Apuntes sobre Las series infinitas de Pablo Farrés

Apuntes sobre Las series infinitas de Pablo Farrés

           

                        Escritos desde el vórtice

Tal vez se trate de una divinidad (la escritura) esquizofrénica: la divinidad que determina el paso del sujeto por todos los predicados posibles

                                                                                                          Arturo Carrera

El dispositivo Farrés

 

El lenguaje narrativo de Farrés sobrevive a una convulsión permanente. Lo allana un dispositivo que opera entre el delirio, el desborde y una potencia imaginativa que dice lo real hasta saturar sus formas y convertirlo en ficción onírica, como si obedeciera a ciertos mecanismos que gobiernan la obsesión del narrador y maniatan cualquier escape del lector perplejo.

Entre los artilugios del dispositivo Farrés aparece la eliminación del tiempo presente: todo parece pertenecer a un pasado incierto y a la vez próximo o a un futuro que se tensiona entre la distopía y la catástrofe inminente. Lo posible, ahí, es ese extraño cruce entre lo que imaginamos como un pretérito resbaladizo y un mañana en disolución. El espacio también se desliza: comprime sus formas para habitar el extrañamiento constante, aun cuando despliegue nombres, ciudades y paisajes reconocibles. El ritmo narrativo, al modo de una ráfaga que desafía las zonas de riesgo novelesco, es funcional a ese concepto de tiempo, inenarrable en el modo tradicional de la escritura.

En el centro gravitacional de este artefacto que diseña Las series infinitas late la noción que le da forma y sentido: la multiplicación indetenible del lenguaje y los relatos, a partir del contagio del virus que los personajes convierten en programa anarquista, colisiona con la disolución que aguarda como escenario de la nada, tan parecido al desierto de sal donde termina sus días el enigmático Claudio Scherer.

Esa misma escenografía desértica y salina, tan real y tan onírica, es clave también del mismo dispositivo: lo imaginario o soñado es real, lo real es imaginario, y toda narración se juega en ese pliegue donde proliferación y evanescencia, deseo y horror se cruzan en el tiempo novelesco, tan potente y tan efímero. Por último, como huella de las búsquedas que distinguen al texto y le otorgan singularidad aparece la escritura del límite, del borde que necesita ser explorado; Farrés trabaja desde una arqueología narrativa, cava y explora donde no se exploró, no descansa hasta encontrar los restos de aquello que no podía ser narrado y no podía ser leído en la producción literaria: escarba la violencia en sus formas más abominables para que aparezca su revés, su desnudo espanto. La escritura del dispositivo dispara el lenguaje a su reproducción ingobernable, se deja hundir en sus fosas abyectas para ser, en su consumación, arena, desierto, sal, alucinación de los significantes.   

El mismo escritor expone la noción del artefacto: “siempre tenés que ir más allá y recorrer una serie potencialmente infinita, como una novela en la que la trama es lo menos importante. Digamos, una novela en la que lo que importa es la forma en que se da ese desplazamiento hacia lo inacabado” (1)

La pululación permanente a la que son sometidos los múltiples relatos, encuentra un punto de apoyo, una palanca arquimedeana, para hacer girar ese universo: el cuerpo, convertido en todos los cuerpos que pueblan la novela: sin nombres o con nombres transmutados, son el anclaje material del torbellino narrativo; cuerpos arrasados por el Sida, por las formas más violentas del horror sexual, por las pesadillas de la mutilación o la tortura.

El texto ha descendido a las profundidades de lo indecible, se ha apoyado en los cuerpos que destroza la biopolítica que dice protegerlos, ha escarbado donde la literatura merodeó sin arrojarse. El texto, ahora, ha salido de esas cuevas para convertirse en lenguaje que dice lo que alguna mirada filosófica o psicoanalítica esboza sobre la sociedad que habitamos:

El futuro no constituye un enigma, la aceleración propia de las estructuras del capitalismo han determinado un claro presentimiento en el modo de representarlo. El futuro ha bloqueado los signos y mensajes del pasado. En el imaginario social, de un modo más o menos velado, se percibe el oscuro desastre que las series y películas distópicas describen: apocalipsis sanitario o ambiental, guerras de exterminio, zombis y el telón político inevitable: el nuevo fascismo, que se hará cargo del caos. El futuro ha intervenido en el presente” (2)

Las series infinitas, en este sentido, elude la sensación del presente inundado por un futuro presentido y avasallante, donde el desprecio por el otro deviene en exterminio, donde los lazos humanos y las construcciones colectivas (esos signos que venían del pasado) son arrasadas por delirios autodestructivos.

