El profesionista de la lengua
Retana Carranza G.
¿Por qué es importante un profesionista de la lengua? ¿Existe la ética en los textos producto de ellos?
Para responder esta pregunta no voy remitirme a la, tan trillada, historia de la torre de Babel, sino a un literato llamado William Styron¹, el cual escribió una autobiografía tomando como base su paso por la depresión.
Muchos hemos experimentado cosas, agradables y desagradables a lo largo de la vida, que pudieran servirle a alguien más si solo tuviéramos (o desarrolláramos) el poder, siempre dador de vida o de muerte, de la palabra; pero no siempre es así. Las experiencias quedan ocultas, ahogadas en el mar de la ignorancia y la impotencia, al no saber cómo utilizar nuestra lengua; como juntar letras, formar palabras, oraciones, párrafos y crear una conexión directa entre el corazón y los dedos que sostienen la pluma, listos a plasmar lo que sentimos y queremos que el mundo sepa.
Es una suerte que, el señor Styron, haya conocido los abismos insondables de la depresión, de los “Domingos Sombríos”² (que ayudaron a componer tan ominosa canción) de “la desesperanza mas allá de la desesperanza” como escribió, para mostrar al mundo la necesidad que tienen, de ser ayudadas con prontitud, las personas que están pasando por momentos tormentosos como ese.Él, como profesional de la lengua, hizo una gran aportación al presentarnos un panorama más certero, paradójicamente, debido a la subjetividad: de las emociones y del escritor mismo.
No es el único, por supuesto; Paul Auster³ habla de la “obligación moral” que tiene al momento de escribir; cuida cada expresión que redacta, elige cada tema escrupulosamente, para hacer su aporte a la sociedad. El hambre, la soledad, el descubrimiento de la identidad individual o colectiva así como la pérdida de la misma son temas frecuentes en sus obras que, gracias a su impecable narrativa y particular tratamiento que da a los mismos, nos permiten atisbar, al igual que con Styron, la manera en que estos fenómenos, aunque ajenos a nosotros en muchas ocasiones, moldean las vidas de los demás y por consecuencia las nuestras.
No podemos vivir ajenos a la problemática de estos tiempos, que gracias a los autores antes citados, así como a muchos más, no pierden vigencia y se renuevan constantemente, moldeando nuestra personalidad y a la sociedad misma. Esa es la función más importante del escritor, creo yo, moldear personalidades por medio de la concepción que tienen de la realidad y a través de sus personajes.
La vida cambia, al ser cuestionados implícita o explícitamente por lo que vemos, leemos u oímos (detrás de todo esto se encuentra, o al menos espero así sea, un profesional de la lengua). Tal vez sea una aseveración imprudente, radical y muchos no estarán de acuerdo con ella pero por experiencia propia sé que es verdad. Yo mismo me sorprendo continuamente creciendo, transmutando mis ideas; cuestionando tabús, mitos y dogmas, siendo una persona diferente cada vez que algo pulsa las cuerdas de mis emociones, que molesta mi intelecto; mis percepciones cambian, mi realidad se dilata.
Decía George Lucas que los directores de cine son maestros que enseñan con voces muy fuertes; personalmente añadiría a todo aquel que se sirva de las palabras para decodificar el mundo que le rodea y presentárnoslo de la manera en que lo siente.¿Cuántos no hemos aprendido un poco más acerca de nosotros mismos al ver una película, al leer un libro?
Y es que en este mundo es difícil ver las cosas con claridad; en esta realidad, llena de color y de música; de turbulencia y mascaras, a veces y solo a veces, la única manera de vernos sin distorsiones es, a través del espejo que, amablemente, nos proporcionan las letras.¿Quién no se ha reconocido en la alegría, la preocupación; la vida de un personaje? ¿Quién no ha tomado prestadas las palabras, las actitudes, las ideas, los gustos del “otro”, ese que tiene vida en, doscientas o trescientas páginas, pero que, a través de nosotros, se perpetua su existencia?
