El fanatismo destructor del arte
Arturo del Villar
SE publica ahora en España, por cuenta de Ediciones Cátedra, un importante ensayo del profesor Dario Gamboni, catedrático de la Universidad de Ginebra, titulado La destrucción del arte. Iconoclasia y vandalismo desde la Revolución Francesa, bien traducido por María Condor, con 463 páginas. Resulta deprimente comprobar al leerlo cómo en todas las épocas de la historia humana ha habido fanáticos empeñados en destruir los objetos artísticos que consideraban contrarios a unos valores admitidos por ellos como inamovibles, a los que todo el mundo debe someterse. Vamos a detenernos en algunos momentos de esta historia, que es del arte, pero también de la sociedad, y de seguro de la psiquiatría.
La cubierta del ensayo está ilustrada con el dibujo de Goya titulado No sabe lo que hace, considerado por Gamboni la más notable expre-sión de la actitud de los iconoclastas. Representa a un hombre pobremente vestido, encaramado en una escalera, que enarbola un pico en la mano derecha, y en el suelo se amontonan los restos de un busto destruido. Tiene los ojos cerrados. En él encuentra Gamboni la reproducción más exacta del iconoclasta: un inculto cegado por los prejuicios, que desea acabar con el arte que no está facultado para gustar debido a su incapacidad mental.
Lo que no hace Gamboni es analizar las causas de esa actitud. Es un pobre hombre carente de educación, porque los monarcas y los religiosos detentadores de la exclusiva de la enseñanza querían mantener a los trabajadores sin cultura, de modo que aceptaran sus órdenes sin discutirlas. Este detalle pasado por alto en el ensayo es clarificador. Cierto que La destrucción del arte es un ensayo sobre el arte, pero implicado en la sociología. Se destruye un objeto estético por algún motivo. El trabajador retratado por Goya tiene los ojos cegados por la doble acción represora del altar y el trono. Lo han castrado intelectualmente, para que sea un fiel vasallo carente de ideas. Si aprendiera a disfrutar estéticamente con un objeto artístico, enseguida se plantearía las razones de su condición servil, dedicado a pagar impuestos para mantener a dos clases ociosas, la realeza y el clero.
HISTORIA DE LA ICONOCLASIA
Explica el autor que prefiere utilizar la palabra iconoclasia a la de vandalismo, para definir esa actitud aniquiladora del arte juzgado pernicioso de acuerdo con unos criterios ajenos a la valoración estética. Sin embargo, no se ajusta al castellano académico: según el Diccionario de la lengua española elaborado por la Real Academia Española, en su última edición, la de 2001, iconoclasia es la “Doctrina de los iconoclastas”, y a su vez iconoclasta “Se dice del hereje del siglo VIII que negaba el culto debido a las sagradas imágenes, las destruía y perseguía a quienes las veneraban”.
Los académicos no debieran salirse de su papel dedicado a fijar el idioma, sin atreverse a anatematizar como hereje a nadie, ni a considerar que debe rendirse culto a unas imágenes que no son quiénes para considerar sagradas. Se comprueba cómo los académicos, redefinidos como asnógrafos por Juan Ramón Jiménez, que se negó en tres ocasiones a serlo, se hallan sometidos a las teorías catolicorromanas, que siempre son fanáticas.
Cierto que fue en Bizancio donde, durante los siglos VIII y IX, se produjo la destrucción de imágenes religiosas, durante la dinastía isáurica, por motivos teológicos. Solamente son conocidas las alegaciones de los contrarios, de modo que no es posible entrar a fondo en la cuestión. Lo cierto es que de sus acciones derivó el nombre griego de iconoclasta, adaptado a los idiomas cultos.
Las motivaciones que indujeron al fraile Savonarola a ordenar a sus seguidores la destrucción de todos los objetos artísticos en la muy culta Florencia del siglo XV, fueron religiosos: deseaba impedir a los cristianos gozar de placeres sensuales por contemplar esculturas, pinturas, joyas y otros objetos de orfebrería que les incitaran a la disipación. Todo lo condenaba a la hoguera, hasta que el papa lo condenó a él a recibir el mismo trato.
EL FANATISMO RELIGIOSO
Los reformadores de la Iglesia en el siglo XVI, por el contrario, deseaban evitar al pueblo la superstición de adorar imágenes, lo que está prohibido en el segundo mandamiento del decálogo entregado a Moisés por el mismo Dios en el Sinaí. Se hallaban comprometidos con la desaparición del fanatismo, y por ello enseñaban al pueblo cómo las imágenes que adoraban eran trozos de madera o de piedra que no podían realizar milagros.