El desplazamiento del presente construye además el escenario de lo prejurídico: todo lo que sucede parece venir del fondo del drama humano, no de su arquitectura contemporánea; todas las luchas de la modernidad, desde los feminismos hasta las tensiones del racismo o la desigualdad son subsumidas en el torbellino que las contiene y las expone. Una mujer, Emilia, sintomáticamente, aparece de principio a fin como la latencia de alguna intensidad humana sobreviviente.  

Más allá y más acá de la pasión herida de Emilia, la novela deja vislumbrar las marcas paranoicas del futuro en los cuerpos sacudidos y dolientes que la sostienen en cada historia.

Cuando la putrefacción de la vida entra en el corazón parece al principio un grano de arena: una astilla en el dedo, el malestar de una resaca sin motivo, una puntada en la cabeza. Ocurre sin darnos cuenta, o sin darle mayor importancia porque quizás no la tuvo –en todo caso llegamos tarde y lo único que registramos son los efectos.” (3)

En la noción disolutoria del lenguaje se cifra la clave de lectura de la novela porque en ese sitio se juega y tensiona la multiplicación infinita de las series y su propia e indefectible descomposición: como una lectura de los signos del futuro que se leen en los restos dispersos del presente. La tensión anida en el texto cuando se juega entre el Sida como escritura del cuerpo y lo que el narrador (uno de los múltiples narradores de la serie infinita) llama “la grafomanía” como pulsión obsesiva:

“…en mi caso es imposible pensar una enfermedad sin la otra. En todo caso, el Sida es un modo de escribir sobre el cuerpo. Es la muerte la que se escribe a sí misma en la profundidad y en la superficie de los cuerpos” (4)  

Sucede que Farrés desafía lo decible y fuerza las posibilidades del decir y el pensar literarios. Azuza y desafía los bordes de todo lo legible y esa decisión radical significa explorar los fondos, y desfondar; bucear los límites de toda violencia sobre los cuerpos vulnerables y regresar desde su revés, su afuera, para ofrecer una novela que diga su singularidad, como si fuese el primer texto que ha sido escrito, abierto a la última de sus lecturas posibles.  

Proliferaciones

 

En Literatura argentina (5) Farrés escribe desde el reverso oscuro de El aleph borgeano; en otro sótano, un niño es criado como perro y se hace luego escritor. El “inconcebible universo” contiene ahora el horror de manipulaciones, torturas y vejaciones que desplazan el cosmos simultáneo que seduce a Borges por un caos abyecto y desgarrador.

Esa operación de contraste de ciertas zonas borgeanas, en este caso del sótano donde el aleph permite ver/ leer el universo que fue y será en una sola mirada/ lectura, alcanza en Las series infinitas su despliegue mayor; la nueva novela interviene el cuento célebre para decir lo que el aleph del sótano farresiano ve desde las oscuridades donde el niño-perro-escritor fue torturado. Entre un sótano y otro, media un mundo de otros sótanos, torturas, desapariciones y crímenes:

Fue así: el fuego incendió la boca de su estómago como las selvas vietnamitas bajo las bombas de napalm; todo dio vueltas alrededor suyo y de pronto ya no estaba donde estaba, el viaje había empezado, pero no hubo ningún viaje porque sea donde arribara ya estaba allí antes de su propia llegada. El Dios, el Sida o sus mutaciones la llevaron consigo a través de las series infinitas en las que estar en un punto es estar en cualquier otro punto.” (6) 

También recircula otro registro borgeano, nuevamente escrito desde su revés: Las ruinas circulares, en donde un hombre pretende soñar a otro hombre, se cierra sobre sí: “con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo” (7).

