Tertulia con Ramón en Pombo (libro)

Arturo del Villar

 

  EN 1918 publicó Ramón Gómez de la Serna uno de esos libros que llevaba a la tertulia sabatina en el Antiguo Café y Botillería de Pombo, para regalárselos a los contertulios habituales y a los visitantes inesperados. Tenía unos seguidores muy fieles, en su mayoría intelectuales, pero no conseguía atraerse a una mayoría de lectores corrientes, precisamente por esa condición, de modo que editaba y regalaba sus libros, con lo que crecía el número de sus incondicionales admiradores entre sus pares. En este caso el libro se hallaba en su lugar correspondiente, puesto que se titulaba Pombo, y contenía la historia del café y de los asistentes a las sesiones sabatinas en la bautizada como sagrada cripta, en el número 4 de la calle de las Carretas, detrás del Ministerio de la Gobernación, ubicado entonces en la Puerta del Sol. La edición estuvo a cargo de la Imprenta de Mesón de Paños, 8, según indica el pie por toda referencia. El responsable de la portada, poco agraciada, era uno de los pombianos, Rafael Romero--Calvet, “el otro Durero”, según el autor, siempre vestido de luto y con aspecto de pájaro raro.

 


  En Zurich han convertido en un museo del dadaísmo el Cabaret Voltaire, en donde se reunían a partir de 1916 los dadaístas en torno a uno de sus muchos presidentes, Tristan Tzara, el más escandaloso de todos. En Madrid no queda vestigio de lo que fue Pombo, lugar de peregrinaje para los escritores y artistas llegados a la capital, desde que se inauguró la tertulia en 1912, hasta la guerra que significó el fin de tantas realidades hermosas. Es cierto que Pombo no fue más que un lugar de reunión para charlar unos artistas independientes pacíficamente y concelebrar banquetes de homenaje, mientras que en el Cabaret Voltaire se gestó un grupo activista muy combativo, con el propósito agit-prop de enterrar a la vieja literatura y sustituirla por la no literatura. Así quedó expuesto en los siete manifiestos redactados desde 1918 precisamente, para asustar a los bien pensantes, y en las múltiples revistas editadas para dar a conocer los resultados de esas teorías. En Pombo nunca se constituyó un grupo ideológico unido, ni se quiso crear un estilo común de creación artística, por lo que no se podía redactar un manifiesto, aunque sí proclamas con intención de demostrar la existencia de la sagrada cripta ante la historia.

   Pese a todas esas diferencias a favor del Cabaret Voltaire, la condición intelectual de los contertulios, empezando por su presidente, debiera haber bastado para preservar el Café de Pombo de las máquinas demoledoras. Prueba de ello es que se ha montado una réplica, pobre sucedáneo de la realidad destruida, lo que demuestra el valor de Pombo en la cultura madrileña. Es verdad que cuando cerró el café en 1942 los vencedores de la guerra mantenían otra contra los intelectuales, considerados enemigos peligrosos por su inclinación a la izquierda, a los que se debía extirpar de la nueva sociedad implantada por ellos.   

El mirador Ramón

   La reunión tenía como máximo representante a Ramón, sin el apellido rimbombante conocido en la historia política de España con división de opiniones, como es usual en esta tierra. En el libro se autorretrató, alegando que si hablaba de todos los habituales no se podía quedar él sin unas páginas, y son muchas las que se dedica para explicar que tenía un tipo stendhaliano, de cara ancha y pequeña estatura, que no era escritor ni pensador ni nada más que un “mirador” con la facultad de meter la realidad dentro de él como un puro objeto de tránsito. Lo sorprendente es que eludió referirse a su trabajo literario, y se limitó a delimitarse tal como él se veía y como le adivinaba Antonio de las Heras, un ciego habitual de las tertulias pombianas, a las que asistían fundamentalmente escritores y artistas, más algunos tipos raros siempre bien acogidos por las aportaciones originales que pudieran hacer a la conversación.

