado pudiera “derrumbar” los vínculos. Así, Andrés asumía las vestes del vate que emprendió el viaje: "La luz no ha existido ni hoy existe: Un hechizo es aquello que miramos”. Este gran recolector de subjetividades y percepciones plantea una realidad que quizá solamente la luz de nuestro cerebro perciba o que se pronuncie como una construcción de nuestro sentir; por ello recurre a palabras como “hechizo” para vincular lo profundo y lo inexplicable y llevarnos a terrenos filosóficos donde juegan la existencia y la percepción, abriendo el sendero hacia quizá una metáfora sobre el arte y la belleza que nos permita la magia del asombro. En otros versos finales susurra: “Todo lo que fue y que no acaba, / el sueño que no ha de terminar, / el aire de la playa de mi infancia, el aire que regresa, el aire, el aire”. Las imágenes sensoriales y el aire tan intangible como la historia nos envuelven en la circularidad de la repetición, provocando un eterno retorno, todo entrelazado en la memoria. Ese su cansancio existencial también nos abruma: “Queremos morirnos de una vez / y así encontrarnos todos en la fiesta: / porque fiesta habrá de ser seguramente, / fiesta acalorada del demonio. La palabra “fiesta” es un casi oxímoron de la palabra “muerte”, asociada esta última al luto que se desmorona frente a la celebración tribal en el más allá con la “fiesta del demonio”, una transgresión que lleva implícita la aceptación del destino. Sin pausa el poeta declara: “El escenario este prodigio repetido, / este lento ser de nuevo para nunca”. Esta transitoriedad, junto a la condena del no existir, conlleva belleza terrible y melancólica. A la que sumaría los siguientes versos: “No puede haber más iras ni condenas: / Regresan poderosos a este barro. La lucha inicial y el agón de su reflexión sobre el perdón dejan caer la cesación de la ira y el “regreso” de entidades que cada lector podrá completar: espíritus o entidades. Su hablante poético lo acerca con el pronombre “este” para que, más preciso, el encuentro sea con el barro concreto o figurado. Andrés Morales no cesa en el lenguaje para asegurarse el ritmo de “Escenas del derrumbe de Occidente”; y nos involucra en un “nosotros” para incorporarnos y asistir a la atmósfera de opresión. “Otros al destierro, al pan, la lluvia, / nosotros al desgarro, / a la tortura / del húmedo en agraz sometimiento. Sabiamente, usa los adjetivos como “húmedo” para demostrar la incomodidad y lo deplorable que se concreta en la palabra “agraz”. Sentimos así lo áspero, lo inacabado, hasta que encontramos con “Todo eso sin descanso, sin dulzor”. El derrumbe encapsula la visión de la muerte sin duda: "Escrito por Andrés y Juan y Pedro: de común acuerdo, todos de una vez: en la muerte, nada más, en el vacío.¿Por qué tres personas? ¿Quizá por la unicidad que las “Moiras” nos dejaron en la palabra destino? En todo momento la visión es desoladora, pero también demostrando una aceptación estoica ante la Nada que lo guía a cierta gradualidad en sus formas: “pausadamente quietos y pequeños, nosotros los solemnes sin aliento”. Nuevamente la identidad colectiva “nosotros”, ese pronombre donde nos reconocemos en el mismo trance y en una pausa casi mística que prosigue: “El fin, la paz, ese remanso,/ aquello que quisimos con fervor/ ha de hacerse realidad como un gran muro/ donde chocan las miradas y el deseo. Es poeta y por eso se permite explorar con una paradoja sobre la paz.