Sudores y Tajos

  • Autor: Enrique Medina
  • Biografía Autor: Enrique Medina
  • Género: Literatura y Novela
  • ISBN: 978-950-556-728-7
  • Nº Páginas: 224
  • Encuadernación: Tapa blanda
  • Formato eBook: ePub
  • Año: 2018

LABERINTO DE MIL TIEMPOS Por Sebastián Muape En el prólogo de la edición que conmemora los cuarenta años de su novela capital, Las Tumbas, su realizador nos dice textualmente que: “La suma de libros publicados no es otra cosa que el cuerpo literario del autor”, y aclara además que esa obra cumple el rol del corazón. Habiendo leído durante décadas a Enrique Medina, con fiel certeza y en esa misma tónica podría agregar que su literatura es un sistema orgánico musculoso, con caudalosas venas que saltan a la vista y le surcan los bíceps, el cuello y las sienes. La anatomía de un espartano preparándose para las arenas. De ninguna forma puede uno salir indemne después de toparse con Strip- Tease, El Duke, Con el Trapo en la Boca, Gatica, El Escritor, el Amor y la Muerte; o sus cuentos incluidos en Las Hienas o Los Asesinos. Pura potencia. Nervio y latido. Golpes demoledores capaces de convertir en enclenque a quien se precie de valiente. Un castigo sistémico que nos hará caer las caretas. Ya sin piernas, con acentuada deuda de aire, seremos empujados frente al espejo y ahí, incómodos, tendremos que responder a cuestiones propias de lo más dolorosas. Maquillar los moretones y asumir que nos describe con maestría. “Este es un libro amable, no es Tumbas ni Strip ni nada pesado; es un libro amigable”; me refirió el autor un tiempo atrás. Y es taxativamente cierto, Sudores y Tajos no se parece a las graníticas obras señaladas y pocos o ningún punto en común tiene con aquél cuerpo de visible musculatura. En estos relatos, Medina construye un bello laberinto de mil tiempos, de pasadizos atemporales, de agujeros de gusano por donde se puede cruzar la calle hacia el universo de enfrente, y en esa especie de patio límbico nos pone cara a cara con las grandes figuras de la literatura universal, penando como parias en un tiempo que les es desmesuradamente ajeno, lejano y desapacible. El escritor desacomoda de la historia a los gigantes y los hace laburar, los baja del póster, les sacude la modorra, quitándoles las coronas de laureles y los áureos triunfos con que adornaron a la humanidad, y justamente los humaniza, los vuelve vecinos, sufridos protagonistas que se cruzan en las calles viviendo las alegrías y miserias habituales de toda gran ciudad. Las épocas se doblan y se pliegan sobre sí mismas, pero todo ocurre aquí y ahora, entonces Proust se sienta en un bar cualquiera de una esquina cualquiera de Retiro, intentando la proeza de evitar la medialuna en el té, dando un giro imposible no sólo a su propia obra, sino también a la literatura toda. De la misma forma Medina, como respetuoso titiritero, les da a Hemingway y a Lugones la incómoda posibilidad de explicar el motivo de sus suicidios. Así, se reconfiguran la vida, la muerte, el más allá, el umbral, el cielo, el infierno y el presente que los cobija. Todo pierde o resigna identidad, se caen los almanaques y en una dependencia pública o a través de una llamada de teléfono celular, los vivos hablan con los vivos que ya murieron y al compás de un caos con cierto gusto a nostalgia, todo fluye normalmente. Carlos Gardel logra envejecer e inevitablemente paga con achaques el paso de los años, y hasta su sonrisa corre peligro. Los otros: Wilde, Lorca, Chéjov, Almafuerte, Papini, Sábato, viven sus nuevos estadíos despotricando grueso contra la tecnología, la “burocracia-boludocracia” citadinas y los interminables trámites vitales. Replicando unos de sus mejores relatos, Medina invita a Alejandra Tenaglia (la guardiana de sus libros desde hace más de una década, tal como él lo afirma) a pasar un ratito por el Bar Literario, aquella maravilla incluida en El Fiera, el pibe y los otros, donde la editora, ahora escritora, puede contarle al propio Céline que su primera novela recién lanzada se llama Viaje al principio de la noche, lo cual, tal como era de esperarse, desata el asombro del francés. Louis Ferdinand Céline, a quien Medina describe sin titubeos como “el más grande escritor de los tiempos”, está presente de manera indeclinable en todo el libro. Su recuerdo se hace notorio como aroma de roble del mejor de los tintos, pulula por estas páginas, va y vuelve; está. Desde Proust a Alfonsina, de Boccaccio a Monzón, surcando a Poe, Quiroga, Borges y Arlt, todos y cada uno de ellos moviéndose en un tiempo sin tiempo, cuyo vórtice es la mano de Medina, y es su talento el que hace posible ponerlos en acción. Son relatos absolutamente originales, atemporales y realistas. Enrique Medina nos conoce y no omite adjetivos en el detalle. Nos adivina y detecta el traspié inevitable. Aguza el ojo para vernos buscando la salida de emergencia o madrugando en el atajo. Sabe de qué está hecho el argentino, cuál es la piedra que han tallado para forjarlo, él también es un poco la mano y el cincel. Y, aunque tal vez no lo sepamos, viene charlando con nosotros en gélidas madrugadas de persianas bajas y sillas patas para arriba sobre las mesas del barcito. Atravesó un millón de veces el vapor del subte que tiñe el empedrado. Caminó la ciudad-antro y la radiografió con sus ojos, se la tatuó, da clases de suburbios. Lo sabe, lo sabe todo porque es de la noche, del billar y del café con gotas; también de los museos, centros culturales y galerías de arte. Medina es de los cines, del musical, del policial, desde Eisenstein a Welles, de Chaplin a lo nacional con acento en Las aguas bajan turbias de Hugo del Carril o el semi documental de género policial representado en Apenas un delincuente de Hugo Fregonese; siempre hizo gala de un gusto superior. La Corrientes de neón que lo deslumbró de chico, palpitante y camaleónica lo extraña seguido, lo nombra. Este escritor lleva en sus vísceras las penurias del tango, reflejándose en letras y acordes, huele a bandoneón, se guiña con el Negro Juárez y con Piazzolla. Su estilo literario innegablemente traza firmes lazos con grandes obras como el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal y Los Siete Locos de Roberto Arlt. Tiene muy buen oído para escuchar aún el sonido vil y metálico que lo persiguió y lo prohibió; el del asalto a la cultura, el sopapo al crecimiento intelectual e inevitable de las generaciones que sin proponérselo, un día fueron clandestinas como él. Con ese tonelaje sobre la espalda, con lengua mordaz, coraje y una narrativa directa que por momentos es una caminata por la playa y en otros una carrera de montaña rusa demencial, Enrique Medina trazó su literatura. Leerlo es como escuchar una línea de bajo galopante en la primera fila de un concierto de rock y estremecerse con los sacudones que nos rebotan en el pecho. Es acariciar la piel de lija de un tiburón, alucinante criatura, tan bella como temible. Ahora sí, veo a Medina en una plaza cualquiera, mate en mano, charlando largo con Céline, mezclados en una cumbre de escritores en la que yo, imitando al narrador de estos relatos, me permito imaginarlos, distendidos y sonrientes, en un fraternal abrazo literario.

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