En Port Royal, la ciudad que se inclina hacia el mar como una suplicante eterna, con sus casas de madera carcomida y sus tabernas donde las historias se cuentan con el humo de los fogones y el aliento del ron, la marea no se contenta con devolver redes rotas y restos de naufragios: trae consigo la verdad. Una verdad cruda y salobre, que viaja en corrientes profundas, y solo aquellos que saben leer la espuma y descifrar el susurro de las olas pueden llegar a comprender. Isabela Calder aprendió a mirar la costa con esa mirada singular del cartógrafo de lo invisible. Desde niña, su mundo estuvo delimitado por el olor a salitre y el crujir de los muelles. Hija del cajero de un bergantín, su infancia no fue de juegos en la arena, sino de papeles húmedos extendidos sobre mesas tambaleantes, de cuentas que nunca cuadraban del todo, de la sensación constante y opresiva de que las palabras escritas, esos trazos de tinta sobre el papel, podían ser más afiladas y letales que cualquier espada. Detrás de la oreja izquierda, escondida bajo la sombra de su cabello, llevaba una pequeña marca: un lunar en forma de medialuna, una cicatriz suave en la piel que su madre, en susurros cargados de superstición, llamaba “la bendición de la mar”, un legado de las mujeres de su linaje, aquellas que, se decía, habían aprendido a navegar leyendo las estrellas. Su padre, sin embargo, en las noches oscuras en que el ron le soltaba la lengua, le murmuró una historia muy distinta: una historia de maldición, de juramentos rotos en alta mar y de promesas selladas en barcos que yacían ahora en el lecho silencioso del océano, incapaces de hablar.