La novela policíaca antes de Edgar A. Poe (I)  

 

La novela policíaca antes de Edgar A. Poe (I)  

 

Edgar Allan Poe es considerado el fundador del género policíaco, con la publicación de Los asesinatos de la calle Morgue en 1841. En este relato, uno de los más largos escritos por Poe, el lector se ve abocado a resolver un asesinato de la mano de un detective aficionado de nombre Chevalier Auguste Dupin, un personaje dotado de una gran capacidad de deducción. El misterio comienza cuando una mujer y su hija aparecen asesinadas en el interior de una habitación situada en el cuarto piso de un edificio de la calle Morgue. Lo enigmático del crimen es que la habitación se encuentra cerrada por dentro, y el único otro acceso al apartamento es una ventana a la que resulta imposible trepar. De ahí que a este tipo de tramas se las haya dado en llamar «de habitación cerrada». Dupin, que conseguirá como es de suponer resolver el extraño caso, aparecerá posteriormente en otros dos relatos de Poe: El misterio de Marie Rogêt y La carta robada, estableciendo así otro hito, el de la primera saga de relatos detectivescos protagonizados por el mismo investigador.

El relato de Poe establece los cánones de un nuevo género: el de la novela de misterio o policíaca, con un claro patrón: crimen à resolución à explicación (retrospectiva). No es sin embargo esta obra la primera en la que el protagonista es un policía o un investigador privado y en la que la trama gira alrededor de uno o varios crímenes. Retrocedamos 14 años en el tiempo y crucemos el charco, desde Estados Unidos hasta la poderosa Gran Bretaña, donde tendrá lugar la historia que les voy a contar. E intentemos desvelar el enigma que la rodea.

Londres, 1827. El país vive una década de paz y prosperidad fomentada por el comercio de su imperio colonial. La ciudad crece a un ritmo imparable. Un millón setecientas mil laboriosas almas entrecruzan sus caminos en el mayor hormiguero del mundo. Una fina calesa avanza por Regent Street, en el centro de la urbe. El golpeteo de los cascos de los caballos y el traqueteo de los carruajes y calesas se confunden con las voces de los repartidores y los comerciantes callejeros, anunciando las bondades de sus productos. El aire, frío y húmedo, se ve enrarecido por el humo de las chimeneas domésticas e industriales y las nieblas del valle del Támesis. El viento transporta el hedor de las aguas residuales, que desembocan en el verduzco río, por toda la ciudad. El vehículo frena su marcha y gira a la izquierda para tomar New Burligton Street, una pequeña calle amueblada de distinguidos edificios, habitados por lo más elevado de la sociedad londinense. Poco después, la calesa se detiene ante el número 8. Un caballero, elegantemente ataviado, al que llamaremos sencillamente Mr. A., desciende del carruaje mientras sujeta su sombrero de copa. Apoyado sobre un bello bastón con empuñadura de marfil, se dispone a encaminar sus pasos hacia la entrada del edificio cuando, como de la nada, surge un enjambre de críos harapientos que le rodean suplicando un penique. Mientras intenta abrirse paso ignorando la solicitud de los chiquillos —»Ya les daré algo cuando salga», se dice —, el conserje sale del edificio, a la carrera, acalorado, y aparta a los niños sin contemplaciones. Mr. A. se acerca a la puerta —junto a la que una placa de bronce reza: «Henry Colburn, editor»— y cruza el dintel, agradecido por verse libre de la jauría.

Mr. A. se encuentra pletórico y, a la vez, algo ansioso. Por fin ha llegado el esperado día. Unos minutos más tarde es recibido por Mr. Colburn. Este le atiende cortésmente, si bien con cierta frialdad. Toman asiento, y tras el té de rigor, que Mr. A. acepta cordialmente pero sin entusiasmo, su anfitrión se levanta y se acerca a su escritorio. Desenvuelve un paquete y le acerca a su cliente el libro que acaba de sacar a la luz. Mr. A. lo toma en sus manos, lo acaricia y lo abre hasta encontrar la portadilla:

RICHMOND:

SCENES IN THE LIFE

OF A

BOW STREET RUNNER

DRAWN UP FROM HIS

PRIVATE MEMORANDA

BY RICHMOND

IN THREE VOLS

. VOL I.

LONDON:

HENRY COLBURN, NEW BURLINGTON STREET

1827 *

«Richmond: Escenas de la Vida de un Bow Street Runner, extraidas de sus informes privados», por Richmond. En tres volúmenes. Vol. I.  

