EMILIO PRADOS ANTE SU OTRO

EMILIO PRADOS ANTE SU OTRO

Arturo del Villar

   EL último libro dispuesto por Emilio Prados para la imprenta, Signos del ser, se imprimió en Palma de Mallorca en 1962 al tiempo de su muerte. En él se explica un desdoblamiento del yo del poeta muy profundo, que merece ser analizado para completar su biografía. La escisión del yo es un tema recuente entre los escritores, principalmente los poetas, como se aprecia en  Unamuno o Juan Ramón Jiménez, pero también entre prosistas como Manuel Azaña, por citar sólo españoles. Se produce un momento en sus vidas en el que toma fuerza el otro yo, al que deben enfrentarse. En mayo de 1871, en plena euforia por la proclamación de la Commune parisiense, Arthur Rimbaud hizo una extraña confesión, y por partida doble, en dos cartas: Car Je est un autre. Los historiadores le llaman desde entonces vidente, porque se vio escindido, lo que sin duda corresponde a su compleja personalidad vital aclimatada a su escritura. Quien llevó el caso a su extremo literario fue Robert Louis Stevenson, en su popular novela El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde.La conocida como nueva psiquiatría ha dedicado notables ensayos al tema. Ahora vamos a examinarlo en Prados.

 

   En el quinto poema de Signos del ser se experimenta el descoyuntamiento de la identidad desde la tercera persona, aunque sin duda ese “él” resulta ser el mismo poeta. El otro, llamémoslo así, el otro yo, penetra en su cuerpo y se entabla una lucha entre las dos personalidades: “Entró en él. No hubo silencio. / Se oyó luchar. Luego huyó / alguien vencido en su cuerpo.” ¿Quién es el derrotado fugitivo, ese “alguien” impreciso, el poeta o el otro?

   En los versos siguientes se explica que para saber quién era, el vencedor se puso a escribir palabras con las que componer su nombre, es decir, para descubrirse a sí mismo su identidad. Por lo tanto, la poesía se explica en Prados como un desvelamiento de la personalidad del autor ante sí  y ante los lectores, al descubrirse mediante una epifanía poética.

   Deseamos saber quién es ese misterioso personaje que penetra en un cuerpo y lo transforma. Se lo pregunta el poeta ansiosamente perplejo porque siente que necesita conocer la respuesta para continuar viviendo:

Quiso comprender. Cantaba

/ su nombre hueco: “¿Quién eres?”…

 Entró a llenar sus palabras.

   Como otros muchos escritores experimentó en su interior las dos almas de que hablaba Goethe. Lo habitual es que quienes se encuentran en esa situación proyecten fuera al otro, e incluso que lleguen a enfrentarse a él, por considerarlo un contrario. En la poesía de Prados el otro se convierte en un lugar recurrente como medio de autocomprensión íntima.

 

La vida en la palabra

   Pasemos ahora el sexto poema, en donde se trata la escisión del yo desde la primera persona. Aparece el protagonista, sin duda el mismo poeta, solitario, y nos cuenta metafóricamente que “En el centro / de mi soledad hundí / el puñal de mi silencio…”  Para el poeta el silencio es la muerte, cuando se le terminan las palabras ya no tiene justificación su vida. La soledad puede resultarle sonora, como a Juan de la Cruz, y también a Juan Ramón, que aprovechó bien su verso, pero el silencio no admite adjetivaciones, porque significa el fin. Es el motivo de que se vea herido por el silencio, a la manera de un puñal, y para evitar la muerte no se le ocurre otra solución que desdoblarse:

Y comencé poco a poco

a brotar lejos de mí

sangrando de un cuerpo a otro,

peregrinando el que fui…

      De manera que son dos cuerpos con una misma identidad, empeñados en esa lucha citada en el poema anterior, hasta llegar al crimen, un paso más sobre la suplantación de la personalidad. El que fue ya no es, porque abandona su cuerpo. No queda ni el espíritu en común, puesto que los dos seres son contrarios. Lo mismo que Rimbaud, también Prados fue un vidente de su misma condición, aunque presenta unos caracteres peculiares. El silencio no parece estar bien materializado por un puñal, arma utilizada para matar metafóricamente, pero con una clara intencionalidad agresiva. Era inevitable que corriese la sangre.¿Tiene sangre el otro? ¿Vive realmente?

