La Brisa del Tiempo

  • Autor: Alejandro B Engel
  • Biografía Autor: Alejandro B Engel
  • Género: Literatura y Novela
  • ISBN: 956-284-256-8
  • Nº Páginas: 86
  • Encuadernación: Tapa blanda
  • Año: 2002

EL TIEMPO AL ATARDECER Los ojos que nos crecen con la edad Susana, los ojos del tiempo, nos permiten ver a aquellos que ya no son, a aquellos que un día fueron: a los propios espejos del tiempo -le había dicho Orteguita-. Los vemos tan reales, tan vivos, que un día, tal vez sin siquiera darnos cuenta de ello, empezamos a hablarles y a escuchar lo que nos quieren decir; llegamos a dudar de nuestra propia percepción, de nuestra realidad, la cual parece diluirse como el sol en una niebla espesa. Ya no podemos recordar quién está a este lado de la vida y quién está al otro. Pero los demás no saben leer en los reflejos del tiempo, Susana, no los ven, no los escuchan; piensan que a nosotros se nos ha licuado el cerebro y tienen miedo que un día nos comience a chorrear como una sucia baba cenicienta por las narices... por las orejas. Empiezan a murmurar a nuestras espaldas cosas que ellos creen que no escuchamos o que no entendemos; empiezan a mirarnos, primero con pena, con compasión, con una lástima dulce; pero luego nos ven con repulsión; sí, Susana, con repugnancia; nos evitan, tratan de ignorarnos para que de algún modo desaparezcamos y dejemos de hacerles sentir la vergüenza de que ellos también son parte de nosotros... Entonces, Susana, entonces sabrás que te has puesto vieja, vieja y repugnante: podrás ver la traición del tiempo reflejada en la traición de los demás. Cuando Susana vio por primera vez a Jorge, no el Jorge que un día, hacía ya muchos años, había ayudado a transponer el umbral de la vida, sino al Jorge de los tiempos de Agua Santa, joven hermoso y desnudo frente a ella, y con esa sonrisa entre triste e irónica con que lo vio por primera vez, cuando el tiempo no era más que el tiempo, cuando el tiempo no existía, aquella que también fue la última sonrisa de Jorge, y el último recuerdo que ella guardaba de él, de Jorge doblegado por el tiempo, testigo de la realidad del tiempo, recordó las palabras de Orteguita y sintió mucho miedo, miedo y vergüenza. Miedo de haber llegado a vieja y vergüenza por lo repulsiva que debía parecerle a Jorge. Durante largo tiempo, Susana pretendió ignorar lo que veía o lo que creía ver. Pretendió ignorar la presencia de Jorge con la secreta esperanza que de ese modo él no pudiese verla, y que con el tiempo no se apareciese más en su vida o en sus sueños: su vida, sus sueños, su pasado: el tiempo los había barajado de tal forma, que algunas veces le era difícil separar lo uno de lo otro. Jorge cuando aparecía, lo hacía siempre al atardecer, cuando ya ni las gentes que pasaban por la vereda de enfrente, ni los plátanos que se veían desde la ventana proyectaban sombras: venía con el sosiego de la última luz del día. En realidad, Susana nunca lo había visto llegar: de pronto, allí estaba: desnudo y sonriente: silencioso, esperando. Con el pasar del tiempo, esperar el atardecer y la posible llegada de Jorge, fue un hábito complaciente no desprovisto de la curiosidad por descubrir cómo y de dónde aparecía, si venía a través de alguna pared o si se materializaba lentamente de la nada. No obstante, más allá del hábito y la curiosidad, el atardecer junto a Jorge, su compañía silenciosa y algo irreal la llenaba de una antigua y ya olvidada ternura y de recuerdos que ella bien sabía, ya ni siquiera le pertenecían. En definitiva, la espera al atardecer se transformó para Susana en el único significado de su vida: una vida que el tiempo se había encargado de llenar con un vacío de desesperación insoportable. Un cierto día, en el sosiego de una tarde de fin de verano, cuando el otoño ya podía olerse en el aire de hojas quemadas, la curiosidad de Susana pudo más que sus temores y susurró casi como para sí misma, quebrando el hechizo y la complicidad de un antiguo silencio de simonía. -Jorge, ¿realmente eres tú? -¡Pero claro que soy yo, Susana! -No hables tan alto Jorge, alguien puede oírte... -¡Sólo tú puedes oírme Susana, solo tú! -Entonces, he llegado a vieja... - sentenció suavemente Susana, recordando el brillo acuoso en la mirada de Orteguita. Esos ojos líquidos, sus palabras, en ese tiempo incomprensibles, los años que hacían temblar esas manos incapaces de sujetar algo más que un aire vacío. Y en esos días Orteguita era más joven de lo que ella había llegado a ser- más vieja de lo que imaginé que podría llegar. -Es tan hermoso el fin del verano, los días tan claros, su luz tan particular en los atardeceres aún tibios... -Jorge, pero tú... -¡Yo qué, Susana! ¿Estoy muerto? ¿Tú me ves muerto? Ven... ¡tócame! Susana no se atrevió a hacer un