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Dime qué pone

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO

 

Nunca se traducirá bastante. Pero no todo lo que se traduce merece la pena, ni por el original (la mayoría de las veces), ni por la propia traducción. Que hay malos traductores (como malos columnistas, como malos editores) es un truismo demasiado constatable en la apresurada producción editorial de nuestros días. Pero vaya usted a explicárselo al lector frustrado que ha pagado por liebre y recibe gato. Y conste que, desde hace muchos años, tengo claro que el primer responsable de una mala traducción es el editor: él es quien contrata (y a veces reincide) al mal traductor (quizás para pagarle una miseria sin que rechiste) y, sobre todo, el que debe llevar a cabo el control de calidad del producto que vende. Toda mala traducción publicada es, en el peor de los casos, un fraude y, en el mejor, una falta de respeto.

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