 

Cuerpo  y espíritu

   Pasemos a la segunda parte de Signos del día, en donde se mantiene la pulsión entre el cuerpo y el espíritu, a propósito de la poesía. En el primer poema, como es habitual carente de título, parece resonar un eco del Evangelio según san Juan en su comienzo. Es sabido que Prados sintió en ocasiones inquietudes religiosas, derivadas más tarde hacia el marxismo, filosofía social que le resultó de mejor aplicación en la España republicana.

   Explica el apóstol Juan que en el principio del Universo el Verbo era Dios y en él estaba la vida, que era la luz de los seres humanos, la luz que resplandece en las tinieblas, luz verdadera que alumbra a todos los seres desde el inicio, aunque ellos no la conocieron. Por ese motivo tuvo que venir un enviado, de nombre Juan, a dar testimonio de la luz. Parece una paráfrasis libre de interpretaciones religiosas, el poema de Prados colocado como un prólogo de esta sección, que arranca así:

La luz descansa en el papel. Descanso

yo. Alguien, sin nombre aún, ha venido

desde lejos, tal vez desde su origen,

a contarme que en él yo permanezco.

   El papel en blanco está dispuesto para recibir la escritura, que será la luz iluminadora hecha poesía. En consecuencia la luz descansa en el papel, pero el relator confiesa ser él quien descansa, aunque él no es la luz. Hay un enviado sin nombre todavía que viene desde su principio, entendemos que desde su nacimiento, a explicarle al relator que permanece en él. Por consiguiente, el relator y el enviado son dos personajes que se identifican. No sabemos si en la ideología de Prados es el otro que antes encontramos. También es factible deducir incluso que son el cuerpo y el espíritu. Retrocedemos hasta los poemas comentados anteriormente, cuando el otro se convertía en protagonista del relato, para compaginarlos con este texto.

  El enviado es portador de un mensaje. Hubo un tiempo, después de la guerra incivil española, en que se puso de moda la palabra “mensaje” para definir a la poesía. Un poema debía contener un mensaje para merecer ser tenido en consideración. Los críticos se preguntaban cuál era el mensaje del libro para valorarlo. Después pasó la moda y se olvidó el mensaje. Sin embargo, Prados atiende al mensaje que se le revela como una luz:

[…] Salimos todos

hacia fuera. Todos. Pero el mensaje

se me encomienda, hoy, sólo a mí. […]

(Yo estoy sin cuerpo, y vivo…

                                                  En el papel

la luz descansa…

                             ¡Es unidad la historia!)

   Es el poeta, solamente él, y por eso se le asigna el mensaje que debe explicar al mundo. Es un ser carente de cuerpo, porque vive en el espíritu. Es el único capacitado para escribir sobre el papel en blanco donde descansa la luz. De ese modo se completa la historia, con la revelación del mensaje escrito. Tal es la labor del poeta, según la entendía Prados. Esa labor ha de acomodarse a las circunstancias de cada momento, de manera que la poética de un autor experimenta variaciones estilísticas y temáticas inevitables.

 

Una escritura falsa

   Otro poema importante en esta sección lleva el número xxxiv. Comienza con una desconcertante afirmación: “Escribo y sé que mi escritura es falsa”, una advertencia para el lector, que tal vez piense en dejar el libro por su falsedad, o prefiera adentrarse en los versos para conocer las motivaciones del poeta al presentarle esa confidencia. La califica de falsa porque transmite solamente un pensamiento que entró en él sin saber por qué ni cómo, pero se ha convertido en dominante: “¿Por qué me obliga entonces a escribirlo?”, se pregunta perplejo, o le pregunta al invasor quizá.

   Es una revelación muy significativa: el pensamiento único obliga al poeta a escribirlo, como un médium sumiso. Es inútil que se resista a obedecer la orden, por lo que su único recurso consiste en dejar de escribir, y acuerda dedicarse únicamente a seguir su destino mortal. Toma una decisión suprema: “Cojo el papel, lo quemo, y todo el aire / sostiene, escrito en él, a un pensamiento.” Ha querido dilucidar, una vez más, el misterio de la inspiración poética, llamado en los versos el pensamiento.