 

Ahí está. Su obra. Su primera novela. Su sueño hecho realidad. Hojea el volumen entusiasmado, y le viene a la mente la imagen de miles de ansiosos lectores devorando una página tras otra, con una sonrisa en los labios. Los ve volteando la última de ellas, asintiendo con la cabeza ante lo que no pueden sino considerar una magnífica obra. Escucha ya los corrillos en las reuniones sociales mientras se recomienda su lectura, se alaban sus cualidades y se llega a hablar, incluso, de un nuevo género en la literatura popular. Un tipo nuevo de novela en el que el protagonista es un policía que repasa extraños casos en los que se ve envuelto. Y Mr. A. se imagina también la pregunta que, repetida hasta la saciedad, se hará todo Londres: «¿Quién se oculta bajo el seudónimo de Richmond?».

Una pregunta que aun se siguen haciendo muchos expertos.

Y aun hay quien piensa que los libros son caros hoy en día

Como vemos en la portadilla del libro, la novela se publicó en tres volúmenes, un formato típico de publicar ficción en Gran Bretaña durante el siglo XIX que no se corresponde con lo que hoy llamamos «trilogía». En aquella época, los costes de impresión eran muy elevados. Esta novela, por ejemplo, (el conjunto de los tres volúmenes) salió a la venta por algo más de una libra esterlina y media de la época, lo que en la actualidad equivaldría a unos ciento noventa euros. Por este motivo, los editores dividían las obras en tres volúmenes. De esa manera, los beneficios obtenidos por las ventas del primer volumen servían para financiar la edición del segundo, y las de este la publicación del tercero. Aún así, el precio de cada uno de los volúmenes seguía siendo prohibitivo para la mayoría de la población. De ahí que, en lugar de comprarlos, los lectores los tomaran en préstamo en las llamadas circulating libraries o bibliotecas de préstamo. Estas cobraban una tarifa anual a sus suscriptores de lo que hoy vendrían a ser unos ciento veinticinco euros. A cambio, el lector tenía el derecho a tomar prestado un libro de cada vez. Eso sí, si el lector quería llevarse los tres volúmenes de una vez para evitar tener que hacer varios viajes, la tarifa era superior. Era lo que hoy conocemos como suscriptor prémium. Como vemos, los servicios del estilo de Amazon o Nubico, entre otros, no son tan modernos.

La trama

La historia gira en torno al personaje principal, un Bow Street Runner, llamado Tom Richmond. Bow Street Runner (corredor de la calle Bow) era el apodo por el que se conocía popularmente al primer cuerpo profesional de policía de Londres, fundado en 1749 y disuelto en 1839. Su sede se encontraba en el número 4 de Bow Street. No eran patrulleros, sino un cuerpo policial dependiente de los jueces, encargado de la investigación y persecución de delincuentes (de ahí lo de runners, corredores). 

Bow Street Runners, circa 1800

Supuestamente autobiográfica, la narración se desarrolla en primera persona y se divide en dos partes: la vida de Richmond antes de convertirse en policía, y cinco de sus casos, conectados por simple contigüidad temporal o espacial.

En la primera parte la novela relata las aventuras de Richmond en su transición de una vida semicriminal al margen de la sociedad a otra, también marginal, pero teóricamente al menos situada del lado de la ley y el orden. En ella, interpreta el papel del simpático héroe deshonesto de las novelas de aventuras. Esta parte, que abarca todo el primer volumen, se encuentra plagada de pícaros, tontos, mujeres indefensas, ladrones y policías corruptos. Durante sus aventuras por el mundo marginal de la Inglaterra victoriana, Richmond convive con una familia de gitanos y se casa con una de las mujeres de la familia, que fallece al cabo de un tiempo.

Tras todas estas aventuras, la novela da un giro inesperado pero no necesariamente muy acertado, como veremos más adelante. Richmond es un amante de las aventuras pero, a la vez, alguien que anhela una vida estable. Desea tener un empleo que le proporcione unos ingresos regulares y una vida medianamente acomodada pero que, a la vez, le ofrezca la posibilidad de seguir disfrutando de una vida de aventuras. De ahí que, cuando oye hablar de los Bow Street Runners, se decida a entrar a formar parte de este cuerpo policial.