Farrés retoma la noción de terror asociada a la proliferación: la desarticulación de la unidad del “yo”, la puesta en jaque del concepto capital de “identidad”, tan recorrida por la ironía deconstructiva de Borges, vuelve en el escritor matancero, pero desde la operación del contagio masivo del virus como estrategia de aniquilación y venganza histórica (de lo negro sobre lo blanco, de lo marginal sobre lo instituido, de lo silenciado sobre lo oficial). Por eso la ruptura de la identidad y la unidad ontológica se convierten en la marea terrorífica que atraviesa la novela. Emilia, buscando a Scherer en otros personajes mutantes, siente que todos los otros son fantasmas o imágenes de la paranoia en el espejo:

Necesitaba entonces una identidad que detuviera la vorágine de las diferencias, les diera una unidad que las englobara y en conjunto me permitiera establecer las coordenadas simples de la narración, para que de algún modo lo que siempre era Otro se dejara enunciar en la jaula de lo Mismo. Una identidad, eso es lo que desesperaba, una identidad con la que trazar un orden en el caos y entenderme a mí misma.”  (8)

Lo Otro como tormento de lo Mismo desplaza la idea borgeana de El otro, el mismo, que reposa en la intrigante confusión.La proliferación se constituye, básicamente, desde el lenguaje, que es la matriz exponencial de relatos, nombres, historias. Lo plural del lenguaje potencia el punto de vista, multiplica las posibilidades de la narración (La mayor, El limonero real, Nadie nada nunca, de Saer, respiran detrás del texto), sumando perspectivas, yuxtaponiendo y sobreimprimiendo relatos desde distintos personajes para intentar la aproximación a lo real, en constante escamoteo.

Torbellinos

El relato de Emilia y todos sus hombres, que son uno y a la vez la vertiginosa serie infinita que dominará la narración, se propone en forma de una larga carta a esa identidad múltiple que la obsesiona. En medio de esa novela se incrusta, como un meteorito que se despedaza al golpear el suelo narrativo, otra serie: once historias atraviesan y expanden el itinerario de Emilia y los muchos nombres en el tiempo y en el espacio, con una potencia narrativa inusual.

La primera cuenta el comienzo de todo: el Sida, las relaciones de Emilia y la aparición de Bakunin, un africano dispuesto a contagiar como estrategia de aniquilación: la venganza de lo negro contra el orden blanco. La segunda, con Bakunin preso, relata el genocidio de Ruanda contra los tutsis, en 1994, con episodios de violaciones masivas para provocar contagios: el Gran poema de la muerte se escribe desde y sobre los cuerpos. En la tercera micronovela, el pasado de Emilia fluctúa en el mar de las identidades dispersas y la narración avanza desde los olores a infancia, a madre y, a diferencia de la magdalena de Proust, a la putrefacción de los cuerpos. En la cuarta, Josefina Remdul (como el personaje de Kafka) es una anarquista ligada a Bakunin, obsesionada en vengarse de su padre represor; el terror del pasado disputa la representación simbólica del presente en el cuerpo de la joven trotskista. La quinta narración presenta la idea y persecución del mapa del virus que se diseña desde el contagio masivo del Sida: el registro pone en circulación el miedo a no ser, como un infierno de simulacros y réplicas. En la sexta entrega leemos sobre el avance irrefrenable de ese contagio: ocho páginas describen, en un solo párrafo, los contactos sexuales, radiales, que acumulan nombres en una aceleración narrativa tan vertiginosa como exasperante. En la séptima se relata la muerte de Majno y aparece una clave de lectura: aquello que no se ve cuando se produce el parpadeo; el mundo sin mirar, el que sin embargo está ahí, para que otra escritura lo diga. La octava novela breve vuelve con Josefina, Bakunin y su hermano albino relatando el odio como encarnación humana, de Auschwitz a Videla y desde el horror del Capitán Kurtz, en El corazón de las tinieblas hasta la proximidad de La Matanza. El texto interroga: “¿Qué dios no haría real únicamente lo increíble? ¿Qué otra cosa puede considerarse real sino solo lo imposible?” (9). En la novena, Emilia recorre el comienzo y el final del itinerario mortal del virus. En la décima historia, llamada “El ejército fantasma”, como acelerando el vértigo mismo de la escritura, el desierto argentino es escenario de un cruce temporal alucinatorio: pelotones aniquilando tribus, otra vez, pero desde las formas y nombres de un presente atemporal. Una montaña huidiza, de desechos de la modernidad, se interpone en el paso hacia Buenos Aires. La “civilización” avanza entre vejaciones y crímenes, como dicen la historia, la literatura y la memoria: el orden blanco a paso redoblado. El futuro asalta el presente: en el año 2024 atraviesan la montaña y ven “la luminosidad mortuoria del mañana” (10).  El texto final de la serie avanza en la investigación infectológica del virus, que anida en la escritura y la música. Anuladas éstas desde los retrovirales, desaparece lo humano, que sobrevive en “un mono sidoso que escribe”, sin nombre o con los múltiples nombres que componen la serie. El virus, que era la posibilidad del lenguaje mismo, desapareció, se dice, en 2666, gesto hacia la novela de Bolaño, vigoroso registro sobre las muertes que producen el odio y la perversión. En el final de la serie de las once novelas, irrumpe la firma del escritor, Pablo Farrés, en tiempo y espacio real, el mutante narrador que sobrevive a la historia para contar su ebullición.