   Para animar las sesiones se organizaron banquetes, a personajes vivos y muertos. En el caso de los ausentes obligados se dejaba una silla vacía en la presidencia, por si acaso su espíritu condescendía a ocuparla, una reminiscencia de Don Juan Tenorio que no llegó a materializarse, pero ocasionó  comentarios encontrados. Memorable fue el banquete ofrecido a Larra, por las connotaciones políticas que se dedujeron de su suicidio para aplicarlas al presente, y por la defensa del suicidio como forma de resistencia ante una sociedad desarrraigada.      

   Se comenta en el libro el paso por el café en 1917 de Picasso, llegado a Madrid con los Ballets Rusos para asistir a la representación de Parade, espectáculo en el que había colaborado con la realización del vestuario y la escenografía. Aunque el motivo principal era acompañar a la bailarina rusa Olga Kohklova, de la que se había enamorado tanto como para casarse con ella, pese a sus diferencias de carácter. Es sorprendente que en Pombo, impreso al año siguiente, se comente sólo que “Picasso apareció un día por Pombo”, y después recuerde la visita que él había hecho a la casa--taller del pintor en París. Resulta extraño porque en su libro Ismos, impreso en 1931, explica que quiso aprovechar la estancia del artista en Madrid para organizarle un homenaje en el café. Estuvo muy poco concurrido, ya que los artistas a los que invitabaa acudir le decían que no sabían quién era ese tal Picasso. Al parecer no quiso hurgar en esa condición típicamente española de fingir ignorancia de lo que se envidia.

   En su discurso de ofrecimiento del homenaje aseguró Ramón que Picasso regresaba a Madrid para exhibir sus obras en el Teatro Real, cosa que le parecía muy lógica, ya que “no podía exponer en cualquier Exposición nacional”, aunque le faltó explicar el motivo: porque el jurado calificador hubiera rechazado sus obras por incomprensibles. Añadió que “llega aquí después de haberse transformado en cien dioses distintos y hasta contradictorios, como esos que pueblan el cielo búdico”, lo que puede constituir una original definición de las etapas sucesivas transformadoras de su arte.                                                   

Recuerdos del café

  El café cerró en 1942, y del edificio no queda nada, pero sí el recuerdo de la sagrada cripta. Se conservan para la historia los dos libros que le dedicó Ramón, poco reeditados; la mesa principal a cuyo alrededor se sentaban los contertulios, que se guarda en el Museo del Romanticismo, y el cuadro pintado en 1920 por uno de los habituales pombianos, José Gutiérrez Solana, él mismo un personaje fabuloso de biografía alucinada, contrapunto de Ramón, con quien intimó seguramente por ese motivo. Titulado La tertulia del Café de Pombo, es un óleo sobre lienzo que Solana regaló al pontífice de la sagrada cripta, y Ramón se lo donó al Estado español en 1947. Estuvo expuesto en el Museo Español de Arte Contemporáneo, hasta su traslado al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

   Es un cuadro tétrico, que más parece representar un velatorio que una tertulia artística, probablemente por culpa del pintor, un hombre triste reconcentrado en sí mismo, con el que no se podía mantener una conversación porque no hablaba, de siniestra sonrisa, muy cargado de espaldas y con cabeza rústica, según lo retrató Ramón en su prosa. El hecho de estar en una llamada cripta, y además sagrada, añade lugubrez al ambiente. Sin embargo, a juzgar por el relato contenido en el libro, siempre dominó el buen humor en la tertulia, lo que se corresponde con el carácter del presidente y con su misma literatura, calificada de humorística por los críticos, pero Solana era incapaz de sonreír y de observar que los demás lo hacían.

   Un tema recurrente en su pintura está integrado por las máscaras de carnaval, y es cierto que esos pombianos retratados en el lienzo más parecen máscaras que seres vivos. El pintor mismo se comportaba como un fantoche, y su biografía constituye una sucesión de anécdotas desatinadas. Esta apreciación no impide considerar que el cuadro sea una buena obra de arte. Se trata de constatar el aspecto de la tertulia reproducido en el óleo, por lo que sabemos en desacuerdo con el ambiente habitual de los sábados.