sólo movimiento, tuvo un fugaz arrepentimiento por haber roto el silencio que la unía a lo que ella quería llamar realidad, su realidad. Pensó en lo corta que había sido su vida y en lo larga que era su vejez; ya no se recordaba a sí misma de otra forma sino que así, de la forma en ahora: vieja y agobiada por recuerdos e imágenes que ni siquiera parecían suyas: eran como fragmentos de otras vidas, de otro tiempo. Decidió no seguir hablando. Lentamente salió de su cuarto cerrando la puerta tras ella; Jorge o el fantasma de Jorge o lo que fuese, nunca abandonaría su cuarto: al menos eso era lo que ella quería creer. No sin un algo de aversión hacia lo que el tiempo había hecho de ella, vio cómo el tremor en sus manos se había acentuado, sintió sus pies enormes y pesados, sus piernas débiles y ajenas: ¡tan corta había sido su vida y tan larga que era su vejez! Días después, un tibio atardecer de otoño, cuando Susana vió nuevamente a Jorge, decidió terminar con estas apariciones, que después de todo, tanto daño le habían hecho. -¿Por qué todo esto, Jorge? ¿A qué vienes? Si es que realmente eres tú, si es que realmente vienes... -Hay tantas y tantas cosas que no conocemos Susana; la ignorancia, la ignorancia que no es más que una de las tantas formas del olvido, agobia nuestras vidas con sus inútiles afanes... -¡No me hables difícil, Jorge! Estoy muy vieja y cansada para tus frases misteriosas. Además, ¡tú no puedes ser real! -El tiempo no existe Susana, nadie es viejo ni nadie es joven, y a la vez, todos lo somos; cada uno de nosotros es joven, viejo y niño, en cualquier orden, sin ningún orden: al mismo tiempo, siempre. Sin embargo, eso no es importante ahora. Ven, acércate Susana, tócame, verás que soy real. Susana estaba segura que al acercar su mano al cuerpo de Jorge, éste se diluiría en el atardecer, o tal vez, su mano lo atravesaría como a un aire vacío. Sin embargo, no fue así. Pudo sentir, tibia, la carne firme que pulsaba en la palma de su mano, y su cabeza pareció girar en círculos, pareció girar cada vez más rápido, hasta que tuvo la impresión de perder la conciencia y desplomarse. Pero sólo fue como un intenso resplandor, no perdió el conocimiento, aún estaba de pié apoyando su mano tímida en el pecho desnudo de Jorge; sin embargo, no parecía ser su mano, ni su brazo, incluso su propio cuerpo lo sentía distinto, menos cansado, más liviano; se sorprendió con la tirantez que sentía en su rostro, con la firmeza de sus piernas. Jorge ya no sonreía, se acercó a ella, acarició sus cabellos, su cuello. Susana instintivamente, con una energía que ya había olvidado, lo apartó de su lado y ella misma retrocedió; sintió en ese momento su ropa suelta, le dio la impresión que colgaba de su cuerpo y que en cualquier momento podría caer. Se escuchó hablar con una voz que no reconoció como suya. -Jorge, ¿Qué haces? ¿¡Qué quieres de mi!? No te acerques, estoy vieja, fea y repugnante. Sí, Jorge, ¡repugnante! -¿Qué te sucede Susana? ¿No hay un espejo en este cuarto? -¡Sí, lo hay, Jorge! Y todos los días de mi vida, desde él me mira el terror de mi propia vejez. Jorge tomó a Susana por los cabellos y puso su rostro frente al espejo; Susana parpadeó varias veces como queriendo despertar de un sueño o tal vez de una pesadilla, pero el dolor en su nuca le decía que lo que estaba viviendo era real, que lo que veía en el espejeo era realmente ella: su rostro joven y hermoso de los tiempos de Agua Santa. Miró sus piernas, sus brazos, vio su gastada ropa, que todos los días vestía sometida al tiempo en un ritual de resignación, colgando de un cuerpo elástico, un cuerpo joven: su cuerpo joven. Miró a Jorge y no quiso preguntar nada, no quiso saber nada, sólo deseó sentir nuevamente el ya olvidado sabor de su pasión, el tibio contacto húmedo de sus besos: no preguntó ni quiso saber nada: amó a Jorge esa tarde y luego esa noche, hasta que el sueño la sorprendió perdida en sus caricias y en su deseo. Al despertar, casi al medio día, Susana sintió en su boca el gusto amargo de un mal sueño; trató de levantarse, pero su cuerpo no le respondía: el tiempo se le había confundido. Pesadamente salió de su cama, vio su ropa diseminada por el cuarto, confundida en un inusitado desorden. Se vistió con la lentitud recriminatoria del tiempo, sin que el aroma mordaz de la húmeda corteza del plátano pudiese decirle de las primeras aguas del otoño, y estiró las sábanas que un sueño imposible había alborotado. Sin embargo, sentía dentro de ella un algo nuevo, un algo joven, sin tiempo que ella sabía muy bien, ahora ya nunca la abandonaría. Desde ese día, Susana esperó cada atardecer, inmóvil en su cuarto, mirando al vacío... pero, ¡con la urgencia de una novia!

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