FRANCISCO BRINES O LA POÉTICA DE LA FINITUD 

José Ricart Mir

Enmarcado dentro de la generación de los cincuenta, conjuntamente con Valente,  Goytisolo o Biedma, la voz de Franciso Brines, (Oliva, 1932) es una de las más singulares y significativas de la poesía de medio siglo. Un escritor de una inusual discreción y humildad, que ha sabido permanecer fiel a sí mismo, lejos de las trincheras del oficio y sin dejarse deslumbrar por la quincalla de medallas y homenajes institucionales. Una persona de extrema sensibilidad, y al mismo tiempo de una fuerte entereza para anteponerse a las adversidades.

Sus raíces las podemos encontrar en una interesante simbiosis entre el intimismo melancólico, heredado de Cernuda, la perfección de la palabra juanramoniana y la inexorable finitud temporal de Machado. No es casual que muchos críticos acompañen su nombre de la etiqueta de “poeta de la elegía” Sólo una ojeada superficial a su producción ya evidencia esta atmósfera de despedida: desde la reiterada ambientación crepuscular de sus poemas, hasta el título que resume de manera orgánica y definitoria toda su obra Ensayo de una despedida (1960-1997) y que incluye conjuntos como Las brasas, La última costa, El otoño de las rosas.

Sin embargo, esta elegía tenemos que interpretarla no en clave de canto luctuoso de aquello que irremediablemente se pierde en el camino (familia, amigos, amor, salud) sino más bien como una afirmación exultante - y a veces hedonista-  de la existencia. No se trata de enjugar las lágrimas sobre el papel, sino de elevar bien alto la copa y brindar por la vida, a pesar del dolor y de la derrota. El poeta se resigna de forma sincera para poder encarar mejor esta pérdida. “Amar el sueño roto de la vida / y, aunque no pudo ser, no maldecir / aquel antiguo engaño de lo eterno”

Por esta razón, su itinerario creativo busca y remite a ese paraíso perdido, lleno de esperanza e inconsciente de su brevedad.«El poeta es un exiliado de la infancia, pero no un niño». Todo un mundo de plenitud ya pasada e idealizada, a la cual el adulto intentará volver (o en su defecto recrear) mediante el erotismo pagano de la carne (exento de culpa) la contemplación casi mística del paisaje (su mediterráneo natal) y el sortilegio de la memoria (uno de los clásicos de la literatura) incapaz de detener el tiempo, pero sí de revivirlo una y mil veces, gozando de cada detalle gracias a la magia de la palabra.

Una palabra, insistimos, como ya hemos comentado antes de filiación juanramoniana, cuidada al milímetro, pero desprovista de filigranas verbales y de falsas imposturas tonales. En todo momento el poeta mantiene esta aspiración clásica de serenidad y (pese la melancolía o la angustia) no se deja llevar por tremendismos ni por retórica que subraya en vez de sugerir. Brines acostumbra, primero a pasar sus versos por el filtro del sentido común y por el tamiz del pudor para extraer impurezas; para después dejarlo reposar un tiempo sin prisas como los buenos vinos hasta conseguir la máxima destilación expresiva.

Su poesía gana tanto en las distancias corta, como analizada en su conjunto por la unidad de sentido y sensibilidad con ligeras modulaciones. Su obra establece un difícil juego de equilibrio entre claroscuros, entre canto y elegía, es decir, entre lo que celebra y lo que añora, entre la experiencia y la metafísica, o lo que es lo mismo, entre el hecho vivido y su trascendencia, pero también entre estética y ética.

 

Ante el tópico (propiciado por algunos escépticos) sobre la inutilidad de la poesía, el autor defiende los múltiples beneficios que puede proporcionar (y más en tiempos prosaicos como los nuestros) afinando la sensibilidad, mejorando el juicio, y sobre todo y quizá, el más importante, como una herramienta necesaria que nos puede ayudar a vivir mejor, a modo de ars vivendi. En esta misma dirección ha arremetido contra la mercantilización de la literatura en una época obsesionada por estadísticas y ventas, y en más de una entrevista sostuvo la riqueza de la individualidad frente a la cantidad de la masa.«La poesía no tiene público, tiene lectores».

 

Además, ha concebido desde un principio su poesía como un camino hacia la tolerancia, como un espacio abonado por la geografía del yo y de la libertad, idóneo para poder aproximarse al menos a la alteridad que nos envuelve. De esta manera el poema puede convertirse en un punto de conexión, y un punto de encuentro entre autor y lector (a pesar de las divergencias de cada uno) que comunique a través del respeto y la palabra, otros pensamientos, diferentes edades o formas de amar.