   Quien contemplase el cuadro, inicialmente expuesto en la sagrada cripta, es seguro que no sentiría ningún interés por tomar parte en una reunión tan lúgubre. La botella de ron situada en el centro de la mesa no anunciaba alegría, puesto que antiguamente los velatorios se mantenían en el domicilio del difunto, con el fin de acompañar a sus familiares hasta la hora del entierro, y para entretener el tiempo se ofrecían bebidas y dulces a los dolientes. Eso es lo que parece reproducir el cuadro de Solana, en vez de una tertulia cultural.  

      

Una proclama como denuncia

   Destaca también entre los recuerdos del café la Primera proclama de Pombo, impresa en 1915 en una larguísima hoja de papel, con intención de analizar la realidad española en su conjunto. Hizo Ramón aquí una clara apología del elitismo cultural, en contra de “Ese público matrimonial y sombrío que retuerce el pescuezo a toda liberación”, y que “no ama sino la suculencia de las tiendas de ultramarinos”, un público “que no lee ni combate porque teme pecar al leer cualquier libro”.

   Con gentes así la cultura española se hallaba condenada a la extinción total. Aseguró que “Los editores están casi arruinados porque en América, que es donde se lee, no pagan ahora, y aquí no se sostiene un editor”, y los pocos que resistían a la crisis “no editan más que mediocridades, reputaciones –esa pelota que después de ser peloteada sin dejar de ser pelota se convierte en reputación--, cosas editoriales –la especie más sucia y más intermedia de literatura que es la que más obsesiona hoy— y novelas”. Es una censura desproporcionada. Los editores son empresarios que deben procurar incrementar su negocio, de modo que publican lo que demanda el público, entonces como ahora. La crítica debiera hacérsela Ramón a los responsables políticos de ese estado de la situación, por su negligente cuidado en el interés por promocionar la cultura entre el pueblo. Por ejemplo a su padre, funcionario público y después diputado.   

   Su mala opinión de los editores debido a que sólo publicaban mediocridades, la continuó al señalar que no se interesaban por el “libro inclasificable, el libro violento, el libro ultravertebrado, el libro cambiante y explorador, el libro libre en que se libertase el libro del libro, en que las fórmulas se desenlazasen al fin, los libros que aquí no han comenzado a publicarse porque los que quizás parezcan ser de esta clase o se creen obligados a tomar el uniforme filosófico o hablan de una libertad antigua, indecisa o elocuente o resultan como capítulos sueltos y lentos de novelas inacabadas.” El lector entiende que Ramón aludía a sus escritos al ensalzar el “libro inclasificable”, como lo eran los suyos, motivo suficiente para que no atrajesen la atención de lo que llamamos el gran público lector, y en consecuencia obligada tampoco de los editores. El oficio de publicar exige dar al  lector lo que prefiere, para que el negocio resulte rentable.       

    La  culpa de que los editores no publicasen nada valioso, conforme a este criterio, radicaba en el mal gusto de los lectores aficionados a la pésima literatura. Debiera ampliarse también a los autores de esas obras que le parecían deleznables, pero es preciso tener en cuenta que en ese mismo tiempo se imprimían obras con valor literario incuestionable, ya que coincidían los modernistas con los integrantes de la llamada generación del 98, para no recordar más que a los novelistas. La visión negativa propalada por Ramón es demasiado personal, basada únicamente en la comparación con sus propios escritos, lo que no constituye un criterio aceptable.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               

Crítica vanguardista de la cultura   

   La proclama ofrece un panorama sombrío de la cultura española en 1915. Es lo mismo que podía comentar cualquier escritor vanguardista radicado en París, por entonces capital de las innovaciones estéticas. Cuando Filippo Tommaso Marinetti dio a conocer el primer manifiesto del futurismo, aparecido en el diario parisiense Le Figaro el 20 de febrero de 1909, anunció que nacía con la pretensión de borrar toda la cultura de los siglos anteriores. Para ello proponía destruir las bibliotecas, los museos y las academias, en su opinión semejantes a cementerios, para que la cultura iniciara su historia en la literatura y las artes plásticas con las obras futuristas.

