La triste historia del poeta maldito que devino en novelista exitoso

 

Pudo haber terminado atropellado por un auto una noche cualquiera de borrachera en los suburbios de Ciudad de México, o ser arrancado para siempre del sueño de la vida por una sobredosis de heroína. Durante mucho tiempo coqueteó con la idea del suicidio. Paradójicamente, saberse dispuesto a matarse lo alivió de profundas depresiones y le permitió salir de ellas. Podría haber terminado preso, inédito, desconocido, podría haber sido fusilado por los esbirros de Pinochet la noche aciaga del 73, podría haber muerto como guerrillero de cualquier organización revolucionaria de Latinoamérica, podría haber sido uno más, de tantos. Pero nada de eso ocurrió, lo salvó su hijo. Por lo menos eso es lo que dice el mito que en torno a él se teje.

Roberto Bolaño -de él hablamos- nació en Chile en 1952. A los trece años se instaló con su familia en México y allí se desató su interés por la literatura. Conoció a Mario Santiago y juntos fundaron el grupo de poetas infra-realistas. Intentaron promover una poesía de vanguardia, creyeron conveniente romper con la convencional y “arcaica”. Entonces se buscaron un enemigo de peso a quien lanzar sus sentencias incendiarias, vagaron por universidades y talleres literarios defenestrando a Octavio Paz, nada menos, como símbolo acabado de lo agotado y caduco. Diagnosticaron que la “gente está enferma de cordura y sensatez”. Pasaron completamente desapercibidos.

En el 73 volvió a Chile, una semana después se produjo el golpe de estado. Participó de la tibia resistencia en las calles de Santiago y fue detenido. Uno de sus carceleros lo reconoció (habían sido compañeros de colegio) y le permitió huir. Volvió a México y luego viajó por Europa, finalmente se instaló en Barcelona. En ningún lugar encontró editores dispuestos a publicar sus poemas.

En Europa fue cuidador en un camping, lavaplatos, basurero, sereno, mozo en un bar, vendedor de baratijas en la playa. Pasó hambre, frío y necesidades de todo tipo hasta que conoció a una mujer y tuvo su primer hijo. Entonces debió tomar la decisión más cruel de su vida, la más demorada y esquivada, la más humillante: se dispuso a escribir novelas. Creyó que sólo de ese modo, rebajándose a la sordidez de la prosa llana, podría darle una vida decorosa a su familia.

Escribió una novela, dos, tres, sin éxito. Cuando hubo escrito cinco o seis un crítico se fijó por fin en él. Sus escritos apenas si cabían bajo la calificación de novela. Durante algunos años fue un escritor de culto (esto es: un buen escritor que nadie, o casi nadie lee). A los cuarenta y dos años le diagnosticaron una afección al hígado. Irreversible, incurable. Se negó al transplante, se concentró en su obra, se dispuso a escribir una novela importante. Al cabo de unos años publicó Los detectives salvajes, un mamotreto de seiscientas y pico de páginas. La crítica esta vez le hizo un guiño, la novela obtuvo el premio Herralde y el Rómulo Gallegos en 1988, se tradujo a decenas de idiomas, en Estados Unidos fue elegida como la mejor novela del año, un crítico importante de España afirmó que aquella era la novela que Borges habría aceptado escribir, otros la elevaron a la categoría de primer clásico del siglo XXI, la compararon con Rayuela, con Cien años de soledad, no faltó quien vislumbrara un Nobel cercano. Lentamente el futuro económico de su hijo empezaba a despejarse.

Los detectives salvajes es, para gran parte de los críticos, efectivamente una obra maestra. Presenta una estructura originalísima y describe, metafóricamente, el fracaso de toda una generación. Su estructura es la de un diario. Uno de los personajes secundarios de la historia lleva un diario de vida en el que señala su relación con un grupo de jóvenes poetas en Ciudad de México. El diario se interrumpe en un momento dado y luego es retomado en el final de la novela, en el medio, se extienden unas trescientas páginas a través de las cuales el lector puede hacerse una idea de cómo transcurren los veinte años siguientes en las vidas de los protagonistas. Lo particular de esa parte de la novela es la multiplicidad de voces. Se suceden infinidad de monólogos de personajes (en ocasiones completamente secundarios) que en sus historias mencionan o hacen referencia a los dos personajes principales de la novela: Arturo Belano y Ulises Lima. Así, desde afuera, a través de las opiniones de quienes tuvieron oportunidad de cruzar sus vidas con ellos, el lector puede reconstruir su derrotero por distintos países de Europa, sus fracasos literarios y personales y, con ellos, imaginar el fracaso de toda una generación, la de los nacidos en los años cincuenta (la generación del propio autor), los que creyeron que una nueva sociedad era posible y terminaron derrotados por la realidad o por el alcohol, por el peso de la historia y por las drogas, por propia incapacidad y por la traición de quienes sí vieron y entendieron un juego al que ellos nunca se habrían prestado. Desde un punto de vista estrictamente literario, además de la estructura singular (que sobradamente cumple con el propósito de tomar distancia de la novela clásica) se destaca la habilidad del autor para crear multiplicidad de voces, cada una con su tono y su cadencia, construidas a partir de miradas parciales, incompletas, y dando muestras de diferentes visiones del mundo, variadas, pero todas igualmente perplejas y candorosas.