¿Qué le resta a este derrumbe? —me lo he preguntado—¿La falsificación del sentimiento más genuino que está naciendo? “Amor que no es amor entre las yemas/ del odio malparido por la muerte./ Figura fragmentada del delirio,/ caída hoz de pena arrepentida. Impacta la personificación del odio como “malparido” y una figura tan potente como la “hoz” nos enmudece. Los fuertes contrastes sitúan al lector en una observación más detenida y que no da tregua, “Resonando” y asumiendo “o el pánico a seguir en este tedio”. Andrés Morales utiliza una metáfora para los momentos donde la creación se ausenta: “Un papel abierto sin un verso, / la pobreza de las lamas como enfermas, / ese yo terrible —inmenso— que tenemos / y no cesamos nunca de excusar. Las “lamas” son ambiguas y misteriosas, pero refuerzan la idea de lo que falta, lo insuficiente, en contraste con lo “terrible”, que no implica temor, sino presencia que naufraga en ese “yo” sin límites que lo habita en el espejo de su mente. La expresión concisa del siguiente verso final: “Este cruel dolor henchido en la garganta: / ¿Dónde comenzar y abandonarse? Es sin duda una catarsis en la búsqueda del poemario. La rima asonante de garganta/abandonarse funciona como un pretendido eco entre lo que se contiene y lo que quiere liberarse; es algo así como en una fotografía instantánea que se reencuentra en el siguiente verso: “Sin hermanos muertos que nos llamen”, augurando la ausencia de los llamados aún en un estado de calma, de independencia y de futuro. En tanto “derrumbe”, las visiones se contradicen entre aquello que genera alejamiento para no ser rozado y la atracción de la seducción: “La pérfida visión del engañado,/sólo nos provoca, nos seduce”. Es una crítica implícita a los momentos por los cuales nos transformamos en cautivos de nosotros mismos en “La cárcel es la única morada”, trascendiendo lo físico; y el poeta lo transforma en la metáfora de nuestras propias limitaciones: dogmas, prejuicios, miedos, finitud y soledad, como escribiera alguna vez fray Luis de León en su poema “Al salir de la cárcel”, donde esa sensación de fatalismo se carga a las espaldas. Y vamos llegando a tierra de Hipnos, donde el sueño o sus dominios se plantean como contrarios a la vigilia: “La verdad, cuando soñamos, no nos cae/ ni la baba de los bobos, ni se escapan/ mariposas de las manos en la tarde.” Al leer todo el poema, se advierte que hay un control sobre lo efímero, sobre lo bello; pero el poeta continúa: “Todo se nos queda congelado/en una llamarada de rencor”; en ese “todo” está lo permanente del fuego inicial que, a pesar de lo estático, arderá luchando con el “rencor” que genera la destrucción. Lentamente llegamos al derrumbe entre la distancia y el tiempo: “Así la dulce espera que descubre/ el don de la distancia en este tiempo;/ así el respirar de la esperanza/ alguna vez hallada, sin dolor”. Entre tanto, existe un espacio para celebrar: la esperanza, que es una experiencia vivida y confirmada, catalizadora de provenir. Esa fuerza está dada en: “Amor es la palabra que nos cruza,/ que nos moja, nos deshace y enfurece; amor de la promesa que ya rota/ anuncia su verdor y transparencia. Andrés Morales lo presenta con la fuerza transformadora y muchas veces contradictoria; pero persistente como es todo en la experiencia humana: “Algo que nos saque de esta vida/poblada por fantasmas que no chillan,/desnuda de emociones. Sin sabor.” En este último verso, el hablante lírico clama por un cambio y entre metáforas de entidades que proclaman la denuncia sobre la alienación moderna, evoca la memoria y la eternidad: “Nada ha de morir en este canto: La música del mar descubre el tiempo”. Así nos traslada al mar como metáfora natural para permanecer entre lo que cambia, al misterio y lo eterno. El canto es inmortal, los poetas lo saben, tan eterno como el ritmo de las aguas; y, por ello, escribirá: “el río trae muertos hasta el mar”. El dador de vida, el símbolo del tiempo, el flujo constante como el destino; se encuentra con las grandes aguas representantes del fin y lo desconocido. Finalmente, encontramos la reflexión sobre la fragilidad de la vida; finalmente, Andrés nos ha hablado sobre el derrumbe.











