Don Quijote como Cristo español, según Unamuno
Arturo del Villar
EL comentario de Miguel de Unamuno a El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, escrito por su tocayo Miguel de Cervantes, resulta recurrente en su obra, no se limitó al voluminoso ensayo sobre la Vida de don Quijote y Sancho, editado en 1905, para celebrar el tercer centenario de la publicación de la primera parte de la novela cervantina (resulta cacofónico explicarlo, pero es preciso buscar la exactitud). Como un don Quijote moderno lo vio su amigo Antonio Machado, y así lo retrató en verso:
Este donquijoteco
don Miguel de Unamuno, fuerte vasco,
lleva el arnés grotesco
y el irrisorio casco
del buen manchego.
Algún parecido podía haber en el aspecto físico del rector de la Universidad de Salamanca en su senectud, y el hidalgo manchego que empezó las andanzas caballerescas cuando frisaba con los cincuenta años, y “era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador”, según la descripción hecha en el primer capítulo de la primera parte, unas características aplicables a Unamuno también. Los dos lucían una corta barba, y si al manchego le gustaba cabalgar con su escudero, al vasco le agradaban las excursiones a pie con algún amigo capaz de soportar sus monólogos interminables.
Ambos coincidían en el afán por ayudar a los menesterosos con la fuerza de su brazo, el uno empuñando la lanza para librarlos de sus enemigos reales o imaginarios, y el otro manejando la pluma de ave cortada por sus manos para escribir ensayos, poemas, novelas, cuentos, dramas y cartas a sus corresponsales, con la intención de enseñar a los lectores una filosofía vital que les ayudara a superar el sentimiento trágico de la vida, ocasionado por la seguridad de la muerte (en su opinión). Otra coincidencia se halla en el fracaso de sus bienintencionadas ilusiones.
El Cristo español
El Quijote, abreviemos el título, fue el libro de referencia de Unamuno, junto con la Biblia, y en especial el Nuevo testamento, del que llevaba siempre consigo un ejemplar en griego, lengua que enseñaba en su cátedra salmantina, y le acompañó al destierro impuesto por el despótico Alfonso XIII, que no toleraba ninguna crítica negativa a su real persona, lo mismo que el dictador militar impuesto por él para sostenerse en el frágil trono. Pretendió hacer del quijotismo la filosofía y la teología de España, sus dos materias intelectuales preferidas, para no mencionar la poesía, ya que en su teoría literaria acercaba la poesía a la filosofía, que los escolásticos a su vez consideraban una derivación de la teología, por lo que todo se le integraba para facilitarle la escritura.
Contemplaba a don Quijote como un Cristo español, al que consagró numerosos escritos. Ya en su estudio “El Caballero de la Triste Figura. Ensayo iconológico”, publicado en 1896, afirmó del ingenioso hidalgo manchego que “Aquel Cristo castellano fue triste hasta su muerte hermosísima”. [Todas las citas se hacen por sus Obras completas editadas en Madrid por Escelicer, indicado en números romanos el volumen y en arábigos la página: en este caso, I, 919.]
En la Casa Museo de Unamuno en Salamanca se enseña un dibujo realizado por él, del caballero andante crucificado a semejanza del Cristo en la cruz realizado hacia 1631 por Velázquez sobre un fondo totalmente negro, expuesto en el Museo del Prado. Este óleo era otro de los iconos recurrentes del rector, al que dedicó un libro entero en 1920, con 2.583 versos dedicados a describir la figura de Jesucristo en la cruz. Ya había dicho en el ensayo citado que “Para pintar a Don Quijote hay que estudiar tanto como a Cervantes, a Velázquez” (I, 924).
Por su parte, él no necesitaba contemplar el óleo para describir la figura del Cristo crucificado; le bastaba mirar el crucifijo que llevó siempre sobre su pecho.
El modelo interior
En el mismo ensayo de 1896 entresacó del Quijote diecisiete descripciones del caballero cabalgante, mejor que andante, con las que deseaba concretar su triste figura. Pero después de haber fijado el aspecto físico del personaje, según los rasgos proporcionados por Cervantes, concluyó que “el pintor español digno de retratarle puede sorprenderle vivo en las profundas honduras de su propio espíritu, si busca en él con amor y lo ahonda y escarba con contemplación persistente” (I, 916.)