    Es un notable ejemplo de metapoesía, al explicar la creación poética desde el mismo poema. Le parece tan ajeno a él ese pensamiento dictatorial que considera falsa su poesía, porque no es suya, sino impuesta por una fuerza irresistible. El tema exige un detenido tratamiento, por lo que ahora no es posible hacer más que apuntarlo y dejarlo para otra ocasión propicia.

El sueño y la sombra

   Vuelve el tema recurrente del otro en el poema que relata el despertar del autor al escuchar su nombre “Hacia la media noche”, sin que sepamos quién lo pronunció. Descubre a un ser herido desangrándose, que habla un lenguaje ininteligible para él, pero que es él “desangrándome, inverso, a mi vivir”, y cae “como un chorro de sombra” hasta él mismo despierto. El yo es el otro, como descubrió Rimbaud, un otro tan importante que avanza hasta equipararse al yo y poner en duda la realidad de uno de los dos.

   Inevitablemente en los casos de desdoblamiento de la personalidad entra en juego un espejo, que refleja (o no) al protagonista. En “Cita sin límites” lo encontramos en el quinto poema, en donde se cuenta que un mismo espejo ayer, hoy y en ese instante no reproduce el rostro que lo mira. Le interesa descubrir el porqué y lo indaga, pero tiene que declarar: “¡Qué sé yo, sin rostro!” La pérdida de la imagen es señal de carencia de identidad, significa tener que repetir el estribillo del poema anterior y confesar que no existe el que inútilmente busca ver su rostro repetido en el espejo. Así lo acepta el verso final: “Nadie soy: voy andando por el mundo.” Una antinomia paradójica, la de andar no siendo nadie. Por tanto, tiene que ser un ente, lo es, pero ¿quién es?

   Nuevamente se tropieza con el otro en el poema número 20 de esta sección: “En el centro de un círculo brillante, / he penetrado a ser otro en mi cuerpo”, declara, y añade que se mira en un espejo y esta vez sí se contempla “alrededor del iris que me guarda”. Se ve en el ojo que lo observa, que es su propio ojo. Como un eco del poema antes citado, el cuarto, oye gritar a alguien “¡Despierta!” lejos de él, pero en él, en una situación desconcertante si aceptamos que una cosa no puede ser la cosa y su contrario:

“¡Despierta!”, oigo decir allá hondo,

lejos de mí, en el cuerpo que me lleva.

Quisiera despertar: no puedo.

Sigo en la media noche.

El tiempo se ha parado

o se ha hundido conmigo cuando hablé.

   El tiempo constituía la obsesión de Prados, y en su círculo se perdía hasta suponerse otro distinto de sí mismo, en dos seres incapaces de comunicarse porque utilizan diferentes lenguajes, quizá por encontrase en dimensiones distintas, si es cierta la existencia de universos paralelos. Confiesa Prados  ignorar mucho más de lo que sabe, zozobra en una noche de misterios en la que no consigue despertar, aunque lo intente desesperadamente.

 

El poder de la escritura

   Pasemos al segundo poema de la segunda parte, muy breve, de dos estrofas. En la primera alguien narra en primera persona cómo ha pronunciado un nombre al azar, “piedra”, y al escribirlo sobre el papel se convierte en un cuerpo que habla. Es el poder de la escritura. El resultado es sorprendente, porque al pronunciar ese nombre el discente cuenta que sale de sí, y añade: “Sé que no he de volver jamás a verme.” El lenguaje ejecuta la escritura en acto, aunque se halle sometido al tiempo que todo lo transforma.

   En la segunda estrofa el discente le habla a otro, seguramente sea posible escribir “al otro”, y le pide que si encuentra una piedra la recoja  y se la lleve. Será algo así como una materialización de la escritura, un realizar en acto lo que se deja escrito sobre el papel. La piedra es un objeto mostrenco sin ningún valor en sí, pero capaz de transformarse por medio del lenguaje en diversos elementos. De esta manera se da apariencia de realidad a lo que es inefable. Y termina: “Sobre el papel que tú ames más, me olvidas”, porque la escena descrita fue una apariencia, una historia literaria ficticia para olvidar, creada por un escritor asombrado frente a lo que intuye.