Pero no se detuvo, Bolaño, a gozar de su inesperado éxito, quiso ir más allá. Se embarcó en otro proyecto monumental, una novela aún más voluminosa que la anterior. El tiempo y las posibilidades de un trasplante de hígado comenzaban a esfumarse. Se dedicó a completar su nueva obra, a pelearse con otros escritores y a forjar el mito.

Cuando debieron internarlo de urgencia ya tenía su nueva novela casi terminada. Había trabajado en ella con desesperación y con el firme propósito de alcanzar con su publicación una buena posición económica para su familia. El miedo a morir lo llevó a dar instrucciones a su editor para que publicara la novela en cinco entregas, aunque íntimamente consideraba que las cinco partes eran inseparables. Creía que de ese modo el rédito económico que quedaría para su familia sería mayor. A los pocos días, para ser más exactos el 14 de Julio de 2003, murió, en Barcelona, justo cuando algunas de sus novelas se difundían y tenían buena aceptación en gran parte del mundo.

La voluminosa novela de mil doscientas páginas, con el enigmático título 2666 quedó sobre el escritorio de su amigo y editor Jorge Herralde. Después de una somera revisión por parte del editor y con la colaboración del crítico, y también amigo personal de Bolaño, Arturo Echavarría, fue publicada en un único tomo. No sólo mantuvo con 2666 el prestigio que había alcanzado con Los detectives salvajes sino que lo acentuó notoriamente. Sin dudas se trata de otra obra maestra destinada a perdurar y que se convirtió en ícono de una nueva literatura latinoamericana. Una nueva literatura que intenta de todas las maneras posibles romper con la narrativa del boom (algunos, para marcar este propósito y mantener cierta onomatopéyica asociación llaman a la nueva corriente “literatura del crack”).

2666 es una especie de mil y una noches, en el sentido de recorrer infinidad de historias, la diferencia consiste en que en el caso de la primera, las historias se cruzan y se interrelacionan entre sí para construir un universo narrativo monumental, completamente consistente.

Durante los últimos años de su vida Bolaño se convirtió en el líder indiscutido de una nueva generación de escritores latinoamericanos a quienes une cierta necesidad de construir una literatura original y vanguardista, desde Latinoamérica pero escapando a la influencia de la corriente del boom. Pertenecen a esta nueva generación, entre otros, los argentinos César Aira, Alan Pauls y Rodrigo Fresán, los Mexicanos Jorge Volpi y Juan Villoro, Fernando Vallejo de Colombia, Pedro Lemebel y Roberto Brodsky de Chile y a la que también se suman los españoles Enrique Vila Matas y Javier Marías.

Tal fue su necesidad de romper con cierto modo de hacer literatura que hasta el final de sus días disparó dardos envenenados contra aquellos escritores que, de acuerdo con su punto de vista, se empeñan en repetir viejas recetas mal copiadas del realismo mágico de otros tiempos, como por ejemplo Isabel Allende (a quien niega el rótulo de escritora y considera apenas escribidora), a Antonio Skármeta o Ángeles Mastretta (quien fue el único miembro del jurado en votar en contra de Los detectives salvajes cuando se le otorgó el premio Rómulo Gallegos, aunque años más tarde se arrepintiera de ello al afirmar que “no haber votado por Los detectives salvajes fue un error que pagaré toda mi vida. Qué suerte que ahora lo pueda decir, porque la verdad es que nunca me lo habían preguntado. Sí, yo voté en contra de Bolaño y me equivoqué drásticamente”).

Ya no tendremos más novelas de Bolaño y es una pena. Sólo nos queda releer la docena de libros que alcanzó a publicar. Desde la solapa de cada uno de ellos un tipo extremadamente flaco e hirsuto nos mira con gesto irónico, escondido del mundo detrás de la cortina de humo que se desprende del eterno cigarrillo que sostienen unos dedos huesudos. Cualquiera diría que ese rostro es el de un buen tipo. El interior de cada uno de esos libros dice mucho más y prefigura, más que a un buen tipo, el perfil de un genio. Irreverente y desafiante, dotado de una imaginación extraordinaria, con un instinto literario asombroso, capaz de mantener el pulso de su estilo sobrio por cientos de páginas, alguien que eligió vivir junto a su familia en una modesta caleta de pescadores en las proximidades de Barcelona, alguien que aconsejaba a sus lectores robar sus propios libros por considerar elevado el precio que la editorial había fijado, alguien políticamente incorrectísimo, alguien que sentía pena por aquellos que confían en el progreso y se mofaba de quienes le creen a la televisión. Alguien que siempre tuvo la precaución (obedeciendo de manera tal vez inconsciente a uno de sus propios personajes) de nunca “fiarse de las buenas personas”.

Carlos Verucchi