La segunda mitad de la novela recoge, como decía, cinco de los casos con los que Richmond se enfrenta a lo largo de su carrera: la desaparición de un niño, víctima de un psicópata que secuestra y mata para ganar dinero con los cuerpos, vendiéndolos a anatomistas (una historia en la que se ve implicado un grupo de gitanos, y a quienes Richmond intenta disculpar o exculpar del secuestro centrando sus acusaciones en quien considera el principal culpable y maestro criminal, el anatomista); un abogado convertido en el falso párroco de un pueblo al que agobia con sus diezmos y cuyos habitantes tratan de expulsarlo recurriendo a todo tipo de trucos (fantasmas, falsos terremotos, etc.); un caso de contrabandistas y fraude en las carreras; el rescate de una mujer maltratada por un marido que la está volviendo loca (y en el que Tom, pese a simpatizar con el esposo, acepta el encargo de ayudarla, solicitado por el anciano padre de ella, ya que le permite llevar a cabo su trabajo a la vez que se divierte); y, finalmente, el caso de unos falsificadores de billetes.

Se trata de historias divertidas y que, a la vez, abordan las diferencias sociales y económicas de la sociedad inglesa de la época.

 

Arriba y Abajo

Las tiradas de las novelas en tres volúmenes eran por lo general de menos de 1.000 ejemplares. Los editores procuraban tener vendidos de antemano tantos ejemplares como les fuera posible a las librerías (la mayoría de préstamo). Incluso antes de llegar a la imprenta, lo que les permitía asegurarse una parte del beneficio. Si el libro resultaba un éxito, las librerías solicitaban un número adicional de ejemplares a las editoriales, lo que permitía a estas sacar a la calle una nueva edición en caso de ser necesario. Richmond no llegó nunca a la segunda edición. De hecho, probablemente por tratarse de un autor desconocido, el editor no consiguió colocar toda la tirada, y hubo de esperar casi veinte años para liquidar los ejemplares restantes.

Las primeras críticas no fueron muy amables con la novela. The Monthly Review, una revista inglesa de la época dedicada exclusivamente a las reseñas literarias, dijo en su día que la novela carecía de interés alguno y que el autor tenía el mismo conocimiento sobre los entresijos policiales que cualquier despistado que hubiese acudido alguna vez a una comisaría de policía. Echaba así por tierra la pretensión del autor de que se trataba de una novela autobiográfica. Pero existen otros motivos por los que la novela resultó un fracaso.

Está por un lado la mezcla de géneros, el continuo cambio de unos a otros, pasando de la picaresca al realismo, del romance a la aventura, de la comedia al crimen… Es cierto que la mayor parte de la novela se centra en la resolución de casos criminales, pero en aquella época no existía aun un género de ficción similar. Nunca antes había sido un policía el protagonista de una novela. Ni tampoco los detectives privados, un concepto que se encontraba aun muy verde (la primera agencia de detectives privados, creada en París por el famoso excriminal Eugène Vidocq, llevaba solo algunos años en funcionamiento). De ahí que Richmond fuese percibida como un género irreconocible, como una mezcla heterogénea de historias que despertó la desconfianza de los lectores.

Un problema añadido, y no menor, es el de la rígida sociedad de clases de la época victoriana. La novela da a entender que el protagonista es una persona de clase media. Sin embargo, su ansia de aventuras le lleva a mezclarse primero con gitanos, criminales y lo más bajo de la sociedad inglesa y, posteriormente, a convertirse en policía, un trabajo desempeñado en aquella época por personas de baja condición social. Ese trasvase, de una clase social a otra inferior, era algo mal visto por la sociedad de principios del XIX. Cualquier cambio hacia arriba o hacia abajo estaba mal visto, bien por unos bien por otros.

Por si esto fuera poco, los Bow Street Runners eran percibidos como un cuerpo policial corrupto. Recibían recompensas como complemento de su salario, lo que los convertía en poco menos que mercenarios, personas con pocos escrúpulos y faltos de la minuciosidad y objetividad necesarias para llevar a cabo su cometido con un mínimo de rigurosidad. Richmond intenta desvincularse de esta visión, apartarse del estereotipo del policía corrupto y estúpido. Repite una y otra vez que no le interesa el dinero, sino la aventura que implica su trabajo. Intenta así convertirse en un héroe atractivo, guiado por el sentido del honor. Pero habla constantemente de las recompensas, y se refiere a sus casos como empresas o trabajos. No parece que la constante mención al pago por sus servicios resulte muy apropiada para un héroe de novela.