Así que el modelo ideal de don Quijote se halla en el espíritu del pintor. Lo mismo puede decirse de Jesucristo, ya que ninguno de los pintores que nos han transmitido escenas de su vida las pudo presenciar. Sin duda las contemplaron en su espíritu, y las plasmaron según las entreveían, de modo que son visiones espirituales.
Por lo que respecta al óleo velazqueño, resaltan los críticos que Jesucristo parece más dormido que muerto, como si el artista deseara evitar la tragedia del suplicio. Apenas pintó unas pocas gotas de sangre, y le colocó los pies clavados a una ménsula sobre la que reposa el cuerpo, se diría que cómodamente si el adverbio no pareciese inadecuado en un suplicio. Los clavos y la corona de espinas recuerdan al espectador que se hallan mirando la representación de un suplicio, porque la mitad del rostro visible demuestra serenidad sin ningún anuncio de violencia o sufrimiento.
El don Quijote crucificado en el dibujo unamuniano también aparece sereno, con aspecto de dormido, y asimismo inclina la cabeza hacia el brazo derecho, aunque menos que el modelo velazqueño. Las dos figuras se hallan sujetas por cuatro clavos muy sobresalientes. El cuerpo de Jesucristo está desnudo, con un velo de pudor alrededor de sus caderas, mientras que don Quijote viste sus ropas caballerescas, pero con las piernas al aire, y en lugar de la corona de espinas muestra la bacía robada al barbero por confundirla con el yelmo de Mambrino. Le falta la herida en el costado derecho que sí enseña Jesucristo, causada por la lanza de un soldado romano, pero sobre ese lado precisamente el caballero tiene apoyada su propia lanza como recordatorio del modelo.
No siguió Unamuno a Velázquez en la representación de la soledad de Jesucristo muerto, caracterizada por el fondo negro del óleo, sino que en el dibujo el manchego crucificado se halla entre dos figuras, así como el relato evangélico describe que a cada lado de Jesucristo estaban crucificados también dos ladrones. A los lados de don Quijote vemos a Sancho Panza llorando desconsolado, y a Rocinante meditando resignado, los dos compañeros de aventuras del anacrónico caballero.
Dos vidas paralelas
La Biblia enseña que el Cristo debía sufrir tormento hasta la muerte, para justificar a los seres humanos con el Dios ofendido, a causa de la desobediencia de Adán y Eva a sus preceptos. Fue muerto a causa de los pecados de la humanidad. Por eso los evangelistas no señalan quiénes martillaron los clavos, mientras reflejaron detalles irrelevantes, como el nombre del soldado al que Pedro cortó una oreja en Getsemaní la noche del prendimiento. Con ese silencio sobre los ejecutores de la sentencia, quieren denotar que los martillazos los dio toda la humanidad pecadora. Su sacrificio significó la redención del género humano, por ser él mismo Dios y hombre, según resaltan los evangelistas.
El evangelio español según Unamuno explica que don Quijote “creyóse ministro de Dios en la tierra y brazo por quien se ejecutaba en ella su justicia”. Es la tesis de su muy discutido y discutible ensayo “¡Muera Don Quijote!”, publicado en el año por tantos motivos histórico de 1898 (VII, 1195). En otro ensayo, “El sepulcro de Don Quijote”, impreso en 1906, propuso considerar el quijotismo una nueva religión, de la que el caballero sería el profeta, “un profeta ridículo, que fue la befa y el escarnio de las gentes” (III, 53).
De la misma manera que el pueblo judío desoyó tozudamente a los profetas, y culminó su irresponsabilidad hasta reclamar la muerte de Jesucristo a la autoridad romana de ocupación, y se burló de él cuando lo veía expirar, el pueblo español desoye las enseñanzas de don Quijote y se ríe de sus desventuras. En consecuencia, los causantes de su crucifixión somos los españoles de todo tiempo y lugar, incluidos Cervantes y Unamuno, como el cura y el barbero, Sansón Carrasco y los duques, el ama y la sobrina, los maestros de escuela que obligan a los niños a aprender a leer sobre el Quijote, los editores que lo mutilan, los cervantistas convencidos de que la novela fue escrita para que ellos la interpretasen, y muy especialmente ese escritor que ha tenido la ocurrencia de traducirla al castellano porque él no la entendía, como es lógico en su mentecatez.
