DELPHINE DE VIGAN, LAS LEALTADES: LA NÁUSEA QUE NOS ALEJA DE LOS OTROS

DELPHINE DE VIGAN, LAS LEALTADES: LA NÁUSEA QUE NOS ALEJA DE LOS OTROS

Hay diferentes formas de vomitar la vida. Alguna de ellas la percibimos como el mayor logro posible. Un logro que nunca fuimos capaces de soñar. Otras, sin embargo, requieren de la espeleología del miedo. La incertidumbre. Y la náusea. La náusea que nos aleja de los otros. Esos espacio de soledad que se reproduce una y otra vez dentro de nuestras cabezas como los ecos traidores y asesinos que representan el vómito que nadie entiende por mucho que lo perciba o lo vea. Hay sigilo en la autodestrucción, y en la expiación de la lealtad. Lealtad como culpa. Y también como lazo de amor hacia aquello que es intangible, y que ni tan siquiera nosotros logramos entender. Enfundados como estamos en una pátina de aislamiento que nos distancia del mundo. No hay nada más perverso que el miedo a tocarse y reproducir en un gesto todo un sentimiento. Sentimiento profundo e inane el del amor que se nos escapa entre la manos o nos condena al ostracismo de una sociedad que desprecia al distinto. A ese otro que ni tan siquiera reivindica su propia identidad, sino que tan solo busca algo de consuelo ante la extrañeza que le produce ese mundo que no entiende. Un mundo que, en la adolescencia, nos sitúa en el borde de la barandilla que nos asoma al precipicio de la indiferencia y de la búsqueda de ese yo que nos haga entender que vivir sigue mereciendo la pena. Théo y Mathis, dos de los cuatro protagonistas de Las lealtades, se aferran al alcohol para diseminar su náusea en un campo de batalla repleto de algodones sobre los que desfallecer sin miedo a hacerse daño. Algodones que, sin embargo, a ellos no les sirven para mitigar el dolor que sus familias y su entorno les infringen. O esa indiferencia de unos padres que nunca sabrán por qué los concibieron, o para qué los trajeron al mundo. Las lealtades es un espacio de trincheras. De padres e hijos. Del pasado y su deriva en el presente. Del miedo y sus consecuencias.¡Qué fácil sería entenderlo todo desde la luz de la esperanza, o el brillo de la felicidad incombustible que nunca se acaba, y sin embargo… Delphine de Vigan nos sumerge en un mundo donde las fronteras de lo inhóspito no existen, pues todo se asemeja a un espacio en destrucción. Mediante un estilo contenido, breve y explosivo, consigue mostrarnos la desnudez de dos adolescentes ante aquellas incógnitas que no saben despejar, sin que por ello se muestren débiles a la hora de mantenerse firmes en sus afectos que, como los expone la propia autora a la hora de definir las lealtades en el inicio magistral de la novela: «Son lazos invisibles que nos vinculan a los demás —lo mismo a los muertos que a los vivos—, son promesas que hemos murmurado y cuya repercusión ignoramos, fidelidades silenciosas… Son las leyes de la infancia que dormitan el interior de nuestros cuerpos, los valores en cuyo nombre actuamos con rectitud, los fundamentos que nos permiten resistir, los principios ilegibles que nos corroen y nos aprisionan. Nuestras alas y nuestros yugos… y las zanjas en las que enterramos nuestros sueños». La lealtades es una novela física en el sentido de la corporeidad de sus personajes y su evolución a lo largo de la historia que nos es narrada. Son almas rotas y personas que tropiezan con todo aquello que se les pone delante, incapaces de sortear ese cúmulo de obstáculos que se les presentan en su día a día. Vómito. Sangre. Alcohol. Ropa sucia. Alimentos que se pudren en un plato olvidado. Silencios que nunca se agotan…, van recorriendo las páginas de una novela que en ocasiones nos recuerda al modo que la gran Marguerite Duras tenía de abordar la autoficción en su obra. Las lealtades y su estilo, nos obligan a parar y a reflexionar sobre aquello que estamos leyendo. Una vez más, la literatura como reflexión, se vuelve tanto adictiva como trasgresora. Impune e impúdica. Atroz y reveladora. Las lealtades se nos presentan, de este modo, como una antorcha que está a punto de provocar un incendio. Incendio de llamas que no buscan una purificación, sino un final a la náusea. La náusea que nos aleja de los otros.

Ángel Silvelo Gabriel.


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