Anteojos para pensar
Por Gaspar Russo
Aunque la verdad de los hechos resplandezca, siempre se batirán los hombres en la trinchera sutil de las interpretaciones. Gregorio Marañón (1887-1960) Fue en una de esas reuniones sociales en la que se suele participar cuando alguien recordó un juego bastante conocido: el teléfono descompuesto. Para quienes no lo conocen, consiste en crear una frase de cinco o seis palabras, decirla al oído de quien se encuentre al lado del que inicia el juego (sin que las escuche el resto y de manera veloz) para que éste la comunique literalmente al siguiente. Este hará lo propio con el resto hasta llegar al último participante donde lo enunciará en voz alta. La finalidad es comparar el mensaje original con el recepcionado y establecer cuan efectiva fue la transmisión. Generalmente, existe una notable diferencia entre el mensaje original y el último como consecuencia de la velocidad que le imprimió cada participante o la capacidad retentiva de cada uno de ellos o a la falta de fidelidad –en tanto honestidad se refiere– de lo enunciado. La pregunta que podríamos esbozar y dejar planteada es saber si ocurre lo mismo cuando comunicamos a terceros ciertos hechos de la realidad social que vienen dados desde los medios de difusión masiva; y en donde esta primera idea nos invita, indefectiblemente, a cuestionar el rol al cual están llamados a cumplir estas empresas en cualquiera de los soportes o formatos que se presenta. La teoría nos señala que las funciones atribuidas a los medios de comunicación de masa son, básicamente, cuatro: la de formar o educar, cuando por la exposición de ciertos contenidos específicos se adquiere conocimiento por parte del espectador/lector/oyente; la de informar, cuando se da a conocer todo aquel hecho social que pueda ser relevante para el público y que éste deba saber; la de crear opinión pública; y, por qué no, la de entretener. La práctica nos demuestra que aquellos medios considerados hegemónicos o altamente concentrados, utilizan por logística o por capacidad de daño o por estructura propia, el poder de influencia para filtrar en sus comunicaciones todo su peso específico para imponer su criterio y su voluntad. Esta dicotomía entre la teoría y la práctica bien puede compararse con la praxis cotidiana que experimentamos cuando retrasmitimos a amigos o conocidos y, por qué no, a compañeros de trabajo, algún hecho social que tuvo como primer disparador a un medio de difusión. Bajo estas circunstancias, pueden suceder: Una fidelidad lineal, es decir, el receptor de la información retrasmite exactamente lo recepcionado a un tercero (interpretación de primer orden) y a su vez, éste último hace lo propio con el siguiente (doble interpretación). Esta idea de categoría teórica se invalida rápidamente ya que cada actor asimila la información desde su propia subjetividad y comunicará lo más significativo y preponderante que del mensaje se desprende; de tal manera que el mensaje inicial y el final no guarda una completa similitud. Puede acontecer que el mensaje inicial emitido hacia los receptores sea un hecho real, pero que algunos de los difusores y de un modo intencional, sesgue parcial o totalmente su esencia al retrasmitirlo a un tercero. Este último, comunicará hacia adelante un mensaje ya viciado y con el agregado de su propia subjetividad, contribuyendo (sin intención alguna) a crear confusión informativa. Por último, puede ocurrir que el medio de comunicación dé a conocer una noticia cuya esencia conlleve algunos aspectos reales, pero que la misma sea completada por un manto de inexactitud o falsedad para alcanzar un determinado propósito. A esto se lo conoce como operación de prensa. Estos tres sucesos –entre otras variantes posibles– implica la interacción de medios y audiencia y en donde estos últimos actúan como propagadores o difusores de hechos sociales que implican generalmente una finalidad de orden social o política. En este sentido, hagamos un alto en el tercer hecho descripto. Para esto, volvamos al inicio de esta reflexión cuando presentamos el juego denominado: el teléfono descompuesto. Allí señalamos que uno de los aspectos que produciría una diferencia entre el inicio de un mensaje y el final de éste, podría estar dado por la falta de fidelidad –de un modo intencional– por parte de un medio de comunicación masivo. A este propósito –como ya se adelantó– se lo denomina operación de prensa. Ampliemos un poco más este concepto: Las operaciones de prensa no son un fenómeno nuevo o reciente. Por ejemplo, en la guerra fría, las dos potencias mundiales conformaron