Emmanuel Bove: Armand

Hermida eds., Madrid, 2017                

El hombre sencillo -el que observa y guarda con celo en el apartado de sus sentimientos, el que actúa movido por la prudencia o la desconfianza, el que sabe que en los signos externos (ya residan en la naturaleza o en el interior del hombre) radica el fundamento de la imaginación, a buen seguro que guarda para el momento propicio su forma de contar, su necesidad de buscar armonía en aquello que se le ha dado como realidad, más que no será tal del todo hasta que lo haya ordenado a su modo.   Y de tal especulación acaso no sea exagerado devenir que el discurso literario que nos propone Bove (seudónimo de Emmanuel Bobovnikoff, francés ‘hijo de un ruso de origen judío y de una criada luxemburguesa’ y fallecido prematuramente en París a los 47 años de edad) es ese cuadro minucioso, lento, ingenioso y sutil que constituye su novela. Escuchemos: “Estaba en medio de la habitación. Cuando no sé a qué dedicarme, me quedo siempre en medio de una habitación, para estar a la misma distancia de las ocupaciones que podrían venírseme a la cabeza (…) Jeanne tosió. Esperé unos momentos. Luego me acerqué a la cama sin ruido, para cogerla por sorpresa” Cuando el lector tiene la oportunidad de atender al reclamo de un escritor que no solo aporta un argumento a su decir sino que se tiene la sensación de que, con él, le está otorgando el escenario apropiado al caso, el tal lector ha de sentirse necesariamente más implicado, más atento a la continuación de la historia que ha conseguido captar su sentidos. Y ha de advertirse en ello que así, esencialmente, se cumple uno de los primeros objetivos de la literatura, el de comunicar mediante emoción y pensamiento a la vez. El fecundo diálogo escritor-lector se inicia así de un modo simple, fluido, atento y armonioso.    ¿No ha nacido el lenguaje para hacer ostensible el bien de la comunicación? Con la particularidad, en lo literario, de que tal comunicación se adorna de una forma de seducción gracias a la intervención necesaria de la imaginación, de la inteligencia comprensiva, de esa forma como de trascendencia emocional por la que el lector, de alguna manera, prolonga y enriquece su vida, su fecunda soledad.   Esta novela, en fin, es un buen ejemplo de literatura en estado puro; con razón autores como Rilke, Gide o Beckett han elogiado su obra. Y ellos no eran sospechosos de no conocer el arte añejo y sublime de contar las inagotables vicisitudes que acaecen al hombre.                                                   

Ricardo Martínez

www.ricardomartinez-conde.es


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