El papel de la filosofía en el mundo actual

La infancia del Universo y su posible ocaso de llama y hielo son estados de evolución y declive, de crecimiento y vejez enlazados como paradojas de cristal en una misma existencia intemporal, cuidadosamente grabada en un lenguaje de otoño y juventud, de amnesia y lucidez, de oscuridad y luz, en los cálidos recuerdos geométricos como un anhelo nostálgico y como una profecía agobiante, esparcidos como pétalos de tiempo y estrellas, de siglos y calaveras, de polvo nuclear y tinieblas eternas en las corrientes rojas de una tibia hojarasca de astros errantes, de mundos inertes y de constelaciones sin mitología ni destino, desprovistas del ingenio de un escultor de la conciencia y del firmamento, de los volcanes, el mar, la vida y los planetas, en la ausencia de la voluntad de un Dios que haya imaginado la cuna de las galaxias, la expansión del espacio y la tempestad de los eones; los sueños infinitos del átomo, la sinestesia del alma asociada con el fuego, el agua y el viento, la incertidumbre de un epitafio y la esperanza de la trasmigración; cautivan al presocrático que se aventura a explicar la soledad de las constelaciones, el destino del hombre al caer en la música espantosa del olvido perpetrada por los violines de la inexistencia que vuelven carne y hueso, belleza helenista, cabello resplandeciente y ojos poéticos en pasto para cuervos, en ceniza inanimada y en cal que se pierde en las profundidades laberínticas de la cripta; por flautas letárgicas en cuya sinfonía se deshacen los colores de la psique, se derrite el hielo de la memoria y se pierde el significado del alfabeto del alma, la simbología de los sentimientos cuyas raíces ambarinas alcanzan la hondonada más profunda de la existencia mortal, amordazada por la guillotina de la descomposición y enamorada por la ilusión del más allá. Bajo la luz escarlata de un sol ignífero interpretado como laberinto de secretos numéricos para los pitagóricos, visto como tribunal de albedríos para los astrólogos y percibido como tumba de emperadores para los esclavos y soldados que en la humildad de su condición social contemplaban los palacios de sus dirigentes con miedo y envidia sobre la colina de montañas, bañados por oro; astro reluciente que para los poetas que soñaron con la inmortalidad de Aquiles, con la majestuosidad de las murallas de Troya, con las sombras del inframundo, con la mirada mortífera de Medusa y con las alas de Pegaso, se convertía en un Dios esplendido de cabellos dorados y ojos fulminantes como volcanes en plena erupción, de piel blanca como el mármol y anatomía de cristal, en el festival de ideas celebrado en el corazón de la Ágora, un anciano de catadura que hubiese causado disgusto en los aristócratas, de cabellos inflamados de grasa, de uñas descuidadas, con la barba convertida en un enjambre anárquico de polvo, con la piel calcinada y una túnica andrajosa colgando como una bandera desgarrada en las ruinas de una nación saqueada, de su cuerpo arrugado-insulto claro al idealismo corpóreo del helenismo-se atrevió por primera vez en la historia del pensamiento occidental a mirar no al zodiaco o a la célula, a las moléculas o a la luna, sino al interior de la mente humana, comunicando a través de una retórica elocuente y sabia la importancia de auto cultivarse, iniciando así una espiritualidad que no buscaba prolongar las dimensiones del hombre en fantasías ilusorias de lo metafísico sino que se proponía reconciliar los deseos fervientes, las ambiciones errantes como el viento, el amor enloquecedor, el odio que nutre obsesiones y la curiosidad imbatible, el sexto sentido artístico y la premonición matemática con la tragedia de la mortalidad, con las dimensiones abstractas del Cosmos, con la muerte, la vida, el poder, la enfermedad y el caos. Pensadores de épocas posteriores imaginaron poderosos Dioses que corrían por las nubes con pies hechos de relámpagos estridentes, con alas de fuego naranja y armaduras colosales, algunos crearon a creadores sabios, infinitamente solitarios, más antiguos que la eternidad, apoderándose de la noción de la ética como producto de la actividad religiosa, afirmando en egoísmo y bajo los cadáveres de la inquisición, de las cruzadas y del colonialismo, que solo por medio de la fe se podía lograr la convivencia, distinguiendo el bien del mal. La realidad es que-como propone un joven poeta aislado en su nido de metáforas y en su crisálida de ideas que van y vienen como la luz de una luciérnaga en una madrugada de lluvia negra en un romance apasionado pero bañado de anonimato con el conocimiento y la literatura-si al hombre se le aísla de la sociedad, por si solo sería incapaz de imaginar a un creador, de buscar un más allá y de creer en algo superior, siendo ese algo una representación de su deseo de justicia, benevolencia, perfección e inmortalidad. La espiritualidad es una imposición social, la creencia en un Dios en particular no es algo a lo que se pueda llegar de manera individual, no es un descubrimiento que se hace a nivel personal sino que más bien, se trata de un adoctrinamiento que depende de la cultura y la geografía, de la historia y del ambiente