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Fogwill y los objetos parciales

Lecturas dispersas /   Fogwill:  Vivir afuera

                        Fogwill y los objetos parciales

 

“Más abajo había letras desordenadas, números, signos y códigos internos que sólo un empleado del correo podría descifrar…”

 

 Fogwill (Sobre el arte de la novela)

            La descomposición social de la Argentina de los noventa desafiaba las posibilidades de ser narrada desde la producción literaria hasta que Fogwill escribióVivir afuera.  El costado inenarrable de lo real había sido indagado por Walsh, cuando anticipó y dilucidó el terrorismo de Estado; también cuando Piglia escribió el Facundo de su generación para decir lo indecible: el silencio de los desaparecidos, en Respiración artificial.

            Narrar Malvinas desde esa ficción paralela que es Los pichiciegos, esa cueva del lenguaje paranoico de una guerra ilegible, lo situaba ya a Fogwill en el lugar del escritor que observa y dice lo real desde otro paradigma:

            “Al escribir Los pichiciegos, Fogwill no procedió como historiador o periodista sino, de modo ejemplar, como autor de ficciones. No fue en busca de la verdad para oponerla a las mentiras de la dictadura. Con los mismos materiales que todos consumíamos, elaboró una contraficción que en muchos aspectos era una ficción invertida” (1)

            El realismo de Fogwill se reconvierte cuando terminan la década y el siglo, en Vivir afuera; una novela desprovista de todas las categorías canonizadas: sin acumulación argumentativa, sin desenlace posible, sin sentido global, enfoca agresiva, intempestivamente, los fragmentos de una sociedad despedazada por la furia impiadosa del neoliberalismo menemista. Vivir afuera es deambular, transitar o deslizarse en los rincones vulnerados por un “adentro” artificial donde se escenifica el efímero placer financiero, un centro que celebra el baile frívolo de una sociedad que disimula su debacle. En el afuera se mueven los cuerpos de seis personajes que, en el transcurso de once horas, dejan ver la densidad de las vidas aisladas. Se suceden y yuxtaponen múltiples escenas breves donde los cuerpos son sometidos a la fragilidad inevitable de una cotidianeidad al límite de toda posibilidad.

            Entre las vidas de Gil Wolff (cifra de Fogwill), Mariana, Saúl y Diana, el Pichi y Susi, se entrecruzan lenguas: las lenguas del decir villero, del afuera como vivencia de un lenguaje también violentado, las lenguas que esperan cocaína, como escape desesperado hacia ningún lugar, las lenguas del sexo, reducto de los cuerpos lastimados, arrinconados por la amenaza del SIDA. Lenguas que configuran el afuera del vivir, que lo transforman en tránsito vertiginoso de los cuerpos que van y vienen desde los sitios pauperizados a la opulencia del centro.  

            En este sentido, los espacios del “vivir afuera” se transforman en zonas de deslizamiento, a partir de la villa como territorio gravitacional, con pasajes hacia los hoteles, donde se aloja cierto placer asociado a la droga; los bares, como sitios de contacto, las iglesias evangélicas y la policía, que operan como protección, negocio o represión, según disponga cada caso. La mirada que la sociedad suele dispensar a estos lugares es derrotada por el corte transversal a la que la somete la escritura de Fogwill para dejar ver y leer otra dimensión: zonas, recorridos y territorios que se cruzan en otro tejido, subterráneo y opaco, donde los parámetros morales, institucionales y funcionales se desvanecen hasta reconfigurarse en exasperación social desde la oxidación que ejercen en ellos los cuerpos desesperados por llegar sanos y salvos al final del día, al límite cercano y fatal que significan las once horas del tiempo novelesco.

            Escribir el afuera del vivir

            Diseminados en la narrativa que propone la novela,  algunos conceptos sobre las posibilidades de la narración pueden leerse como nociones que generan y son generadas por el proceso mismo de la escritura.

            El recuerdo como duplicación, que va y viene en el diálogo entre Wolff y Mariana, se entiende como “recuerdos de cosas y recuerdos de relatos” a la vez. También en la memoria del Pichi sobre Malvinas (recuperando al personaje de Los pichiciegos) en donde a lo sucedido se le sobreimprime lo escrito: lenguaje sobre lenguaje.

