FLORES ENTRE GORRIONES Y SUICIDAS

FLORES ENTRE GORRIONES Y SUICIDAS

Arturo del Villar

   EN 1868, poco después del triunfo de la Gloriosa Revolución que expulsó de España a Isabel II y su familia, fechó Gustavo Adolfo Bécquer el original de su Libro de los gorriones, que no era revolucionario, como parecía exigir el momento político, porque el poeta se declaraba monárquico,  había trabajado como censor de novelas, que es un triste trabajo, y empleaba el romance tradicional castellano para expresarse. Más revolucionario es el libro del poeta canario Pedro Flores titulado Los gorriones contrarrevolucionarios, que si no he contado mal hace el número 30 en su bibliografía, avalada con premios prestigiosos. Este libro obtuvo el de la Generación del 27 en 2022, y acaba de ser editado por Visor con su pulcritud habitual, en un volumen de 68 páginas tasado en 12 euros.  

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   Aparte la coincidencia en el título, no se encuentra ninguna otra similitud entre los dos libros de poemas muy dispares. El de Flores está compuesto en verso libre, con un lenguaje popular, con el cual suele el pueblo hablar a su vecino, como decía Berceo. Por el contexto es un libro culto, cargado con múltiples referencias a otros escritores y citas de sus obras, pero escrito llanamente, abandonadas las normas de la preceptiva en favor de la comunicación directa. Es un lenguaje tan del momento que hasta menciona a Han Solo, héroe galáctico muy popular.

   El título alude a una orden dada por el presidente Mao Zedong en 1958, al impulsar el Gran Salto Adelanto que permitió a la República Popular China conseguir el lugar preeminente que ahora ocupa en la política y la economía internacionales. Había que exterminar a las ratas, los gorriones, los mosquitos y las moscas para proteger la agricultura. En opinión de Flores los gorriones fueron considerados contrarrevolucionarios por comerse lo granos sembrados, lo que sin duda es una exageración, puesto que no hacían más que seguir su instinto para alimentarse. La sombra de Mao se extiende por varios poemas de este libro, que no se define políticamente: Mao es un referente histórico que debe de agradar al autor, ya que lo conoce tan bien, aunque sin juzgar el papel histórico de quien fue llamado el Gran Timonel capaz de transformar al país más poblado y más atrasado del planeta en la gran nación avanzada que es ahora.

   Pero estas páginas demuestran mayor presencia que Mao y los gorriones de los poetas suicidas. Tanto que el suicidio parece una obsesión de Flores. Cuenta los de Paula Sinos, en un poema que fue accésit del premio del Tren el año pasado, Mário de Sá Carneiro, Hart Crane, Peyo Yavorov, Vladimir Mayakovsky, Gabriel Ferrater, Pablo de Rokha, Silvia Plath y Serguéi Yesenin: nueve poetas suicidas convocados por el autor con el propósito de expresar el desasosiego motivado por ese espíritu creador que alienta al escritor, por no llamarlo inspiración, palabra desacreditada probablemente sin motivo, ya que la escritura lírica requiere un soplo espiritual que Platón, nada menos, achacó a las musas.

   En los versos dedicados a Hart Crane se describe la génesis de un poema, que había de ser “el mayor poema del mundo”, según el propósito del autor. Para su realización siguió un método propio, que no puede generalizarse, puesto que obedece a la idiosincrasia de quien se siente invitado a traducir al papel sin intermediarios lo que pasa por su mente:

Lo comenzó el día en que papá inventó aquellos caramelos;

cuántas veces nace así el poema, de donde menos se lo espera.

Se puso a armarlo sabiendo de su precio terrible;

voy a necesitar, se dijo, una gran mentira y una huida,

me hacen falta un barco grande y un océano,

preciso de una leyenda y de un martirio.

Escribió hasta que lo tomamos por poeta.

   Es la receta para componer versos que se involucren en la vida, como si el poema fuera un chorro de sangre dominante del momento creador. En el caso de Crane se precisaba un océano en el que ahogarse, porque ya había culminado su gran poema, El puente, y sentía agotada su potencia creadora. Verdaderamente si alguien cree haber realizado una obra original tiene que sentirse cumplido, y no esperar nada más en el mundo. En tal cao la muerte es la consecuencia inevitable. Pensándolo así, el suicidio es la culminación natural de una obra de arte. O tal vez debamos considerar al suicidio como una de las bellas artes, con permiso de Thomas de Quincey, mucho más oportuno que el asesinato catalogado por él.     

   Los suicidas convocados por Flores en su actualizada danza de la muerte eran estetas deseosos de completar su biografía con un gesto digno de ser admirado por la posteridad. Se diría que es el poema final que concluye la creación, precisamente con su corte medular. Hay que valer para tomar la decisión, y hay que saber para interpretarlo exactamente. Se explica en un poema confidencial de Flores, no motivado por un poeta suicida relevante, sino por su propia opinión, titulado “La poética metálica”, como una chaqueta heredada y utilizada en un momento supremo para actuar en una representación decisiva. Así confiesa a los lectores lo que vale para él un poema considerado suyo de completa originalidad:

Sin mí mi poema no sirve

(si fuera así sería un mal poema),

sin mi poema yo tampoco sirvo

(esto sí que es cierto).

Tengo que acertar con mi poema,

tengo que disparar a dar al lector

que quiere leerme,

tengo que darle

antes de que me dé a mí

(con el poema en las narices).

   El protagonismo del poema no evita resaltar la preeminencia del autor, mutuamente convenidos en significar el valor de la escritura en función de su categoría social. Autor y poema forman una unidad con dos ramas complementarias, necesitadas la una de la otra para conseguir un valor estimable. De este modo se comprueba que el poema forma parte del ser espiritual del autor para que sea útil y sirva a la sociedad.

   La preocupación del autor consiste, por lo tanto, en servirse de las palabras exactas para acertar en su composición, y de esa manera conseguir atraer la atención del lector, que es siempre el destinatario oculto de la escritura, su receptor final y su juez supremo. Quiere Flores emplear el texto como un arma arrojadiza contra el lector, metafóricamente, por supuesto, un arma que le alcance la sensibilidad y le obligue a meditar.

Nos referimos, claro está, a obras con alto valor estético, esas obras formalizadas por autores que pusieran en ellas su espíritu, capaces de representar la vida misma del poeta. Son escasas, pero las únicas merecedoras de concederles un estudio, como por ejemplo este libro, que no es un erudito ensayo en prosa filosófica, sino un poemario en el que el autor se hace cómplice de unos poetas convencidos de que sin su poema no servían para nada, de manera que al concluirlo optaron por el suicidio para terminar también su historia, una vez terminado el tiempo preciso que dura un poema en la atención del lector.

 

 

 


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