A los conquistadores españoles en América los acompañaban frailes fanáticos, deseosos de convertir a su credo como fuera a los indígenas, calificados de paganos, y en consecuencia carentes de derechos, ni el de la existencia. Se empeñaron en destruir los definidos como ídolos de los pobladores, para sustituirlos por sus imágenes de palo o barro reverenciadas por ellos. Destruían sus templos y levantaban sobre las ruinas los suyos.
La secta catolicorromana desmantelaba cualquier vestigio de una fe diferente de la suya, con el patrocinio del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, pero no toleraba que alguien imitara su ejemplo contra sus rituales. En 1756 el caballero de La Barre fue detenido en Abberville, acusado de mutilar un crucifijo. Decapitado, se quemó su cadáver y se esparcieron sus cenizas. Esta muestra de fanatismo religioso todavía es recordada en Francia por quienes desean evitar a la República ninguna contaminación religiosa, manteniendo la separación entre la Iglesia y el Estado.
CUANDO ESTALLÓ LA REVOLUCIÓN
Este repaso a la historia antigua le sirve a Gamboni como preámbulo para llegar al cambio de era producido en 1789, con la toma del poder por el pueblo gracias a la Revolución Francesa. Su primera intención consistía en deslegitimar la autoridad de los reyes, y por eso fueron destruidas sus imágenes. Por lo mismo se produjo el asalto y la demolición de la Bastilla, convertida en el símbolo de la opresión real. En 1792 fue derribada en la plaza Vendôme, entre el regocijo popular, la estatua ecuestre de Luis XIV, el más despótico absolutista de los borbones franceses, notable como obra de arte, realizada por Girardon, pero emblema de la tiranía. El odio reconcentrado secularmente contra la monarquía se resolvió al guillotinar a Luis XVI, y se acompañó con la destrucción de la simbología regalista.
Sin embargo, no puede aceptarse la idea de que los revolucionarios llevaron a cabo una destrucción sistemática de las artes en sus calles o templos o palacios. La Convención Nacional decretó que los objetos de valor histórico o artístico fueran conservados, sin importar lo que representasen, y llevarlos a los museos públicos. Se puso especial empeño en salvar las tumbas reales, para evitar profanaciones comprensibles ante el rencor acumulado por el pueblo contra los monarcas que lo tiranizaron durante siglos, con la consiguiente destrucción de unos objetos de gran valor histórico.
Contra la fanatización de los trabajadores por parte del altar y el trono, para retenerlos esclavizados, los revolucionarios buscaron su liberación, y para ello se convertía en tarea fundamental procurar su educación. Los dirigentes de las revoluciones populares atienden sobremanera a la promoción cultural, porque un trabajador educado busca su propia emancipación para liberarse de las alienaciones a las que se ve sometido por su patrón.
ACUSACIÓN DE OBSCENIDAD
Entre los numerosos casos analizados por el ensayista es digno de recuerdo el de las 18 estatuas realizadas por Jacob Epstein en 1907 para adornar la fachada de la British Medical Association, en Londres, colocadas en nichos a 15 metros de altura, por lo que desde la calle era imposible advertir sus detalles. Sin embargo, los vecinos de enfrente que las veían a su altura las denunciaron por considerarlas obscenas, y exigieron su demolición. Los artistas londinenses iniciaron una campaña para impedirlo, en la que participó incluso un obispo anglicano a favor de conservarlas, así que se detuvo de momento la acción. Pero en 1937 fueron mutiladas, cuando compró el edificio el Gobierno de Rhodesia del Sur, que era muy pusilánime en cuestiones de moralidad. Entre los blancos, por supuesto.
No cita Gamboni un episodio español vergonzoso, acaecido en 1968 en Santander: la Caja de Ahorros encargó al escultor Agustín de la Herrán dos esculturas para adornar la fachada del edificio en pleno centro de la ciudad. Hizo un hombre y una mujer desnudos, en bronce, para representar el Ahorro y la Beneficencia, las dos razones de existencia, se decía entonces, de las cajas de Ahorros, hoy tan justamente desprestigiadas y reconvertidas.