            Una noción inquietante se desliza en los diálogos: se habla de “doblar una pelota hasta encontrar un pliegue interno”. La imposible ejecución de la tarea remite a la imposibilidad de elaborar “una historia no dentro de otra historia sino dentro de sí misma”: la construcción de Vivir afuera se somete a esa utopía narrativa y la ejecuta cuando la dispersión de escenas autónomas elude el hilo argumentativo para convertirse en dispositivo de sentido en cada segmento narrado. Nunca la novela se dispone como suma sino como resta constante, como rompimiento de cualquier articulación del relato; porque no hay relato, hay un contrarrelato que dispara fracciones de escritura que se repliegan sobre sí.  Esta operación se entiende mejor cuando leemos que “no hay relación con la totalidad, todo objeto es parcial”. Así, cada escena es un retazo de la historia, sin conexiones posibles, sin intención totalizadora, sin obsesiones abarcativas ni sentidos globales. Cada fragmento narrado es un objeto parcial, solo eso, nada menos que eso. Son los objetos parciales que Fogwill despliega para negar la historia como continuidad, como relato que confía en algún sentido global o consensuado:

            “Se puede decir una mentira, pero no se puede fabricar una mentira” (2)

            Los personajes se relacionan mínimamente con otro, casi siempre como protección, amparo, negocio o pasaje hacia otra situación. No hay más allá, no aparece el tejido social sino su desarticulación. Hay, eso sí, seguimientos y ajustes del aparato de control policial y judicial, sometidos a conveniencias y canjes reconocibles, hay administración biopolítica desde la medicina, en tiempos de terror al SIDA, hay imposición y embelesamiento político, que diseña la fantasmagoría del placer, la pizza y el champagne. Pero los cuerpos solamente se conectan desde la fluctuación de intercambios químicos o desde las sensaciones imaginarias de contactos sexuales, como en el cuento Help a él, en el que el personaje describe morosamente su relación con Vera, muerta o viva, entendiendo sus existencias como sueños quietos que la narración recupera en un mundo sin sentido, que cae sin detenciones hacia ningún lugar:

            “No hay mejor regalo para una muerta que dejarla jugar por unos instantes con las memorias y las fabulaciones de los vivos, lo que quizás fue su mayor deseo en el momento de salir de la vida –del sueño quieto de la vida- para entrar en el mundo, en la tierra que gira y temblequea un poco y circunvala el sol y cae infinitamente hacia un lugar que solo pueden advertir las que se dejan abrazar por el hombre que las vuelve un objeto de su ficción” (3)

            Help a él se propone como desaforada reescritura de El Aleph, de Borges, que escribe donde Borges no escribe (4) y se desenfoca drásticamente del estilo Borges: vuelve sobre lo incorrecto, se obsesiona con los recorridos del sexo y la droga, detiene su mirada donde aparecen los retazos, los desechos y los deshechos, abandona toda concepción global o totalizadora del hombre y del mundo. Suelta la mano de Bioy Casares (tan presente en el universo borgeano) para dejarse llevar por Alberto Laiseca, contrafigura de la corrección literaria.

            En Vivir afuera retornan esos personajes sin tejido afectivo, desnudos de tramas colectivas: desolados entre la expulsión y el control, entre el desprecio y la manipulación. Son planetas sin sistema solar. Cada escena de la novela se independiza de la otra no solo para configurar una atomización que ya existe en el escenario social sino, especialmente, para desnudar la intemperie de los cuerpos solos que transitan el afuera de una ciudad que los mastica y los escupe.

            Los objetos parciales de Fogwill vienen a decir la imposibilidad de toda mirada global, la esperanza rota de cualquier proyecto colectivo, porque la política del menemato noventista piensa, diseña y necesita esas formas biopolíticas de individualización administrada, que se ejercen como deliberada contrapolítica.  

            “Vivir afuera es una de las novelas de fin de siglo que se desplazan de un sistema de espacios a un sistema de cuerpos para hacer ver, en la inquietante continuidad del terror represivo de los setenta, las transformaciones de un poder que se ejerce bajo las formas de la economía para el que “era más práctico y menos peligroso tenerte encapuchado con un televisor, una casetera, un contrato en cuotas, una MasterCard, un plan de ahorro o un montón de órdenes para viajar, divertirse…”  (5)

            Cuando el Pichi, rescatado de la cueva que Fogwill imaginó en Malvinas, despliega su visión de la historia del mundo, repite las formas y los modos del lenguaje pichiciego: cruza datos certeros con delirios, mezcla tiempos y situaciones, mitos y datos:

            “Hitler primero fue a aliarse con los rusos para pelearle a Inglaterra, después los rusos lo vendieron y se alió con Inglaterra para invadir Francia y Checoslovaquia y empezó a aliarse con los yanquis para reventar a Inglaterra…” (6)

Paranoia, imaginación y saberes dispersos entretejidos para entender el pasado como confusión, pero también como escenas históricas despegadas de cualquier continuidad o secuencia lógica. Otra vez, como en Vivir afuera, no hay sentido global ni escritura que confíe en las posibilidades de una perspectiva lineal. Solo el lenguaje de los cuerpos, los roces, los intercambios furtivos de los placeres que permite y dispone el control biopolítico. En el universo Fogwill, donde proliferan las esquirlas sueltas del sistema que su escritura desnuda, solo son posibles los objetos parciales.

                                                                                              Sergio G. Colautti