Hay, siempre, una aroma de enigma (en muchas ocasiones un enigma poético, sin más) en la obra de Proust. Y ello lleva al lector a dos especulaciones acerca del autor: de un lado, a pensar en su azarosa vida de errante espiritualizado toda vez que en cada cosa –en cada rosa, o dulce para el té…-había para él, encerrado, una especie de compromiso estético al que debía considerarse con respeto y cautela. De otro, porque siendo así, teniendo el autor un vinculo tan firme con la palabra y su significado, una trascendencia estética –incluso ética- tan reveladora, crea, necesariamente, en el buen lector una vinculación; hace que también para el lector se asiente un cierto compromiso en la forma de ver la realidad, en la forma de comprometerse con ella hasta el punto de dotarla de algo más allá que su propia forma material: pasa a ser objeto de poesía, de culto significativo, de atractivo misterio. Tal es el proceder del autor con el lenguaje, con el código interno de las palabras, que la cosa, al fin, observada por el enfermizo y solitario y delicado Proust bien pudiera ser, sencillamente, la propia palabra, cada palabra.¡Cuánto no encierra en sí cada una de ellas, cuánto no tiene de potencia imaginativa hasta el punto de que nos haga sentir más allá de sí propia, que nos haga reparar en lo inmediato y lo trascendente según su ubicación en el texto, según su significación… Por eso ha de ser celebrado un texto como éste –mejor todavía si la versión es debida a un estudioso y profundo conocedor de su obra cual es el caso de Mauro Armiño, el traductor que nos viene trasladando desde hace años el acicalado mensaje que el francés tiene destinado al solitario que está al otro lado, el lector minucioso y atento- donde la letra, la palabra, adquieren un don profundo: el de un mayor contenido de vida por obra y gracia de quien nos explica el enigma; el propio Proust al pretender familiarizarnos con la lectura. Y así nos encomienda la lección: “Si la afición por los libros crece con la inteligencia, sus peligros disminuyen con ella. Una mente original sabe subordinar la lectura a su actividad personal” Repárese que, aquí, el autor separa más a la vez implica vida y lectura, al modo de un uno creativo. Y continúa: “Para ella no es otra cosa que la mirada más noble de las distracciones, la más ennoblecedora sobre todo, pues sólo la lectura y el saber proporcionan las ‘buenas maneras’ de la inteligencia” Luego hace una consideración ‘perfectamente humana’ que ratifica su pensamiento y que llama a nuestra conciencia: “Solo podemos desarrollar la potencia de nuestra sensibilidad y de nuestra inteligencia en nosotros mismos, en las profundidades de nuestra vida espiritual” Y concluye. “Pero es en ese contacto con las otras mentes que es la lectura (el subrayado es mío) donde se forja la educación de las ‘maneras’ de la inteligencia” En el fondo, convengamos, Proust nos hace una llamamiento a la lectura como un ejercicio de distinción, como una invitación a valorar el mensaje recibido; a ejercer, en fin, el noble sentido del enjuiciamiento, de las pasiones de la libertad.
Ricardo Martínez