Tampoco lo son los métodos utilizados durante sus investigaciones: informadores, escuchas y observaciones encubiertas. Hoy en día los policías, detectives privados e investigadores de las novelas son personas de carne y hueso, con sus virtudes y defectos. Incluso pueden tener más sombras que claros, ser unos perdedores o incluso antihéroes. Pero en aquella época los héroes debían mantener su pureza. Y ese tipo de métodos eran vistos por la sociedad victoriana como una inaceptable intrusión en la vida privada. Aun hoy en día seguimos considerándolo así, pero llevamos mucho tiempo viviendo en una sociedad en la que las tecnologías pueden hacer que nuestra privacidad sea literalmente inexistente.

Portada de la edición facsímil de 1976

¿Quién fue «Richmond»?

No es sencillo responder a esta pregunta, pero sí lo es hacerlo a la de porqué el autor no llegó nunca a revelar su nombre públicamente: no lo hizo por la sencilla razón de que fue un absoluto fracaso. A pesar de que algunos expertos han atribuido esta novela a Thomas Skinner Surr o a Thomas Gaspey (dos escritores de novelas relacionadas con el crimen), son muchos quienes discrepan de esta opinión.¿Quién fue entonces el autor de esta primera novela policíaca? Probablemente seguiremos sin saberlo. Al menos hasta que algún investigador de la literatura victoriana encuentre un día algún documento, en forma de nota de encargo o factura del editor, memorias o cartas del autor que permitan resolver el misterio.

Pero aunque no podamos ponerle nombre y apellidos, quizá podamos adivinar qué tipo de persona pudo ser. Intentemos resolver al menos en parte este enigma, como si de una novela policíaca se tratase.

En primer lugar, el hecho de que el autor publicase la novela bajo un seudónimo nos indica que deseaba mantener su autoría en secreto.¿Qué motivos podía tener para hacerlo? ¿El miedo al fracaso, quizás? ¿Podría tratarse de una figura pública o, al menos, de cierto renombre en la sociedad londinense que no desease arriesgar su posición en caso de que la cosa saliese mal? Aunque, ¿por qué había de ser alguien conocido? ¿No podía tratarse de un escritor cualquiera, de alguien perteneciente a la clase media? Claro que de ser así, no habría tenido razones de peso para no publicar la obra con su auténtico nombre: no tendría mucho que perder. Quizás si indagamos un poco en el tipo de obras publicadas por Henry Colburn, el editor, podamos sacar algo en claro…

Veamos, Henry Colburn publicó muchas obras conocidas de un género que, por entonces, se dio en llamar novela de moda o también Silver Fork (tenedor de plata). Este nombre se debía a que se trataba de novelas escritas por aristócratas para aristócratas. Tras la publicación de varias obras de este tipo con considerable éxito, decide, en 1827, publicar una novela anónima de una calidad literaria algo dudosa. Como cualquier editor que se precie, Coburn tenía que haber leído la novela y ser consciente de ello. Es más, tenía que saber que a su público habitual, la clase alta, aquella obra podía resultarle ofensiva. Colburn publicaba historias pensadas para agradar a los lectores de la aristocracia y la alta sociedad londinense. Pero el protagonista de Richmond era un policía (un cuerpo con mala fama compuesto en su mayoría por personas de clase baja) que hacia la vista gorda ante las tropelías de algunos rateros y que, en cambio, perseguía a criminales de la clase media y la aristocracia. Colburn tenía que saber que la obra sería un auténtico fiasco. Entonces ¿por qué aceptó publicar el libro? Podía suponer un auténtico varapalo para su editorial. No tanto por el perjuicio económico de unas bajas ventas como por la pérdida de prestigio que le podía acarrear un libro de aquella naturaleza.

Se debiera o no a la publicación de Richmond, lo cierto es que solo dos años más tarde Colburn se encontraba al borde de la quiebra. Para salvar el negocio se vio obligado a asociarse con su impresor, Richard Bentley. Este le proporcionó una importante inyección de capital que permitió mantener la firma a flote. Pero la sociedad duró solo tres años. Tras los éxitos de sus primeros años como editor, Colburn parecía haber perdido su buen ojo. Como cuando se decidió a publicar tres colecciones de libros a las que denominó Biblioteca Nacional del Conocimiento, Biblioteca Juvenil y Biblioteca de los Viajes y Descubrimientos de la Edad Moderna. Casi la mitad de los 55.750 ejemplares de la primera acabó vendiéndolos a precio de saldo. De la segunda solo llegó a publicar tres volúmenes, y la tercera no llegó a ver la luz. Perdió unas 7.000 libras de la época, más de 800.000 euros de hoy en día.