La palabra, nos permite experimentar aquello que sabemos nunca pasara; convertirnos en otro, desdoblarnos y darnos cuenta que podemos ser quien queramos, cuando así lo deseemos; cuando así lo necesitemos.
Risas. Llanto. Temor. Pasión. Amor. Precisamos de esa catarsis para no enloquecer, satisfacer necesidades que en la vida real sería difícil o peligroso experimentar pero que, de igual forma, son necesarias.
Pero así como las ideas, vertidas en papel, tienen el poder de dar vida; también lo tienen para dar muerte. La música es claro ejemplo de lo paradójico que esto. Por ejemplo ¿Quién no se ha sentido deprimido al escuchar una canción que hable de suicidio, de sangre y dolor o de otros tantos demonios que atormentan al ser humano o simplemente porque nos trae un mal recuerdo? Si es así, entonces, esto se contrapone a la llamada de atención que hace Styron.
Por una lado, este noble, autor, se pelea con las palabras, para que sirvan al propósito de describir el horror, siempre intangible, áspero, toxico, químicamente amargo, indescriptible… siniestramente indescriptible de la depresión. Los términos existentes son inservibles para detallar esta situación, como muchas más, y entonces, haciendo uso de su aguda observación, su compromiso con los demás (especialmente con aquellos que no han experimentado estas circunstancias) y su rico vocabulario, forja expresiones como: “Mi malsana tristeza; una marea toxica e inenarrable; el desvalido estupor; la vejación del insomnio; una forma de repudio derivada del autoaborrecimiento; ese lóbrego y tenebroso talante del color del verdín; la espiral descendente; gris llovizna de horror; un simulacro de todo el mal de nuestro mundo; el horror como una niebla compacta y venenosa…” y logra su cometido: casi podemos gustar el amargo sabor de la Paroxetina, mezclado con aturdimiento y sabor a sangre, sentimos el hormigueo en las manos a causa del Diazapam, acompañado de un toque de odio, de rencor, escalofríos en la espalda y la llegada de la oscuridad a nuestra alma. Estamos condenados ad infinitum. Pero él, se resiste a morir a manos de si mismo, sale adelante y, entonces, las palabras cambian. Sentimos ahora que acomete a nosotros una cálida oleada de vida, un respiro de sol y eucalipto; aire limpio, con olor a sándalo, llenando nuestros pulmones, la vida florece a nuestros pies, a cada paso que damos prospera el mundo. Salimos del infierno, ilesos, y ahora todo está lleno de una extraña claridad.
Pero por otro lado están los literatos amantes del dolor y la tristeza, que llenan nuestras mentes con dolor y melancolía; en ocasiones podemos hacerles frente, en otras, sus ideas, se cuelan por las rendijas de nuestro inconsciente.¿Es ético llenar la mente de otro con ideas y deseos dañinos? ¿Son un mal necesario, por la catarsis y la sublimación de deseos, que se dan gracias a la escritura y lectura de los mismos? ¿Existen límites al momento de crear, en este caso, literatura? Ahí radica la importancia, de la ética así como de la libertad de expresión, en el profesional que tiene la encomienda de esculpirnos.
Creo que el ser humano tiene la capacidad de escoger lo que quiera para si mismo, “la manera en que elegimos amueblar las habitaciones de nuestro cerebro” diría Holmes; pero también es indudable la, a veces malsana, capacidad que tenemos de asimilar el conocimiento que podemos adquirir de nuestra, vigorosa, oscura, sublime, torcida; naturaleza humana, a través de lo que leemos. Personalmente creo que hay cosas que deberíamos dejar dormidas, no incitarlas a despertar.
Si, en efecto, esos son los alcances, el poder, siempre omnipotente de la palabra. Poder que está en función de la persona que la posea: para dar vida o para dar muerte.