Esperanza poética: La materia prima «La palabra espera siempre, aguarda tomar forma, existir…».

Esperanza poética: La materia prima «La palabra espera siempre, aguarda tomar forma, existir…».

ANTONIO RODRÍGUEZ JIMÉNEZ «Lleguemos a un acuerdo, poema. Ya no te forzaré a decir lo que no quieres ni tú te resistirás tanto a lo que deseo». RAFAEL CADENAS Tomar notas como quien debe apresar aquello que es efímero. Perder la idea exacta como a quien se le disipa todo en un solo segundo. A mí me espera siempre, detrás de cada esquina, la palabra. Después de cada sueño, detrás de cada anhelo, en todos los arranques de viaje; en cada dura encrucijada, aguarda la idea en una cenefa de vocablos.¿No es una bendición? Aunque muchas veces la palabra se vuelva subterránea, igual que lo hace un río, y no renazca ni cómo ni cuándo se la espera. Aunque tantas veces se escurra por la mente y “¡Zas! Ahí se fue”. Se pueden pasar meses sin escribir. Y años, dicen.¿Lustros, quizás? Me cuesta imaginarlo, pero es posible. A la palabra hay también que alimentarla y mimarla: ofrecerle vivencias, permitirle fantasías, dejarla ser, dejarla sobrevolar. Pero, sobre todo, dejarla descansar, para que ella, sin forma e indómita, explore sus propios cauces, a veces quizás para acabar atormentándote. A veces, cuando se la desea pero no aparece, se la atiza con palos como se zarandea un árbol cuando a alguien se le cuela entre las ramas un balón o un volante de bádminton. No vale la pena, pese a que no sea inservible seguir practicando. Son increíbles los miles de desechos que se generan, pero es sostenible y, en ocasiones, resulta haber, entre toda la maraña de inmundicia, un tesorito que pretendemos conservar, si bien a menudo no da sus frutos porque no es un hilo del que tirar, sino a menudo una hebra de la blusa con la que logramos no deshilachar la pieza entera al arrancarla de un golpe seco. Milagrosamente, alguna vez la estiras y se te va quedando en la mano un ovillo con el que luego jugar un buen ratito. Escribir es un juego, un juego que se torna a veces muy serio porque hay un compromiso y porque no quieres perder: no conseguir expresar esto y aquello –que el poema no funcione o que el cuento no te atrape—, pero un juego al fin y al cabo. Con sus reglas y su técnica. Exige aprenderlo: averiguar sus medidas intrínsecas y profundizar en su herramienta: la lengua. Nadie nace con esto sabido ni tampoco a quien le brota un día la palabra le es suficiente con ello ni se le exime de limarlo. No hay que saberlo todo, ni que saber explicarlo, pero sí conocer, investigar, cavar. Ni se es arquero por tener puntería, ni se es poeta sin haber leído con atención un solo libro de poesía. No se puede vivir al margen de todo. Bien sé que vivimos en una sociedad en la que cada vez es más difícil y culposo desconectar y la espiral de faena y obligaciones nos subsume a todos, —¿a quién no se le atraganta al menos un poco el día a día? —, pero no se puede sacrificar nunca del todo la inspiración en quienes nos precedieron ni tampoco en nuestros semejantes. Si no nos interesa lo de los demás, ¿cómo va a interesar a los demás lo nuestro? Si no consumimos cultura, en el sentido más amplio de la palabra, ¿cómo vamos a crearla con garantías? Siempre existe la opción de desviarse del todo, desprenderse y circunscribirse a uno mismo únicamente. Sin embargo, en realidad, esto es imposible: somos fruto de unas coordenadas culturales, sean las que sean, y la intertextualidad y los lazos entre obras e ideas no son quebrantables. Con esto no quiero implicar que debemos compartir las referencias culturales a la fuerza, ni todas ni las mismas, pues cada uno tiene un sustrato distinto —ahí reside también la gracia del asunto— y cada cual traza su propio trayecto cultural según le va pasando y según sus circunstancias internas. Con esto no querría tampoco implicar que solo deba valerse el enriquecimiento de los mismos géneros literarios que cultivamos, ni tan siquiera de la literatura. El cine, una serie de ciencia ficción, un programa de radio de actualidad, un pódcast de entretenimiento, un cuadro de Goya y otro de Pollock, la canción “Telefonía” de Jorge Drexler, un vídeo divulgativo sobre los inicios de la Revolución Industrial, la respuesta de ChatGPT al pedirle la solución óptima a tu último problema personal, un videojuego de simulación para crear ciudades, la distinción entre tipos de suculentas en jardinería o la subida del precio/kilo de la lechuga en 2023; todos ellos constituyen parte de un entramado complejo de referencias que nos pertenece y al que pertenecemos. Es tan ingente la colección que se nos olvidarán las fechas de publicación de las “novelas españolas contemporáneas” de don Benito Pérez Galdós y algún día aturdidos confundiremos si el protagonista de “La vida es sueño” de Calderón de la Barca era Sigesmundo o Segismundo (en psicología, no es más que un acto fallido), si tal canción era de tal o de cual o si el nombre que te acaban de referir es un poeta o un catedrático de física. Pero eso no es necesariamente malo, aunque personalmente sienta rabia y pena por la insuficiencia de retener absolutamente todo lo que aprendo, —pues reconozco a veces apenas recordar y reconocer las caras de los personajes de una escena de una película en la escena siguiente—. El almacenamiento de la memoria es limitado y el paso del tiempo amplía tanto el repertorio de referencias que algunas a la fuerza se van esfumando. Como consuelo, se olvidan los datos, pero no los métodos. Incluso a veces aprenderemos lo mismo en dos ocasiones y, lo peor, sin percatarnos de que ya lo supimos o intuyéndolo difusamente – a mí, al menos, ya me ha sucedido. En cualquier caso, todo ello es nuestra materia prima: irregular, variable, olvidada algunas veces y reencontrada algunas otras.

Remei Manzanero

 


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