Una histérica fascista, casada con un concejal perteneciente al partido ultra de Fuerza Nueva, organizó una campaña para que fuesen retiradas por obscenidad. Los directivos de la Caja de momento ordenaron cubrirlas, y se originó una campaña a escala nacional, a favor y en contra de su exhibición pública. Se consultó al obispo de la diócesis, casualmente un ser civilizado, y respondió que si eran obras de arte se dejaran, y si no lo eran se quitasen. No obstante, un cura fundamentalista anunció que no volvería a pasar por delante de la Caja mientras estuvieran colocadas las provocativas estatuas, y otros com-pañeros secundaron su decisión. Por fin prevaleció el sentido común, animado sin duda por la campaña de ridículo que se hizo por toda España, y las esculturas fueron descubiertas, y allí siguen, quizá porque están en alto y son de bronce, lo que dificulta que se las pueda agredir.
Este caso terminó felizmente, aunque ha habido otros en los que estatuas callejeras fueron mutiladas por santanderinos bárbaros: a la de Menéndez Pelayo realizada en mármol por Mariano Benlliure, y colocada ante su Biblioteca, le arrancaron la nariz, y a la de Concha Espina del mismo material, obra de Victorio Macho, le mutilaron los pronunciados senos. Igualmente se ha atentado contra los monumentos a Augusto González Linares y José del Río Sainz. Parece que Santander es tierra apta para los iconoclastas. Por eso decía Gerardo Diego que no quería que le levantasen una estatua, para evitar su profanación, pero le han colocado una sedente, utilizada por los niños y algunos mayores para sentarse sobre sus muslos broncíneos.
Añado estos datos de españolada a los numerosos aportados por Gamboni, ya que él no tuvo en cuenta el vandalismo español. Aquí también se cometen despropósitos, sobre todo en Santander, por los enemigos del arte.
LA POLÍTICA UNIDA A LA RELIGIÓN
Semejante al fanatismo religioso es el político. En realidad son dos expresiones de la misma intolerancia contra el poseedor de otras ideas diferentes. A menudo se utiliza como protesta, de una manera ilógica. Recuerda Gamboni que en 1914 una sufragista atacó con un hacha el cuadro de Velázquez La Venus del espejo, expuesto en la National Gallery de Londres. Su bárbara acción fue una protesta por la detención de la fundadora del movimiento sufragista, que se había declarado en huelga de hambre en la prisión. El móvil, pues, era político, pero la salvaje declaró haber comprobado que los hombres miraban la pintura lascivamente, lo que añade una motivación religiosa a la incitación para el disparate.
Otro caso de fanatismo exacerbado afectó a Diego Rivera. Comenzó a pintar en marzo de 1933, para el Rockefeller Center de Nueva York, tres murales, un arte en el que ya estaba reconocido internacionalmente como un maestro indiscutible. En el central dibujó a Lenin, lo que alteró el pulso de los capitalistas patrocinadores. Le exigieron que eliminara su figura, a lo que se negó, como era de esperar en un artista digno de tal título, por lo que fue despedido sin discusión, y el trabajo ya hecho quedó destruido en febrero de 1934. El capitalismo es incompatible con la libertad creadora. Le gusta intentar alienar al artista como lo hace con el trabajador, aunque le resulta mucho más complicado el conseguirlo. Aquí hubo un claro perdedor, el Rockefeller Center, no Rivera.
NORMAS ESTÉTICAS NAZIS
Todos estos sucesos reseñados y otros muchos más que debemos asilenciar, porque el ensayo es desbordante en datos, son insignificantes ante las agresiones contra el arte ordenadas por el régimen nazi, en Alemania y en los países conquistados. El aparato del Estado totalitario se volcó en dos direcciones: borrar cualquier vestigio del calificado como arte degenerado, y potenciar un arte grandilocuente exaltador de sus logros.
Las pautas para valorar las artes estaban señaladas por Max Nordau en su libelo Degeneración (1893), y por Paul Schulze-Naumburg en el suyo, Arte y raza (1928), en el que comparó retratos vanguardistas con fotografías de personas con malformaciones congénitas. El arte de vanguardia en general fue calificado de degenerado, y en consecuencia solamente apto para ser destruido. No se atendía solamente a las realizaciones estéticas, sino también a la personalidad de los autores, basándose en el principio de que ningún perteneciente a una raza inferior, como la judía, según su peculiar clasificación, estaba capacitado para realizar algo con valor artístico. En 1937 se organizó en Munich una gran exposición del, en su concepto, “Arte degenerado”, paseada posteriormente por otras ciudades germanas.