   Las opiniones de Ramón no son tan radicalmente aniquiladoras, aunque toda la producción editorial le resultaba inútil. En este sentido se alineaba con los futuristas, a los que él mismo había introducido en España en su revista Prometeo.La incendiaria “Proclama futurista a los españoles”, impresa en el número XX de la revista, correspondiente a junio de 1910, nos parece el modelo de esta Primera proclama de Pombo impresa cincoaños después. En cualquier caso, Ramón había asimilado el rechazo de Marinetti a todo lo que no significase una ruptura violenta con la cultura tradicional.

   Una de las causas de esa pésima situación editorial señalada por Ramón, se debía a que “Las revistas han acabado de malograr la posibilidad del libro, la necesidad del libro”. En este punto insistió sobre su concepto elitista de la literatura, culpando a los lectores de ignorancia y mal gusto: “Las revistas han agradado al público, porque su literatura y sus estampas combinadas forman un objeto de bazar, que halaga su indecisión, su dificultad de comprender, su infame placidez, su cordura vacía.”  No se le pasaba por la imaginación analizar en dónde radicaba el origen del mal, y qué permitía que la sociedad española se encontrara en esa situación.

   No se libró de la censura el periodismo, del que recibía la mayor parte de sus ingresos económicos, pero lo veía “Todo hundido, todo neutralizado de un día a otro, todos comprometidos en un esfuerzo abrumador que nadie paga”, pese al alto número de diarios editados entonces en Madrid. Es cierto que desde la conocida como Semana Roja de Barcelona en 1909 la libertad de Prensa era una entelequia, pero Ramón no podía sentir sus efectos, puesto que su escritura evitaba las connotaciones políticas, y eso lo hizo toda su vida.

   También el teatro le parecía en total decadencia, por someterse al gusto del público. Para su interpretación elitista de la cultura, constituía un grave error que los dramaturgos aceptaran acomodarse a la opinión de los espectadores. Sin duda se solidarizaba con Lope de Vega, que en su tiempo pensaba lo mismo. Para Ramón el teatro de su época estaba “mediatizado por el público; trasunto triste y cargante; ingenio que parece estar sólo en los que lo ríen y de ningún modo en la esencia”. Lo malo fue que cuando este renovador de la dramaturgia, dotado de tan felices ideas regeneradoras, estrenó en 1929 Los medios seres el desastre fue mayúsculo, y al leer la obra nos parece que el comportamiento de los espectadores fue proporcionado a lo que se les planteaba en el escenario.

 

Invocación a la libertad

   Como solución a esa crisis general propuso ejecutar la máxima aspiración de los vanguardistas, el recurso a la libertad creadora: “Frente a todo esto, en medio de esta conspiración compacta e intransitable de todos contra todos, queriendo evitar al Mesías, en medio de esta falta de afectos extensos, nuestra libertad crece”. Fue la máxima aspiración común a todos los movimientos de vanguardia, liberarse de las ataduras impuestas por las normas derivadas de la escritura tradicional, lo mismo en prosa que en verso. La mejor expresión de ese proyecto puede ser el título elegido por Marinetti, Les Mots en liberté futuristes (Milán, 1919), reconociendo el valor de las palabras en sí mismas con autonomía suficiente para crear la obra literaria, sin intervención del escritor.    

   Es discutible que esa convicción sea ejecutable, como es dudosa la posibilidad de llevar a cabo la escritura automática preconizada por los superrealistas, que definieron su movimiento por la pluma de André Breton en el manifiesto de 1924 como Automatisme psychique pur par lequel on se propose d’exprimer […] le fonctionnement réel de la pensée.Si esos escritores obedecieron la consigna efectivamente es preciso reconocer que lograron un acto fabuloso, aunque es probable que ni las palabras posean autonomía ni el automatismo sea capaz de crear algo valioso. En cualquier caso, lo seguro es que la vanguardia ha dejado muchas obras notables para la historia de la cultura, por más que sus artífices detestaran términos como historia, bibliotecas, museos y academias.