En la información paratextual del libro una referencia ubica a la novela en la línea de autores de “bestias esquizofrénicas afectas a la anomalía ontológica y el vértigo entrópico” (11): Pynchon, Danielewski, Burroughs, Lamborghini, Levrero, Laiseca y Philip Dick. Desde ese impetuoso universo puede ser leído este desaforado esfuerzo narrativo de Farrés, agregando tal vez algunos nombres que se desgranan en estas páginas.

Desiertos

 

Atravesado el huracán de los once relatos, ida y vuelta en el tiempo y el espacio, intersección inusitada de planos, perspectivas y modos narrativos que recuperan la idea de la literatura como revolución permanente del lenguaje, como deseaba Barthes, vuelve la extensa carta de Emilia, ahora dirigida a Axel Santana, otro pliegue ontológico de la serie infinita.

Un tramo indaga en la matriz generativa de la escritura: las fotos que saca Axel en sus viajes se ven en el pasaje de las imágenes digitales:

 “La sucesión en sí misma era nuestro límite perceptivo y a la vez la condición de lo humano. Y era esa sucesión también la posibilidad del arte y la ficción. Claudio, en cambio, la revelación de todos sus rostros en un mismo instante, era la simultaneidad monstruosa.” (12)

La simultaneidad del aleph borgeano otra vez reescrita, ahora como universo desaforado, amenazante, inatrapable.  

Ese mecanismo de lo sucesivo a lo simultáneo, puede y debe leerse en la metáfora del virus, que expande en los cuerpos la narración de su contagio y diseminación:

“El máximo de diseminación significante, el extremo y la hecatombe iterativa que convierte el virus, o la lógica de lo viral/virósico, en el modelo y fetiche de una máquina de narrar (13)

El final del hombre que corporiza y espeja a todos los demás nombres de la serie sucede en el desierto de las salinas del noroeste argentino. Ya no es el desierto verde y ventoso de Echeverría, Sarmiento y Hernández. Farrés desplaza la escritura hacia un vacío más cercano a los espacios blancos de Caballo en el salitral, de Di Benedetto o a la circularidad disolutoria de El viajero, de Saer. En esos espacios blancos de la nada, extraños al imaginario espacial argentino, se resuelve la historia que atravesó tiempos y territorios del mundo que fue y será, como “unacomprensión que viene del fondo de la historia humana”, según leemos en las últimas páginas, ensayando un monólogo inconcluso y disperso, quizás la última diseminación posible: desaparecer sin desaparecer, en el afuera del lenguaje.

                                                                                  Sergio G. Colautti

 

 

 

 


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