En países presuntamente democráticos hicieron mella las teorías nazis, y personas de ideología derechista las defendieron. El arte de vanguardia permaneció devaluado para ciertos críticos fundamentalistas.
Lo mismo sucedió con los libros, quemados en las plazas públicas si los dirigentes nazis ponían alguna tacha sobre ellos, como ser judío el autor. La nueva raza aria reclamada por el nazismo privó de cultura a una generación. Se nota mucho aún. Los escritores y los artistas alabados por el régimen eran los sumisos a sus instrucciones, incapaces de crear en libertad.
LA REVOLUCIÓN SOVIÉTICA
Todo lo contrario sucedió en la Unión Soviética desde su proclamación en 1917. El 12 de abril de 1918 publicó Lenin un decreto sobre los monumentos artísticos, por supuesto levantados durante el largo y trágico período zarista. El pueblo se alzó contra la opresión y triunfó, lo que conllevó el fin de la familia del zar y de los nobles. Debía esperarse un ataque contra sus símbolos, en revancha por tantos sufrimientos. Por eso Lenin se apresuró a legislar, con una medida que sorprendió a algunos: ordenó que los monumentos dedicados a los zares y sus servidores carentes de valor artístico o histórico fuesen retirados de los lugares públicos y almacenados o reciclados, conservando los valiosos en sus lugares de situación.
Se encargó a una comisión constituida al efecto la decisión a tomar sobre los monumentos antiguos, así como organizar un concurso de proyectos para levantar nuevos monumentos, ensalzando el triunfo de la Revolución Soviética. En Moscú fueron abatidos los dedicados a Alejandro II y Alejandro III, pero en San Petersburgo se conservó la estatua ecuestre de Pedro el Grande realizada en 1768 por Falconet, pese a tratarse de un zar cruel y despótico, que cargó al pueblo con nuevos impuestos para atender a su megalomanía, y ordenó matanzas despiadadas; hizo encarcelar a su propio hijo Alejo, y permitió que muriera en la prisión. No obstante, se reconocía el mérito estético de la estatua, muy superior al inhumano del personaje representado.
La unión Soviética marcó el triunfo de la colectividad sobre el individualismo. La afición de Lenin por el arte le inspiró páginas acertadísimas. El cambio de régimen implicaba una renovación de las ideas, en un país poblado por siervos sin ningún derecho, nobles tiránicos, militares criminales, y sacerdotes al servicio del zarismo. Era preciso renovar la historia en todas sus facetas, incluida la estética en lugar destacado. No obstante, se preservó lo valioso estéticamente de otros tiempos y de otros regímenes. La Revolución Soviética evitó la iconoclasia.
EL REALISMO SOCIALISTA
Para cumplir los fines de educar al proletariado, privado de cultura durante el zarismo, se acordó poner en marcha el realismo socialista, que representara a la nueva sociedad sin clases. Se levantaron monumentos a Lenin, como principal artífice del triunfo de la Revolución, y a otros héroes destacados en los combates, junto a los colectivos de trabajadores, de militares del pueblo, de los vencedores de la guerra civil contra el llamado ejército blanco, y de los que triunfaron en la denominada gran guerra patriótica contra los invasores nazis. Las ciudades soviéticas adquirieron un aspecto desconocido, que permitía aunar los monumentos antiguos con los nuevos.
Era efectivamente un arte de agit-prop, integrado en la magnificación de los valores populares, sin concesiones a la estética avalada por el capitalismo para crear objetos tasados con enorme valor crematístico. Las autoridades pretendían que los monumentos soviéticos sirvieran para educar al pueblo en los valores del socialismo real. La finalidad del arte soviético era la formación de buenos ciudadanos, liberados del fanatismo religioso. La nueva sociedad socialista requería contar con una manifestación artística reflejo de sus intenciones. Ahora los héroes merecedores de estatuas ya no eran los zares, sino los trabajadores.
El I Congreso de Escritores Soviéticos se celebró en 1934, y el Comité Central del Partido Comunista le comunicó: “El Partido reconoce todos los derechos a los escritores, excepto el de escribir mal.” Se había ejecutado el anhelo pintado por Delacroix en su célebre cuadro La Libertad guiando al pueblo, expuesto en 1831. Por eso algunos de los más importantes pintores del siglo XX, empezando por su adalid, Pablo Picasso, se afiliaron al Partido Comunista, y los superrealistas franceses lo hicieron en bloque.
