Bendita la mujer durante la postguerra española

 El propósito de este trabajo Bendita la mujer durante la postguerra española es el de analizar la obra de Carmen Martín Gaite, en concreto, su ensayo Usos Amorosos de la postguerra española, en el que la autora expone la realidad política de los años 1930, 40 y 50 en España y explica cómo esta realidad inmediata a la posguerra condiciona la relación entre ambos sexos.

Carmen Martín Gaite nació en la ciudad de Salamanca el 8 de diciembre de 1925 y murió en Madrid el 22 de julio del año 2000. Obtuvo el título de Licenciada en Filosofía y Letras en Salamanca y se doctoró en Madrid con una tesis titulada Usos amorosos del siglo XVIII en España.  Fue considerada una de las principales representantes de la generación de narradores de la posguerra civil española, junto con Ignacio Aldecoa y Rafael Sánchez Ferlosio, quien fuera su esposo. Ganó en 1957 el premio Nadal por su novela Entre Visillos.  Por El Cuarto de atrás  recibió en 1978 el premio Nacional de Literatura. En 1986 obtuvo el premio Anagrama de Ensayo por su libro Usos amorosos de la postguerra española; en 1988 el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en 1992 el Premio Castilla-León y en 1994 el Premio Nacional de Literatura.

 A base de recuerdos personales y de una buena cantidad de recortes de revistas, diarios y libros de la época, Martín Gaite expone la condición general de la mujer española en esta época, subrayando la mística pasividad y sumisión a la que estaba sometida la mujer por la propaganda del franquismo. El nuevo régimen, que se sabía vencedor de la guerra civil y al mismo tiempo cada vez más aislado internacionalmente, condena a sus ciudadanos, especialmente a la mujer, al forzado orgullo de sentirse español y nada más. La propia hermana del ideólogo falangista José Antonio Primo de Rivera, Pilar Primo de Rivera, sentenciaba que “a las mujeres les falta desde luego el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar mejor o peor lo que los hombres han hecho” .

La sociedad española de los cuarenta estaba retrasada frente a otros países más avanzados. Todo está relacionado con el régimen de Franco: “Franco era un militar ambicioso, decidido y sin escrúpulos de conciencia…Enterrar el pasado reciente y exaltar el pasado remoto fue una de más inquebrantables consigna de la España de Franco” (20, 23).  La autora se centra en la condición de la mujer en la posguerra, periodo en el cual se retoma la imagen de la “mujer virtuosa” decimonónica como el símbolo de la “Nueva España” y a ella se le yuxtaponen una serie de valores más en consonancia con los intereses del creciente nacionalismo. La reconstrucción de los valores de la “mujer virtuosa”, confirma la definición de la “Nueva España”:

 El elemento de continuidad con un pasado glorioso de la nación española. La reinvención de este pasado intentará borrar cualquier vestigio de una España contemporánea.

Carmen Martín Gaite afirma que la posición de la mujer española estaba como en la Edad Media: “La posición de la mujer española está hoy como en la Edad Media. Franco le arrebató los derechos civiles y la mujer no puede poseer propiedades ni incluso, cuando muere el marido, heredarle…No puede frecuentar los sitios públicos en compañía de un hombre sino es su marido…Tampoco puede tener empleos públicos…” (30). Los únicos destinos posibles y deseables de la mujer eran, primeramente el matrimonio, al que había que aguardar con castidad y esperanza; segundo, el convento.

El tema de las jovencitas que se metían a monjas, renunciado los placeres del mundo era algo épico. No es que se entendiera muy bien la vocación, pero era algo así como una llamada que venía de lo alto. La que se metía a monja lo hacía porque le daba la gana. Y además la gente no hablaba mal de ella, ni se burlaba. Pero más bien se las admiraba. El tema de las solteras era muy diferente. A las quienes se les había pasado “la edad de casarse”, los adultos hablaban con una mezcla de piedad y desdén. Se las condenaba de antemano: “Esa se queda para vestir santos”; se decía que eran “raras”.  En el vocabulario de la época, aparece el término “complejos” y a los hombres no les gustan las chicas con complejos. Eran incómodas. Se salían de la norma.