en el que se crie una persona. Los sacerdotes exaltados que hablan sobre Cristo en sus catedrales blancas, de haber nacido en la antigua Grecia hablarían sobre las flechas de Apolo con exactamente la misma devoción con la que defienden el significado del sacrificio del mesías bíblico, si los Hinduistas que ponderan los engranajes de la reencarnación en las corrientes traslucidas del Ganges infinito, hubiesen nacido en el territorio de los Aztecas, hablarían sobre Quetzalcóatl con la misma fervencia, esperanza y fe con la que defienden la existencia de Shiva o de Visnú. Si alguna de estas deidades (desde el Dios judeocristiano hasta Zeus) en verdad existiese, si solo hubiese un Dios único y autentico, se esperaría que las señales de su existencia fuesen tan claras que todas las culturas y civilizaciones a lo largo de la historia estuviesen de acuerdo en sus cualidades, enseñanzas, profetas y libros sagrados pero el hecho de que cada cultura y sociedad haya tenido sus propios Dioses, sus mitos, demonios, ángeles, héroes y demás, indica que la religión es una manifestación filosófica convertida en imposición y en justificación para guerras y conflictos por el imperialismo como fue el caso del cristianismo. La espiritualidad que se propone en la filosofía actual, no busca respuestas en seres imaginados por sociedades de manera distinta dependiendo del contexto histórico, económico y político, más bien intenta esclarecer la incertidumbre que envuelve nuestra existencia a través de una evaluación racional de nuestro ser y de la naturaleza de la cual venimos, una naturaleza que no hemos creado y a la cual nos resulta imposible de trascender. La evolución enseña que todos los organismos terrestres están íntimamente interconectados por vínculos genéticos, toda bacteria y mamífero, reptil e insecto tuvieron el mismo origen en las profundidades del mar hace más de tres mil millones de años, ninguna reflexión religiosa se acerca a la belleza de la realidad, a la poesía de la vida que la ciencia ayuda a entender. La física con sus resultados más recientes, nos ha permitido entender el funcionamiento del átomo y especular sobre el origen de la materia, haciéndonos ver que somos hijos de procesos nucleares, del fuego en el interior de las estrellas, de moléculas errantes lanzadas a lo largo y ancho del espacio y del tiempo por Supernovas magnificas. La biología nos muestra la conmovedora complejidad del cuerpo desde la mitosis hasta la sinapsis, desde el metabolismo hasta el sistema inmunológico, desde la estructura interna de una célula hasta el dialogo electro-químico entre lóbulos y glándulas que permiten el milagro de la conciencia, del pensamiento y de la percepción. En una era en la que se nos agota el tiempo y una guillotina nuclear amenaza a la humanidad entera, en la que armas de todo tipo (biológico y de destrucción masiva) asechan en bases subterráneas y en submarinos, al momento preciso para hacer llover la destrucción sobre la tierra, convirtiendo este planeta fértil y diverso en un cementerio de civilizaciones muertas, en una tumba de especies extintas, de mares congelados y climas disueltos en la supremacía mortífera de un invierno inmortal habitado tan solo por extremofilos indestructibles que si tuviesen ojos y pensaran verían los fantasmas de la humanidad desapareciendo bajo la trágica y agobiante monotonía de una oscuridad hecha emperatriz de las cenizas de una atmósfera envenenada, entre nubes dolorosamente estáticas que claman por recibir la luz de los astros una vez más; en una época en la que el fanatismo religioso, racial y político continua financiado guerras, dictaduras y conflictos de todo tipo, ante la desesperación creciente de un capitalismo que como un leviatán acorralado empieza a sacudir sus tentáculos frenéticamente, fabricando alimentos genéticamente modificados y medicamentos diseñados para alimentar el ciclo vicioso, el negocio macabro de la salud convirtiendo a los pacientes en esclavos industriales, en consumidores de un imperio que usa la ciencia no para curar sino para vender; la filosofía asume un papel de liderazgo. Por un lado, ha de ser la filosofía la que brinde un contexto de comprensión y desglosamiento para que los resultados de los experimentos científicos se vuelvan herramientas que nos ayuden a construir nuestra identidad como humanos y a darle un significado a nuestra existencia, a reconciliarnos con la muerte, a entender lo que es el tiempo, la luz, la gravedad, los colores, el espacio, las estrellas y la vida misma. Como era el sueño de Nietzsche, uno de los grandes deberes de la filosofía en una época en la que se debe empezar a desafiar la ortodoxia religiosa y el autoritarismo de una espiritualidad basada en mitos y en creencias impuestas a través de procesos violentos de conquista y esclavitud, es darnos una nueva ética, una moral objetiva bajo la cual podamos regirnos aceptando nuestra mortalidad y cooperando como humanidad al disolver toda diferencia de raza y cultura como cosas triviales a la luz de los elementos comunes que nos hacen miembros de una misma especie.

Nicolas Esteban Fajardo

 

 


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