EL CANDIL

Ángel Medina

Siempre he admirado la figura de Diógenes de Sinope por varias razones: no sentirse atado a nada ni a nadie y la capacidad de sintetizar su pensamiento. Un sabio sencillo y profundo del que se cuentan dos anécdotas que esbozan su `personalidad. Una, la respuesta que dio a Alejandro el Magno cuando fue a visitarle y le encontró calentándose dentro de un tonel. El rey le preguntó qué podía hacer por él, respondiéndole: “Quitarte de en medio para poder disfrutar del sol”. Otra, cuando anduvo por el Ágora, centro de la vida social ateniense, portando un candil a plena luz del día. Y, demandándosele por su extraña actitud, respondió: “Estoy buscando a un hombre”. El ruido del mundo y los propios nos impiden conocernos, y quien no se conoce acaba siendo un extraño para sí mismo. La vida es breve, y nosotros, que debemos vivirnos somos vividos la mayor de las veces por un nihilismo que no ofrece salidas, haciéndonos desconfiar sumidos en un vacío existencial. Un hombre es su pensamiento. Y éste fruto de aquello que motiva su existencia. Animado por el personaje decidí hacer una prueba singular. Con la lámpara imaginaria entre mis manos salí decidido a buscarlo y marché a un gran hospital, abordando al primer matasanos con el que me topé. -             ¿Qué hace usted aquí, doctora? -   Reparo personas para que puedan vivir. -          ¿Vivir para qué? -            La vida es el proscenio del ocaso. -                ¿Y por qué muere? -      Porque cae el telón que pone fin a la tragedia. -              ¿Sabe para qué nacemos? -                Para morir. Y punto. Viendo que la conversación se había convertido en un círculo sin salida, decidí darla por concluida. Una vez fuera dirigí mis pasos hacia la Penitenciaria del Estado y pregunté por el ajusticiador, reabriendo mi formulario mental. -      ¿Qué es lo que hace usted, señor verdugo? -   Lo que nadie quiere. -   ¿Y por qué tiene que hacerlo? -              De algo tengo que vivir. -            ¿Para qué vive? -            Se me ha impuesto. Yo no lo pedí. -       Su oficio ha debido familiarizarle con la muerte.¿Sabe para qué se muere? El polvo ha de volver a la tierra. -           ¿Y para qué ha nacido? -                Para morir. Sólo para eso. Como el sayón tampoco me había satisfecho con sus respuestas busqué alguien nuevo al que interviuvar, encontrando a un filósofo de reputado conocimiento, que me recibió en su biblioteca, en la que no faltaba algún que otro incunable. -        ¿A qué se dedica usted, señor intelectual? -      A la reflexión. -¿Y por qué es usted pensador? -       Alguien tiene que influir en los demás, y de algo he de vivir. -   ¿Podría explicarme para qué vive? -      Pura inercia, porque al final todo acaba. -      ¿Sabría ilustrarme por qué razón se muere? -   Somos como unas lucecita que se enciende en el Cosmos y súbitamente se desvanece. Sin más. Pura nada. -      Entonces…¿para qué ha nacido? -          ¿Qué es la vida sino un aborto de la muerte? Me sentí profundamente desilusionado. Aquel insigne iluminador de ideas no me había respondido, y como las veces anteriores todo comenzaba para terminar mordiéndose la cola.¿Es el hombre tan sólo una pasión inútil? En el camino me topé con un manicomio, y desconociendo la razón accedí al interior. Allí se encontraban los desheredados de la tierra. Los que estorban y son apartados por la sociedad. Los leprosos de la mente, donde se recluye a los que posiblemente poseen una cordura distinta a la locura de los demás. Tras observar a mí alrededor, me acerqué a uno de ellos, espetándole: -¿Qué hace usted aquí, señor lunático? -              Pasar los días. Es todo lo que puedo hacer. -                ¿Y por qué está en este lugar? -               Me trajeron a la fuerza. Eso trae ir contra corrientes. Quien no sigue las pautas marcadas se constituye en una afrenta para el mundo. -       ¿Para qué vive usted? -               La vida es la antesala de la tumba. -   ¿Por qué habla de muerte? -     Es la otra cara de la vida. Un puente. Debemos entender la conexión entre ambas. Al llegar a este punto – que confieso no esperaba de alguien del que se dice está enajenado – sentí un escalofrío que me animó a preguntarle: -¿Sabría darme alguna razón por la que ha nacido? El hombre me miró con los ojos tiernos y húmedos. Luego, añadió: -         He nacido para ser yo, pero no me han dejado. -            ¿Tendría la bondad de explicarse? -                Los hombres no quieren hacerse preguntas embarazosas o de difícil explicación, cuando menos comprometidas. La sociedad desea vivir instalada en una nube plácida que no le complique la existencia. El Poder domina los medios y constantemente pretende adormecer nuestras conciencias bombardeándolas con lo intrascendente y opiáceo para así vendernos el consumismo material e ideologizarnos. La sociedad necesita hombres sumisos, borreguiles y que no piensen. Privarles del alma para inculcarles la materialidad. Escuchándole, me preguntaba si sería necesaria la vesanía para obtener la respuesta más allá de la sensatez. -       ¿No consiste la evolución en un devenir? El hombre ha de concluir su propia evolución y ésta pasa por una ética personal y colectiva, que requiere enfrentarse con el mundo. Quien se oponga lo pagará perdiendo el don de la libertad. Ahora, ya conoce usted por qué estoy aquí. Cuando abandoné el centro de internamiento tenía dos cosas meridianamente iluminadas por mi linterna. Una, la que me había contado el supuesto desequilibrado: quién se opone al sistema corre el riesgo de acabar devorado por él. La otra, la coincidencia de sus palabras con mis ideas. Pero, a la vista de lo visto, sería prudente no expresarlas públicamente, porque, como a él o al propio Diógenes me podrían igualmente tener por loco.

 

 

 

 

 


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