una red de espionajes y en donde una de las modalidades –por ambos bandos utilizados– fue la creación de una sostenida desinformación y cuya finalidad se ocupaba de intoxicar algo que afectara al bando contrario. Hoy, esta práctica se extiende a los grupos de presión o de poder económico. Por consiguiente, una operación de prensa no puede librarse de la búsqueda de algún efecto psico-social y emocional ya que esencialmente se construye para eso. En la actualidad, es decir, en la Argentina, muchas veces se nos dificulta diferenciar entre periodismo cotidiano y periodismo de investigación. En otras palabras, lo que muchas veces se publicita como periodismo de investigación no es otra cosa que una concatenación de operaciones de prensa. Las mismas se apoyan para ampliar su difusión, en una característica básica: el rumor o el chisme, el uso del potencial de un modo estratégico (desde la oralidad o desde la escritura) y una pisca de verdad ya que para su construcción amerita ser circulado con alguna base de realidad para que pueda sustentarse por algún tiempo. Una vez que la farsa ha sido propagada e implantada o inoculada en la subjetividad colectiva (prenoción), luego, todo intento por deconstruirla es –en términos probabilísticos– muy baja. Más aun, si el ciudadano no es propenso a informarse por otros medios (distintos de aquel que originalmente expandió la noticia), se quedará con una sensación de perplejidad, mal humor y proclive a acentuar su percepción de sospecha o, en favor de la finalidad buscada. La concatenación de estas tácticas informativas tiene por finalidad última la de mal-predisponer al ciudadano de un modo recurrente y cotidiano; y, en algunos casos, (según la personalidad del receptor) la construcción de odios irrefrenables. Tales conductas actúan como esmerilador de una gestión de gobierno (si esta fuese la finalidad) o de un potencial candidato político o de la promulgación de una ley que pueda afectar algún interés económico –entre otras tantas opciones posibles–. Cabe preguntarnos, entonces: ¿por qué el poder económico actúa así? No sólo aquí, en la Argentina, sino en el resto de Latinoamérica comienza a ser cada vez más habitual esta práctica de presión. Los golpes de Estado (por suerte y gracias al altísimo grado de concientización desarrollada por la ciudadanía) no son una opción. Nunca más. De esta forma, el poder económico encuentra como válido hacer confrontar a la sociedad contra una gestión de gobierno que se dirige en sentido contrario a sus intereses financieros y económicos y el arma letal que utiliza es la gestación de un determinado humor social como forma de hostigamiento, desgaste y descrédito. Pero previamente debe desarrollar una característica más en el ciudadano, ¿cuál es? Para que la farsa al ciudadano pueda gestarse efectivamente al tomar la forma de una operación de prensa, debe existir en muchos de ellos una propensión a creer esa mentira. Es decir, existe un mentiroso (medios de comunicación concentrado) que propaga una falsedad y debe existir otro que la crea. En estos términos, el engaño para ser consistente debe producir en el ser la modalidad de manipular su propia experiencia de modo que resulte ecuánime con la propia continuidad interna. En este estado, se pasa de engañar al sujeto a que éste reafirme el hecho cuando acepta la farsa; esto no es otra cosa que auto-engañarse. En este aspecto, la psicología nos señala que para definir y explicar el autoengaño, el sujeto debe considerar que la información opuesta a la brindada, es decir, la información verdadera debe ser excluida de su conciencia y mantenida totalmente relegada en el inconciente. Esta práctica patológica, –que en un principio todos somos susceptibles de generarla–, nos aparta paulatinamente de la realidad ya que potenciar la negación nos hace vivir alejados de cierta plenitud y armonía. Con angustia y dolor. En resumen y en la voz de Chomsky, el manejo doctrinario o de lavado de cabeza direccionado hacia el pueblo es fomentado por las corporaciones privadas y ejecutados por periodistas o intelectuales empleados por ellos mismos, pues se encargan de instalar la agenda del debate, de marcar los límites de lo que se debe discutir y lo que se debe pensar. De esta manera, los límites en los que se mueve una población en general los inducen a creer que se ejerce la libertad de expresión y que es esa misma sociedad quien decide sus propio destino; y es aquí cuando se debiera recordar de un modo permanente que esto es factible cuando los medios están altamente concentrados pues de esto deviene, su capacidad de daño.