Azaña traductor en dos versiones

Arturo del Villar

EL Ayuntamiento y la Universidad de Alcalá de Henares junto con el Fondo del Henares y la Fundación Largo Caballero han recogido en un cuidado volumen, lamentablemente de tirada reducida, dos trabajos complementarios sobre el arte de traducir en Manuel Azaña. El primero es una conferencia pronunciada por Enrique Tierno Galván en 1980, y el segundo es una ampliación de ese estudio realizada por Enrique Moral Sandoval con intención totalizadora, aunque se le quedó fuera una traducción. El volumen es una pequeña joya, impresa sobre excelente papel, que reproduce en color las cubiertas de las obras traducidas por Azaña de las que existen ejemplares.

 

 

 

   Tierno Galván, entonces alcalde de Madrid, dictó la conferencia “como un homenaje a don Manuel Azaña. Homenaje a una persona hacia la cual sentimos la mayoría grande admiración por sus cualidades morales y por sus cualidades intelectuales” (página 15). De esa forma advertía que era parcial en la consideración del tema elegido. Sin embargo, extraña que aludiera a cualidades morales e intelectuales, pero no a las políticas. No obstante, el prestigio universal de Azaña se debe ante todo a su condición de político. Por sus cualidades morales no hubiera merecido mucha atención.  

   Como era costumbre en él, superó el tratamiento del asunto anunciado, para comentar el arte de traducir como creación literaria, desde Juan Boscán, pasando por Quevedo, hasta concluir en Azaña. Comparó su estilo con el de Larra, y aludió rápidamente a las traducciones llevadas a cabo por Unamuno, Julián Besteiro y Eduardo Ortega y Gasset, consideradas por él inferiores a las de Azaña (25).

   Admitió no conocer todas sus traducciones, pero las ocho analizadas le permitían asegurar que “Azaña tenía un castellano buenísimo que había bebido en buenas fuentes de Castilla la Nueva, un castellano limpio y evolucionado” (27), opinión sin duda compartida por todos sus lectores. Alguna otra puede ponerse en duda, como la de que “era una personalidad de minorías con conocimiento de su propia superioridad, y de ahí nace, evidentemente, el sentido aristocrático de la vida” (35): el orador que el 20 de octubre de 1935 consiguió reunir en el Campo de Comillas, en Madrid, a medio millón de personas expectantes por escuchar su discurso, transmitido además por radio, no merece ser tratado de minoritario o aristocrático, sino de político de masas admirado por el pueblo.

   Resaltó Tierno “la grande capacidad de don Manuel para el diálogo”, que en su criterio “lo traduce Azaña con tanta firmeza, y en muchos casos con más calidad que la prosa llana” (37). Esa capacidad le sirvió para dialogar La Corona con precisión, y para reproducir en las anotaciones privadas en el diario conversaciones con varias personas, aparte el considerado como “diálogo platónico” escrito durante la guerra, La velada en Benicarló. Como excelente orador, sabía puntear los diálogos en la escritura.    

   Dejó planteadas algunas cuestiones, como el conocimiento del inglés que podía tener (41), porque es sabido que vivió en París, pero no viajó a Londres. Claro que hay academias y profesores nativos que enseñan idiomas, y no es preciso hablarlos para saber traducirlos. Este asunto que dejó pendiente Tierno lo resolvió Moral en su análisis pormenorizado de todas las traducciones editadas de Azaña, excepto una que le pasó por alto.

El estudio de Moral

   Al transcribir la conferencia de Tierno pensó Moral, que había sido su teniente de alcalde en el Ayuntamiento de Madrid, ampliar el conocimiento de esa faceta hasta entonces poco tratada por los comentaristas de Azaña, su arte de traducir. Empezó por rastrear las alusiones a Azaña incluidas en los escritos del conocido como El Viejo Profesor, que admite “son muy escasas” (75). La grande admiración que confesó sentir por él al comienzo de su charla no debía de ser tan profunda como para incitarle a citar su pensamiento. Sería un azañista de espíritu más que de letra.

   Ha examinado los expedientes que permitieron a Azaña desempeñar un puesto burocrático en el Ministerio de Justicia, y en ellos comprobó que en las oposiciones celebradas en junio de 1910 había aprobado el examen obligatorio de francés además del voluntario de inglés (88). Asimismo cita dos acotaciones hechas por Azaña en su diario en 1915, en las que mencionaba estar siguiendo unas lecciones de alemán (91). Con ello estamos seguros de saber su conocimiento de otros idiomas.

   También revista diversos comentarios desperdigados en sus escritos acerca de las traducciones, por los que deduce que “en la mayor parte de las obras que tradujo, la selección corrió a cargo de la editorial, por lo que evidentemente era la retribución el estímulo principal” (94). Es cierto que las editoriales que publicaron sus versiones castellanas eran las más importantes en la época: Calpe, CIAP, Biblioteca Nueva o España. Pagaban tan bien que Azaña y su amigo Rivas Cherif pudieron vivir siete meses en París entre 1919 y 1920, gracias a la remuneración de su trabajo como traductores.

   Comenta Moral que “Azaña tradujo total o parcialmente al menos diecinueve obras” (96), de las que “dieciséis están publicadas” (97), y otra más que desconoce. Doce de ellas son versiones del francés y cuatro del inglés. Dos parecen haber desaparecido, y otra se encuentra manuscrita en la Casona de Tudanca (Cantabria), que fue propiedad de José María de Cossío y conserva muchas obras originales entre trajes de toreros amigos.

   Analiza cada una de esas obras, con sus referencias bibliográficas pertinentes, aportando datos acerca de los autores y del interés que Azaña podía sentir por ellos. Indudablemente es una de las secciones más interesantes del ensayo, a la que es preciso recurrir para adentrarse en el conocimiento del arte de traducir de Azaña.                            

   Cita mi libro El primer estreno teatral de Azaña: La carroza del Santísimo”, editado en 2004, en el que copié fragmentos de la traducción tomados del original que parece haberse perdido después. Esa pieza satírica contra el catolicismo romano pertenece a la colección de dramas cortos adjudicado por su verdadero autor, Prosper Mérimée, a una supuesta escritora y actriz granadina descendiente del rey moro Gazul: Théâtre de Clara Gazul, comédienne espagnole, incluida en la segunda edición, publicada en París en 1830.

Me detengo en esta obrita muy graciosa y mal intencionada, porque en la misma colección figura otra también traducida por Azaña, que Moral no ha tenido en cuenta al escribir su por otra parte muy documentado ensayo. No es culpa suya, sino de Santos Juliá, el preparador de las Obras completas de Azaña editadas en 2007 por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. En el séptimo volumen incluye en las páginas 479 a 491 la comedia El cielo y el infierno, como original de Azaña. En realidad pertenece también a Mérimée y a su Clara Gazul, y constituye asimismo una sátira del catolicismo romano y del tribunal de la Inquisición.  

   En una nota de la página 121 cita Moral la traducción hecha por Luis Cernuda del Teatro de Clara Gazul, comedianta española, editada por Espasa—Calpe en 1933, en tres volúmenes. Al comienzo del segundo se encuentra El cielo y el infierno, páginas 5 a 30, y a continuación figura La carroza del Santísimo precisamente.

   En suma, una aportación más de datos sobre una de las facetas menos estudiadas de quien presidió la República Española en sus peores momentos.

 

 


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