¿Se debió aquella caída en desgracia a la publicación de Richmond? Podría ser, pero es posible que la publicación de Richmond fuese solo la puntilla que desencadenó el resto. Puede que Colburn tuviese ya serios problemas económicos cuando se decidió a publicarla. Claro que, de ser así, parece tener menos sentido aun el que se decidiera a hacerlo.

A menos que… el autor le propusiese pagar una parte de los costes de publicación. Después de todo Mr. A., como los otros autores publicados por Colburn, debía ser un aristócrata. Alguien que pudiera permitirse el lujo de costear la publicación de su libro. La coedición no es, a fin de cuentas, un invento de nuestros días. Visto así, no sería de extrañar que Colburn no hubiera hecho demasiados ascos a la propuesta. Quién sabe si no sería el propio Colburn quien, tras leer la extraña obra, le propusiese al autor que utilizase un seudónimo, por si la obra no resultaba muy bien acogida. Parece un consejo sensato que alguien de la alta sociedad, nuevo en el mundo de la literatura, aceptaría de buen grado.

Esta idea tiene sin embargo un inconveniente: si Mr. A. era un aristócrata, ¿qué motivos podía tener para atacar a los suyos? No parece tener mucho sentido. A menos que no fuese exactamente un aristócrata. No de nacimiento, al menos. Un comerciante de éxito venido a más. Alguien que hubiese conseguido escalar los empinados escalones de la sociedad inglesa y que, en el camino, no hubiese sido bien recibido por los encopetados miembros de la jet londinense. Un nuevo rico con un título comprado a precio de oro. Pero de ser así no tendría sentido que, en su cuarto caso, el del marido maltratador, ironice sobre las aspiraciones y estupidez de los nuevos ricos y sus pretensiones de nobleza. Así pues, podría ser que Mr. A. fuese, después de todo, un aristócrata de alcurnia. Pero un aristócrata vilipendiado y vituperado por los de su propia clase. Y que su aparente falta de visión, su despreocupación por agradar al lector de la época, fuese intencionada. Quizás este libro no tuviese afán literario o comercial alguno. Quizá no fuese sino una manera retorcida de vengarse de todos aquellos que le habían menospreciado. De todos aquellos presuntuosos que seguían haciéndole luz de gas. De ser así, ¿qué mejor que una novela publicada por el editor de los aristócratas y bajo un nombre ficticio que le permitiese mantener el anonimato?

Puede que esto fuera así. Puede que no. Puede incluso que fuese el propio Colburn quien, en un ejercicio de vanidad, decidiese publicar una novela escrita por él mismo. O puede que fuese alguien completamente distinto. Puede que algún día lo averigüemos. Mientras tanto, el misterio nos permitirá intentar seguir emulando los pasos de Auguste Dupin, Sherlock Holmes, la querida Miss Marple, Hercules Poirot, Perry Mason, Philip Marlowe, Sam Spade, el comisario Maigret, Pepe Carvalho, el comisario Montalbano, Bevilacqua y Chamorro o quien quiera sea nuestro investigador preferido.

Richmond como Novela policíaca

Richmond es una novela de transición entre la novela picaresca y de aventuras y la novela detectivesca. Existen elementos comunes con esta: como en las novelas de Sherlock Holmes, existe un caso a resolver, aparece ocasionalmente un compañero de investigación, y el protagonista utiliza técnicas de infiltración en el mundo criminal, la vigilancia e incluso el disfraz para lograr capturar a los delincuentes. Pero hay una falta casi absoluta de pensamiento deductivo. Richmond no tiene en consideración los posibles motivos del criminal para poder encontrar al culpable. Sus casos siguen el patrón de crimen à persecución à captura, y no el de crimen à resolución à explicación (retrospectiva) característico de la novela de detectives. Pero establece el camino que, finalmente, conducirá a Edgar Allan Poe a la creación de Los asesinatos de la calle Morgue, en 1841.

Pero ese camino de 14 años no se encuentra desierto, como veremos en próximas entregas.

Fernando Arnáiz

 

 

 


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