Por eso mismo en El Cristo de Velázquez retrató Unamuno a Jesucristo como si fuese don Quijote: “Caballero / del eterno perdón, firme jinete / de tu cruz a la grupa” (VI, 486). Imaginar a Jesucristo cabalgando en la madera de la cruz, obliga a pensar en don Quijote sobre Clavileño, en su supuesto y accidentado recorrido por los cielos que le organizaron los duques, para su diversión de gentes ociosas sin necesidad de trabajar.
Del infierno al mundo
Muertos por nuestras culpas, las de toda la humanidad Jesucristo, las de todos los españoles don Quijote, hace Unamuno descender a los infiernos al manchego, así como cuenta el apóstol Pedro en su primera carta que lo hizo Jesucristo, “siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu; en el cual también fue y predicó a los espíritus encarcelados, los que en otro tiempo desobedecieron”, y que por ese motivo se hallaban recluidos en el infierno (3:18-20). La proclamación de Unamuno figura en su escrito más hondo y más filosófico, Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, publicado como folletón antes de convertirse en libro en 1913:
Murió aquel Don Quijote y bajó a los infiernos, y entró en ellos lanza en ristre, y libertó a los condenados todos, como a los galeotes, y cerró sus puertas y quitando de ellas el rótulo que allí viera el Dante, puso uno que decía: “¡Viva la esperanza!”, y escoltado por los libertados, que de él se reían, se fue al cielo. Y Dios se rió paternalmente de él, y esta risa divina le llenó de felicidad eterna el alma. (VII, 298.)
Y lo mismo que el apóstol Juan oyó y vio una revelación en Patmos, también conoció una revelación Unamuno, y así pudo ver la llegada de don Quijote al reino de los cielos, en donde le esperaba Jesucristo con los brazos abiertos. Al tratarse de una revelación, el rector salmantino pudo contemplar atentamente el encuentro celestial, y nos lo relató con fidelidad en un artículo publicado en 1922 con el título “La bienaventuranza de Don Quijote”:
[…] las lágrimas del loco de España mezcláronse a las del que fue tenido por loco en su familia (San Marcos, III, 21). Y los dos locos lloraban. (VII, 1239.)
Facilita tantos detalles que nos anima a reconocer como segura su verosimilitud. Pero ahí no podía terminar la historia. Los evangelistas culminan sus narraciones con la resurrección de Jesucristo, y así Unamuno se planteó la posibilidad de una resurrección del ingenioso hidalgo, en el caso de que hubiese muerto efectivamente, como lo asegura Cervantes en el capítulo final de su novela, incluso con el testimonio del escribano, “para quitar la ocasión de algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente, y hiciese inacabables historias de sus hazañas” (II, 74). Ya que Unamuno se atrevió a desobedecer las recomendaciones de Cervantes, y escribió la citada Vida de Don Quijote y Sancho, no es de extrañar que la finalizase con una exposición de sus dudas, siempre activas en su cerebro:
Pero ¿es que creéis que Don Quijote no ha de resucitar? Hay quien cree que no ha muerto; que el muerto, y bien muerto, es Cervantes, que quiso matarle, y no Don Quijote. Hay quien cree que resucitó al tercer día, y que volverá a la tierra en carne mortal y a hacer de las suyas (III, 251 s.)
Por lo tanto, quedan en entredicho el descenso a los infiernos y la entrada en el paraíso, en el supuesto de que no muriese. Al rector de Salamanca no le preocupaban las contradicciones, sino que las cultivaba, lo mismo que las paradojas, aunque aseguraba detestarlas. Carecía de significación para él que Cervantes hubiera insistido en declarar su muerte con certificado del escribano, a lo que parecía tener derecho como autor de la novela y creador de los personajes. Nada de eso: los entes de ficción poseen vida propia, como él mismo se encargó de demostrar en la conversación mantenida con el pobre Augusto Pérez, protagonista de su novela, o mejor dicho, nivola Niebla (1914). Para que esos personajes existan hay que soñarlos, pero no se puede repetir un sueño.