LA ICONOCLASIA ANTICOMUNISTA
La Revolución Soviética respetó las artes ejecutadas durante el zarismo, pero no ha ocurrido lo mismo con sus monumentos, desde que el 9 de noviembre de 1989 empezó la demolición del muro de Berlín. Los aventureros del capitalismo habían ido socavando las bases políticas en los países del socialismo real, con la corrupción de sus dirigentes. Comenzó entonces el furor iconoclasta contra todos los símbolos y emblemas comunistas.
Se dieron casos absurdos, como el sucedido en Bucarest el 5 de marzo de 1990: las autoridades gubernativas ordenaron retirar la estatua de Lenin para complacer a un sacerdote ortodoxo declarado en huelga de hambre hasta que la quitasen de su emplazamiento. Fue complacido.
La gente culta recomendó el respeto a los monumentos de la época soviética, por ser representativos de un tiempo y un arte con enorme repercusión en la historia de la humanidad. Menciona Gamboni la encuesta organizada por la revista de arte Pan, sobre el destino que debía darse al monumento a Marx y Engels ubicado en la parte trasera del Palacio de la República en Berlín. El 67 por ciento de los preguntados se decantó por su conservación, como testimonio de la historia nacional.
En 1991 el alcalde de Berlín, afiliado a la conservadora Unión Demócrata Cristiana que en la actualidad lidera Angela Merkel, ordenó desmantelar la gigantesca estatua de Lenin erigida en el Berlín Oriental, obra de Nikolai Tomski, un monumento de 19 metros de altura inaugu-rado en 1970. Un grupo de ciudadanos civilizados presentó una protesta ante un tribunal de Justicia, que falló contra ellos. En consecuencia, el 1 de noviembre fue vallado y se envió una grúa para demolerlo. Agrupaciones de artistas alemanes, secundadas por las de otras naciones, redactaron una protesta, suscrita por academias de Arte del Reino Unido, Dinamarca, Austria, Suiza y Holanda, pidiendo una intervención estatal para conservarlo, sin obtener siquiera una respuesta por cortesía del alcalde demócrata y cristiano.
DEBE DE SER UN SENTIMIENTO INNATO
Este breve resumen del copioso ensayo escrito por Dario Gamboni pretende únicamente señalar unas pocas muestras de la histeria iconoclasta que parece ser innata a buena parte del género humano, si es que debe llamarse así a sus promotores. Está concentrado en Europa debido a que es nuestra fuente de ejercicios estéticos, aunque también en otros continentes existen historias aberrantes sobre la destrucción del arte, lo que parece indicar que se trata de una obsesión humana, tal vez demasiado humana.
En las revoluciones se desatan los instintos más primarios, y si no se cuenta con hombres dispuestos a preservar la conservación de la historia, como sucedió afortunadamente en la Francesa y en la Soviética, triunfa el desastre. Tenemos ejemplos muy recientes en los países árabes protagonistas de insurrecciones, sobre todo en Irak.
Otras veces son los políticos presuntamente civilizados los que intentan borrar cualquier vestigio artístico en disonancia con sus ideas. Por ejemplo, en 1990 el alcalde conservador de Managua ordenó cubrir con pintura los murales pintados por encargo del Gobierno sandinista para recordar la historia del pequeño y desdichado país. No merece ni ser citado el nombre del bárbaro alcalde, comparado por sus rivales políticos con los conquistadores españoles en la obra destructora de la cultura.
EL ARTE DE DESTRUIR EL ARTE
Una manera especial de iconoclasia es la llevada a cabo por los mismos artistas, que desean practicar la destrucción del arte como un arte. Se trata de una invención diferente a los casos de fanatismo analizados por Gamboni, quien dedica un apartado a esta modalidad. En setiembre de 1966 se celebró en Londres un congreso internacional sobre la destrucción en el arte, no del arte, denominado Destruction in Art Symposium.
Según su promotor, Gustav Metzger, el arte autodestructivo es un arma política subversiva, un ataque contra el sistema capitalista, incluidos los marchantes y coleccionistas manipuladores de los estilos para obtener un beneficio económico. El creativo descreativo Metzger está acostumbrado a pagar multas por sus acciones, incomprensibles para algunas autoridades carentes de imaginación.
Lo cierto es que mientras unos artistas nos engrandecen la vulgaridad de la vida, otros bárbaros se dedican a destrozar sus creaciones. Somos así.