   Comprobamos que el pensamiento inspirador de Emilio Prados se volcaba en meditaciones íntimas, que exigen la complicidad del lector para alcanzarlas. Suele calificarse de hermética su poesía, aunque resulta fácil de comprender si se le acomodan las claves predominantes: la contemplación del tiempo, la realización del lenguaje, y la identificación de la personalidad. Son tres elementos dominantes en su escritura, que se suceden continuamente en los libros, como estamos comprobando.

 

La palabra es acto

   Se continúa el ambiente en el tercer poema, muy extenso y muy interesante, en diálogo del autor con el otro, lo que constituye una “conjunción caminante de dos ecos”.  Según relata, si se pudiera mirar en su interior, se vería “en otro unificado”. La imaginación tiene un papel relevante para la comprensión de ese mundo entre real y aparente: “Permaneces en ti más, al ser otro”, se dice y le dice, para añadir explicativamente: “Cinco sentidos tienes.¿Y qué son?: / Tu lenguaje, parado en tus principios”. Vuelven ideas ya encontradas antes: “Tu palabra / --tu pensamiento aún silencioso— es acto: / vas en él, por él vas hacia ti mismo”, porque es el vehículo imprescindible para el conocimiento de las cosas y de los seres, en primer lugar del ser pensante, que es en este caso el mismo poeta. Se trata de un texto sugestivo, pero excesivamente largo para comentarlo ahora.

   Vamos a rastrear la figura del otro en el séptimo poema de esta segunda parte, escrito en ese “tú” reflexivo que también puede ser diálogo entre los dos habitantes del ente conocido como Emilio Prados. Se dice que ese cuerpo es la encarnación de unas voluntades hecha sin la suya: “Tu encarnación / está en un cuerpo involuntario y vive”. No se reconoce, así que declara: “Un hombre en ti posees, te hace hablar. / Limitado es tu lenguaje”, y no sabemos quién de los dos habla, aunque en verdad tampoco importa su personalidad, puesto que los dos son uno mismo. A pesar de la identificación, uno aparece dominante y es el que obliga al diálogo: “Lo dice un idioma / que te hace hablar un hombre”, como si fuera el médium de unos poderes extraños. No nos preocupa, lo significativo es el poema.

 

Hacerse espejismo

   Todas estas cuestiones se amplían en el duodécimo poema, interesantísimo porque metaforiza su vida como el cruce de un desierto, en el que él mismo se convierte en espejismo: no dice ver un espejismo, sino “Me hago espejismo”, aunque no explica la metamorfosis, y cuenta que entra en él “sin mí”, como otro, pero si él es el espejismo no tendría que entrar, porque  está ya, puesto que es, de modo que entra el otro, sin él. La secuencia descrita parece confusa, como corresponde a un espejismo irreal.

   En ese estadio extraño desprovisto de realidad, afirma sufrir tres tentaciones, que no detienen su paso, o al menos eso supone, ya que en un espejismo se confunde la certeza con la apariencia: “Yo sigo, creo que sigo; voy sin mí…” Despojado de su encarnación y suplantado por el otro, camina por dentro de sí mismo sin ir consigo. En el juego de las apariencias todo es posible, aunque difícilmente explicable con palabras.

   Las tentaciones son sus deseos, aparentados en un oasis, una torre y un trigal. Las vence y consigue evadirse a la realidad: “Desnudo mi espejismo: vuelvo al cuerpo / que soy.” Y en esa realidad todavía se le presenta una tentación más: “Mi última tentación fue la nostalgia / de la tierra que fui…” Obsérvese la referencia a la tierra que fue él, seguramente cuando era un espejismo. Según la Biblia la naturaleza humana es barro, conjunción de tierra y agua, tal como se describe el poeta vuelto a su cuerpo carnal.

   No expresó aquí un lamento de exiliado por su tierra vencida y atormentada, a la que no quiso regresar, como tantos otros exiliados que rechazaron someterse a la dictadura fascista. No escribió “de la tierra en que nací”, sino “de la tierra que fui”, es decir, que él fue tierra durante la travesía del desierto, y no se encuentra en todo el poema la menor alusión a España o al exilio. Es más: un verso de este poema dice: “Oigo en la oscuridad mi andar sin huellas”, lo que obliga a suponer que Prados no pensaba dejar huellas por ningún sitio, no quería dejar rastro de su paso por ningún país.

ARTURO DEL VILLAR

 

 

 

 


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