La paradoja como sistema
Algunos catolicorromanos de los antiguamente conocidos como ultramontanos probablemente calificarán de irreverentes, o incluso blasfemos, los paralelismos entre Jesucristo y Don Quijote. El Vaticano tuvo la ocurrencia de incluir en el Index librorum prohibitorum dos de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, que acaba de ser citado, y La agonía del cristianismo, en 1957, cuando al maléfico instrumento censor solamente le quedaban nueve años de existencia, y nadie le prestaba atención, fuera de la España sometida a la dictadura fascista. Los obispos trabucaires consiguieron su propósito de condenar al rector salmantino, y de paso demostrar su estupidez y hacer el ridículo.
En los ensayos mencionados la figura de Jesucristo nunca es ridiculizada ni injuriada, algo impensable en el buen cristiano Unamuno, pero la de don Quijote resulta ensalzada de una manera colosal. La intención del rector era crear una nueva religión literaria en España, compatible con la cristiana, aunque no con la catolicorromana, con el Caballero de la Triste Figura como personaje digno de toda veneración.
En ese caso don Quijote sería el modelo a imitar por los españoles. Solamente le faltó escribir una Imitación de Don Quijote, a semejanza de la Imitación de Cristo atribuida a Kempis. Esto resultaría contraproducente y provocaría un caos, porque el manchego confundía la realidad con sus ensoñaciones, vivía en un mundo ficticio, capaz de convertir a unos molinos de viento en gigantes y a unos rebaños de ovejas en ejércitos. No nos faltaba más que eso, en este país que presume de ser diferente a los restantes del mundo, con motivo, desde luego, pero no es para alardear de ello, sino para disimularlo en lo posible.
Tuvo razón Machado al llamarle donquijotesco, y ahí está la explicación de ese intento teológico—político de quijotizar la vida española. Entronizar a un loco como modelo venerable tendría consecuencias nefastas, según demuestra la historia reciente de Europa. Se trata de una de las más peligrosas paradojas unamunianas, esa palabra que tanto le disgustaba, aunque reproduzca bien su pensamiento.
Era consciente de la improbabilidad de ser atendido, cosa que no le inquietaba porque estaba acostumbrado a recibir críticas para sus ideas, cualquiera fuese el planteamiento. No obstante, parece que alguna vez este propósito le resultó inadecuado. Así podríamos interpretar unos versos de su Cancionero, compuestos el 7 de enero de 1929, que dicen:
Cristo—Quijote,
trágico troglodita
que quiso eternizarse en su dibujo,
divino brujo! (VI, 1135.)
Es de suponer que la alusión al trogloditismo aluda a la falta de actualidad de su pretensión anacrónica, por alcanzar eterna fama con sus hazañas caballerescas. No en balde la teoría defendida por Unamuno sobre las motivaciones de aquellos antecesores nuestros para pintar en las paredes de sus cuevas, explica que lo hicieron por el afán de eternizarse. Como si los cavernícolas hubieran firmado con sus nombres las pinturas rupestres, para asegurarse de ser recordados durante los siguientes siglos. Las teorías de Unamuno resultan siempre muy personales. Lo estamos comprobando.
Nuestro Señor Don quijote
Una vez sacralizado el personaje, debe recibir un tratamiento a tono con su excelsa condición. En su citado y condenado ensayo Del sentimiento trágico de la vida hizo un resumen explicativo de la causa por la que le convenía el tratamiento respetuoso de Nuestro Señor Don Quijote. Lo merecía por ser el representante de la esencia española, y justificador de ella mediante su muerte y resurrección, porque al parecer sí murió y resucitó, o al menos en este pasaje se dan por comprobadas:
Y hay una figura, una figura cómicamente trágica, una figura en que se ve todo lo profundamente trágico de la comedia humana, la figura de Nuestro Señor Don Quijote, el Cristo español, en que se cifra y encierra el alma inmortal de este mi pueblo. Acaso la pasión y muerte del Caballero de la Triste Figura es la pasión y muerte del pueblo español Su muerte y su resurrección. (VII, 982 s., final del capítulo II.)