   Ramón defendía la libertad en la cultura con rebeldía, sin que esa preferencia se incorporase a su ideología política. Es curioso constatar que algunos de los más decididos impulsores de la libertad creadora simpatizasen con los partidos políticos más retrógrados: el caso extremo es el de Marinetti, convertido en el poeta del fascismo italiano. En el de Ramón se aprecia una inclinación al conservadurismo que le permitió colaborar en publicaciones claramente de la derecha, incluso falangistas, en las que se hallaba proscrita la libertad. Su residencia en Buenos Aires no fue debida a un exilio político, sino a una emigración económica, porque allí le pagaban mejor las colaboraciones que en España.

   No obstante, como escritor era un furioso partidario de la rebeldía creadora, según continuamos comprobando al leer en la proclama esta diatriba contra los artistas no evolucionados: “Nuestra rebeldía contra ese bloque debe ser terminante y decidida, porque contra este moderno atentado especioso, lleno de sangre fría y de malignidad, no es posible oponer una discusión que trabaría toda la vida, aun permaneciendo toda ella enfrente de los detractores, porque la discusión es el ultimo recurso jesuítico de esos hombres que sienten la repugnancia de la libertad”, palabras adecuadas para que las pronunciase un líder político en un mitin de extrema izquierda.

   Coincidía plenamente en la defensa de la libertad con Breton, quien escribió en el primer manifiesto superrealista: Leseul mot de liberté est tout ce qui m’exalte encore.La diferencia se halla en que Breton se aproximó al Partido Comunista Francés, y propició la publicación de los seis números de Le Surréalisme au Service de la Révolution (1930—1933), mientras que Ramón no compartía nada con el comunismo, por decirlo finamente.

 

La cripta de marfil

  

   Llevó la teoría hasta el extremo de proponer una actuación de rebeldía conjunta a los adeptos semejante a la de Torrijos y sus compañeros, para lo que glosó el conocido óleo de Gisbert que reproduce su fusilamiento. Es decir, que incitaba a una rebeldía hasta la muerte si fuera preciso. Un contraste con la vida burguesa constitutiva de su biografía. Propuso a los rebeldes contra la tiranía de Fernando VII como el modelo a seguir: “Nosotros no somos tan heroicos, pero hay la misma fatalidad en nuestro destino, y estamos tan dispuestos a no cejar”, escribió en lo que es más una proclama política que literaria. De acuerdo con sus arraigadas convicciones elitistas, recomendó quedarse al margen de la sociedad: “Nuestra actitud es modestamente la de mantenernos solitarios y sin contaminar, salvando así la credulidad en el arte, que es lo que se ha perdido absolutamente en este arte imitativo, mañoso y simulador”, lo que viene a ser una confirmación de la famosa torre de marfil en la que se encerraban los autocomplacientes.

   Para Ramón y sus amigos la torre marfileña era la sagrada cripta de Pombo, según se especifica en la proclama: “En el ambiente incorruptible de Pombo, rodeados del vacío absoluto, nos damos más absoluta cuenta de este ardite vivo que la intemperancia de lo social –inorgánico, ambiguo, inhumano-- sume más en nosotros y nos le hace asumir más.” Se establecía así una separación entre los artistas genuinos contertulios de Pombo y el resto del mundo contaminado por ideas sociales. Los vanguardistas franceses solían burlarse de los espectadores en sus espectáculos, pero los organizaban para mantener contacto con ellos, no pretendían aislarse en ninguna torre sin contacto con el mundo exterior, como postulaba Ramón.

   Es una característica típicamente ramoniana definitoria de su escritura, no compartida ni siquiera con los pombianos: inventó un modo peculiar de expresión, basado en su hallazgo de la greguería, que le facilitó un lenguaje original suyo, al que se conoce como ramonismo. En el prólogo a su antes citado libro Ismos dejó una observación que debemos recordar: “Primero creí que las escuelas eran una cosa complicada y pitagórica; pero después he ido viendo que sólo eran ‘una figura’, la figura creadora, solitaria y personal”, lo que en su caso derivó en la aparición del ramonismo.

