Cada cierto tiempo aparece un libro que desafía no solo al lector, sino también a la literatura misma. Jonás y los Gatocornios pertenece a esa rara estirpe de obras que no se conforman con contar una historia: inventan un lenguaje propio, deforman la lógica, estiran la imaginación hasta sus límites y, en el proceso, construyen un espejo en el que el lector no siempre se reconoce, pero del que no puede apartar la mirada. No estamos ante un simple juego surrealista. Lo absurdo aquí no es adorno ni capricho, sino un camino de descubrimiento. El humor grotesco, las criaturas imposibles, los relojes que marcan lo imposible y los succionadores que persiguen lo inevitable son metáforas que, a fuerza de repetirse, acaban revelando una verdad mucho más inquietante: que la normalidad, cuando se impone, es el mayor de los terrores. Lo que más sorprende de esta novela no es la exuberancia de su imaginación, sino su progresiva transformación. El lector empieza entre risas, navegando en un carnaval de disparates, pero poco a poco la sonrisa se convierte en gesto serio. El absurdo cede su lugar a lo reconocible, y esa transición es, paradójicamente, lo más perturbador del viaje. Al final, Jonás y los gatocornios es una novela sobre nosotros mismos. Sobre cómo nos enfrentamos al miedo, a la rutina, a la muerte y, en última instancia, al despertar. Una obra que pide ser leída sin prisas, con los ojos abiertos y la mente dispuesta a perderse para volver a encontrarse. En un tiempo donde la literatura parece empeñada en explicarlo todo, esta novela tiene la valentía de recordarnos que no todo debe entenderse, pero sí sentirse. Y en ese terreno, es difícil no rendirse a su magnetismo.