Al año siguiente de la edición del ensayo, en 1914, publicó un artículo titulado “Grandes, negros y caídos”, que así eran los bigotes quijotescos según Cervantes, y volvió a llamarle Nuestros Señor Don Quijote (VII, 1211). Pero debemos recordar que esa misma sacralización la había propuesto Rubén Darío en 1905, cuando representó a Nicaragua en las conmemoraciones del tercer centenario alcanzado por la edición de la primera parte del Quijote: compuso para el acto una “Letanía de Nuestro Señor Don Quijote”, que el mismo año incluyó en sus Cantos de vida y esperanza. Los cisnes y otros poemas. Fue una de las mejores colaboraciones, por no decir la mejor.
De modo que el nicaragüense y el vasco divinizaron al manchego de ficción, al considerarle exponen del ser español, algo por suerte para nosotros completamente falso. Pero Unamuno se tomó tan en serio la idea, que pretendió conseguirle una canonización oficial por parte del Vaticano, con todo su lujo y esplendor, según declaró en el artículo “San Quijote de la Mancha”, publicado en 1923:
Y vamos a emprender una campaña para que se canonice a Don Quijote, haciéndole San Quijote de la Mancha. Y si la Iglesia Romana, que ha canonizado a no pocos sujetos poéticos de menos realidad histórica que Don Quijote, se opusiera a ello, podría ser llegado el momento del cisma, y de constituir la Iglesia Católica –es decir, Universal-- Española, Quijotesca. (VII, 1244.)
Nada menos que un cisma proponía, como los que separaron a la Iglesia ortodoxa griega y a la anglicana de la comunión con la de Roma. Cosas de Unamuno, decimos al leer semejantes despropósitos. La ocurrencia demuestra que los que tratan con locos terminan como ellos, o peor.
El evangelio español
Así las cosas, Unamuno transformó la novela cervantina en un libro sagrado. El plan resultaba antiguo en su pensamiento, porque lo expuso ya en 1903, en su artículo “La causa del quijotismo”, al asegurar que el Quijote es “nuestra Biblia nacional” (VII, 1209). Después rebajó un poco la categoría del libro, al equipararlo solamente con una de las secciones de la Biblia cristiana. En su artículo “Juan Gallo de Andrada”, impreso en 1922, denominó a la novela sobre el ingenioso hidalgo “Evangelio nacional de España” (VII, 1240).
Y continuó defendiendo esa teoría en momentos difíciles para él, los de su confinamiento político en Canarias, acusado de insultar al rey. El soneto XVII de su poemario del destierro, De Fuerteventura a París, escrito el 19 de mayo de 1924, repite en su primer verso el calificativo de evangélico para la novela de Cervantes, y añade una sorprendente declaración en el segundo cuarteto:
Tu evangelio, mi señor Don Quijote,
al pecho de tu pueblo, cual venablo
lancé, y el muy bellaco en el establo
sigue lamiendo el mango de su azote.
Y pues que en él no hay de tu seso un brote,
me vuelvo a los gentiles y les hablo
tus hazañas, haciendo de San Pablo,
de tu fe, ya que así me toca en lote. (VI, 683).
De modo que Unamuno se identificó a golpe de ripio con el apóstol Pablo, el mayor divulgador en los primeros tiempos del cristianismo, por estar dedicado a predicar el evangelio quijotil a los gentiles. Podía alegar que, a semejanza del apóstol, también él sufría persecución por su afán de convertir a la nueva fe a las gentes, como lo probaba su real destierro y pérdida de su vinculación con la Universidad de Salamanca.
Si sus dotes proféticas se lo hubieran permitido, podría haber adivinado que iba a pasar los últimos meses de su vida confinado en su casa como en una prisión, insultado por los militares rebeldes y los falangistas, hasta morir de repente mientras discutía con un amigo sobre Dios y España, las dos grandes inquietudes de su alma.
Esta claro que Unamuno desmesuró el valor del Quijote al elevarlo a la categoría de libro sagrado para los españoles, y también la figura de su protagonista como paradigma del ser español. Es que le afectaba personalmente, puesto que él mismo era donquijotesco, según el acertado retrato que le dibujó Machado en verso. Lo que nadie puede negar es que su predicación era ingeniosa. Por eso nos importa conocerla, aunque no la compartamos, por ser excesivamente personalista.