   Ya se ha dicho que no sería lícito hablar de un ismo llamado pombismo, puesto que los contertulios nunca actuaron como un grupo con intereses ideológicos comunes, sino que cada uno de ellos sostenía sus propias opiniones. El alma de las sesiones sabáticas era Ramón, pero estaba permitido discrepar de él e incluso resultaba recomendable hacerlo, porque la personalidad propia era valorada como un mérito. Los conceptos vertidos en la Primera proclama se refieren al sentimiento particular de Ramón acerca de su entendimiento de la literatura, aunque se refiriese al conjunto de los pombianos en el texto. Queda claro que él era “la figura creadora, solitaria y personal” responsable de las tertulias sabáticas en Pombo.

 

El ramonismo

   Por eso hizo una alabanza del aislamiento de la sociedad permitido por el café, como torre marfileña incólume ante los cambios sociales producidos fuera de sus paredes: “Pombo, además, tiene un valor único porque crea el vacío honesto mejor que ningún Café, apaga mejor todo el ruido de fuera, su decorado es más prudente y más afín que el de ninguno de esos irresistibles cafés en los que se prevarica al entrar.¡Casamata ideal!” Si tenemos en cuenta que la proclama fue escrita en 1915, cuando se libraba la entonces conocida como Gran Guerra, ese aislamiento total del mundo resulta incomprensible para unos intelectuales que debieran estar muy al tanto de todos los sucesos memorables de su tiempo, aunque sólo sea por curiosidad, principal virtud de un intelectual. El afán aislante propugnado por Ramón conducía a una literatura intemporal, insociable e incierta, basada solamente en el ingenio del escritor para crear ambientes originales.

   La teoría cuenta con precedentes muy ilustres. Podemos rastrearla hasta una cita clásica, en el tercer libro de las Odas de Quinto Horacio Flaco, el más desdeñoso de los escritores hacia el público que desde luego no leía sus versos, porque así lo quería el autor: Odi profanum vulgus et arceo.La siguieron algunos poetas barrocos españoles, y la pusieron en práctica los escritores de vanguardia, que despreciaban tanto al público como organizar actos en los que se burlaban de él. Su espíritu elitista contagia la Primera proclama de Pombo, en línea con los postulados vanguardistas.El problema de escribir contra los lectores radica en que la escritura solamente resulta apta para otros escritores, como le sucedía a Ramón.

   Es cierto que su inventiva fabuladora le permitía crear situaciones inéditas incansablemente, y así se sucedían sus publicaciones en libros y revistas con tanta producción que no daba tiempo a leerlas todas. Le bastó con su ingenio para colmar un mundo personal fácilmente reconocible, porque en él reprodujo su personalidad, sin preocuparse por dar gusto a nadie. Mediante la utilización de ese sistema consiguió algunos lectores incondicionales, e incluso también facilitó que surgieran imitadores de su estilo, aunque se notaba la distancia con el modelo, porque la escritura ramoniana resulta demasiado ramoniana para permitir la imitación.

   Sus colaboraciones en las revistas solían denominarse “Ramonismo”, su ismo personal aceptado en la vanguardia europea e hispanoamericana. La greguería está considerada su principal aportación a la literatura en castellano, y se comprueba que es la base de toda su escritura: la greguería consiste en un juego de ingenio que tanto puede comprimirse en una frase como extenderse a una novela o un drama o una biografía. Debido a ello sus libros ofrecen ese tono inclasificable que él postulaba en la proclama. Su escritura es suya, y el lector la descubre entre todas las demás, por ser unipersonal. Es lo que procura conseguir todo escritor, un estilo propio.

   Así se comprueba al leer Pombo, y al mismo tiempo se advierte que el ramonismo continúa siendo atractivo al cabo de un siglo. Quizá por haber querido evadirse de los sucesos de su tiempo, encerrado en la torre de su ingenio, consigue evitar el apolillamiento inevitable en la literatura, como en todos los aspectos de la vida humana y sus obras. En el café de Pombo se dio paso a la vanguardia europea, pero Ramón inventó su propio ismo, en nombre de esa libertad por la que combatía contra las ideas anticuadas con la rebeldía de los fanáticos.    

 


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