La paz de veinte años llegaba a su fin. La próxima tormenta no sería de viento y agua, sino de ambición y una nueva forma de fe, una que no toleraba lo que no podía poseer. Tomó el sextante y, por primera vez en décadas, trazó una ruta en el aire. No para navegar, sino para recordar. Para recordar a su madre, a su padre, a Vane. Para recordar el precio de la verdad. El Ancla de las Almas Perdidas ya no era solo un santuario. Era el epicentro de una batalla que se avecinaba. E Isabela Calder, la Guardiana de la Medialuna, sabía que esta sería su última campaña.