Publicar: del superego al infraego

MIQUEL SILVESTRE

Publicar una novela es viajar del superego al infraego. No me refiero al superego en sentido freudiano, sino a la hiperbolización de la vanidad. Escribir es un acto de obscena egolatría. Sólo alguien muy vanidoso puede creer que lo que piensa o siente merece serle ofrecido a los demás. Al poner la palabra fin en el último folio, el escritor tiene su ego convertido en un superhéroe de la Marvel, hinchado, colorado y musculoso como un culturista ahíto de esteroides. Pero a partir de ahí, todo es catabolismo del ego, destrucción de la vanidad. Cuando el ególatra inédito busca editorial, comienza el suave declive. Con cada carta negativa, el superego se va dejando un pedazo. A veces aparece algún desaprensivo que propone formas más o menos edulcoradas de autoedición. Pero quien está dispuesto a pagar los halagos del ego demuestra que su vanidad no merece halago alguno.

Sin embargo, para quien encuentra editorial, tampoco irán mejor las cosas. Tras unos primeros instantes de levitación, las reticencias, sugerencias e imposiciones del editor harán vacilar el superego. Gran parte de las genialidades del autor serán modificadas, cuando no directamente censuradas. Al editor no le importa el escritor, al que tolera como un mal necesario. Lo que le importa es el libro. Su libro. La mercancía es dinero, y el escritor, un estorbo con sus caprichos y sus remilgos de monja. Firmado el contrato, pronto descubrirá que el editor no se le pone al teléfono, que elude sus indicaciones, que no le hace maldito caso. Cuando por fin sale el libro de la imprenta, el superego habrá dejando en algún recodo su excesivo prefijo. Será un ego grande, sin más, y el escritor lo mirará casi con compasión por su aspecto demacrado. Lo que no sabe todavía es que ha sido sólo el principio del viaje al infierno de la vanidad.

El escritor corre a la librería de su barrio esperando ver un montón de relucientes ejemplares en la mesa central de las novedades. Entra con su ego de nuevo en plan mayestático, pero sólo ve libros publicados por editoriales conocidas. Del suyo, ni rastro. Saluda al librero y en voz baja le pregunta si tiene la última novela de tal autor, publicada por tal editorial. Aquél consulta su ordenador y le dice sin reconocer en su cliente al autor citado, que no, que esos libros de gente desconocida publicados por editoriales invisibles son una ruina, que nadie los compra. El ego sale cabizbajo mientras su dueño se promete no volver nunca más por allí.

Pero aún queda lo peor, la verdadera pócima jibarizadora del ego. Para vender un libro hay que salir en la televisión. Un día le conciertan una entrevista y el escritor se ve a sí mismo pensando en qué ponerse, qué decir, cómo responder, qué expresión adoptar para ofrecer una imagen interesante, de amplia cultura y sensibilidad, de compromiso profundo con su tiempo y el arte. Le avisan de que no puede disertar, matizar, reflexionar; debe hablar poco, directo para zotes y consumidores. Quien mejor queda en la tele es quien reduce toda su complejidad a unos pocos gramos de apariencia, quien tiene píldoras de genialidad envasadas y listas para el despacho al por mayor. Quedar bien en la tele exige renunciar a los matices y a las contradicciones, requiere vestirse un traje de payaso. El mejor amaestrado en la pirueta y el malabar circense posiblemente venderá más libros. El escritor se ve así reducido a un guiño, a una broma de plató, a un cascabel histriónico.«Así es el juego», le dicen.«Tú no te preocupes, has estado estupendo al cazar en el aire los cacahuetes que te tiraba el público, seguro que ahora se venderá bien tu ensayo de 1.500 páginas».

Cuando la promoción acaba, y ni la tele, ni los editores, ni los libreros, ni los lectores recuerdan aquel libro que pasó sin pena ni gloria por la feria de las vanidades, sólo quedarán el escritor y su ego, endurecido como una diminuta pelotita de nácar. A escondidas lo sacará de vez en cuando del bolsillo para contemplarlo por las noches. Casi sin reconocerlo de débil que está, lo irá alimentando con deseos y suspiros, con amaneceres y tropiezos, con borracheras y pasiones, con apuntes, sueños y retratos a lápiz de un mundo incomprensible. Un día su ego habrá vuelto a inflamarse, a enrojecer, a palpitar violento y musculado. Ese día, el escritor tendrá entre las manos un nuevo libro que llevar a su editor. Y el viaje al infierno de la vanidad comenzará de nuevo.

Por cierto, señora, acabo de publicar una nueva novela. Se titula «Spanya SA», y si tengo suerte hasta es posible que un día de éstos me vea usted haciendo el payaso en la televisión. Recuerde entonces este artículo, sea caritativa y compre mi libro.
¿Verdad que atrapo bien los cacahuetes?

 

Fuente: http://www.lne.es/secciones/noticia.jsp?pRef=1843_52_585170__Opinion-Publicar-superego-infraego

 




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