 Se decía de una chica que tenía complejos cuando no sonreía, a los hombres no les gustaban las mujeres tristes: “Sonrisa es benevolencia, dulzura, optimismo, bondad. Nada más desagradable que una mujer con la cara áspera, agria, malhumorada. El hombre puede tener aspecto severo. La mujer debe tener aspecto dulce, suave, amable”.(40)

Surge una concepción del amor: el hombre que no se casaba es porque no quería y la mujer que no se casaba es porque no podía. Nadie desacreditaba estas ideas que estaban arraigadas en toda la sociedad. La solterona era objeto de burla o recriminación o ambas cosas, tanto en los casos en que la mujer no había encontrado con quien casarse como en los más raros casos de mujeres que a pesar de la presión social, vivían bien sin marido. Incluso una soltería larga antes de matrimonio se desaconsejaba, porque podía acostumbrar a la mujer a ser independiente y en algún caso a auto mantenerse y luego volverse muy exigente con su marido, cuando éste fuera el único que trabajara (ya que casarse y abandonar el trabajo se consideraba que iban unidos). Sin embargo, el hombre podía quedarse soltero y, a ojos de la sociedad, estaba bien visto. En todos los sentidos, la mujer debía considerarse destinada al lugar más oscuro, a la paciencia e incluso al sufrimiento, pero debía hacerlo siempre con alegría y sin rencores.

Los noviazgos solían ser largos y vividos en la precariedad económica, sin oportunidades para conocer el cuerpo del otro antes del matrimonio. Dado lo grave que podía ser para el prestigio de una muchacha ser abandonada por su novio, en los casos en que éste quería dejar la relación solía obrar de manera desconsiderada para provocar que fuera la mujer la que diera el paso.

 Al ser la población femenina mayor que la masculina, muchas han de quedarse solteras. Lee un texto de 1951: “Resulta desolador presentar a las mujeres el panorama de unos cientos de miles que no pueden casarse por la sencilla razón de que no hay hombres bastantes. En el último censo de Madrid, el número de mujeres supera al de varones en casi 200.000”.  De ahí la necesidad de educar técnica y profesionalmente a las jóvenes, para que puedan tener una independencia económica en caso de no poder tener un hogar familiar.  En este caso, las mujeres jóvenes podían trabajar fuera de sus casas. Incluso cuando habían llegado a ejercer una carrera de categoría, la tomaban como algo provisional. Su verdadero ideal era otro: el hogar y la familia. Tajantes afirmaciones son las que la abogada madrileña María Teresa del Segura: “Me encanta la carrera, pero me encanta más casarme.  La mujer no tiene más misión que el matrimonio” (49). Desde un punto de vista político, se intentó alejar a la mujer de sus labores.

José Antonio Primo de Rivera, líder del la Falange Española, fue siempre contrario a la emancipación de la mujer. A la muerte de José Antonio, su hermana, Pilar Primo de Rivera, sigue siendo pieza única de la ideología del partido a través de la Sección Femenina de la Falange:“Tenemos que tener detrás de nosotros toda la fuerza y decisión del hombre para sentirnos más seguras, y a cambio de esto nosotras les ofreceremos la abnegación de nuestros servicios y el no ser nunca motivo de discordia” (58).

 Las afiliadas de la Sección Femenina, junto con Pilar, se someten en la Escuela Municipal del Hogar, núcleo del la Sección Femenina, a un “baño cultural” con que tendían a complementar los encantos naturales de las mujeres casaderas. Algunas de estas asignaturas son: Cocina, corte y confección, canto, costura, economía doméstica etc.  Para que no hubiese española que escapase a la ideología falangista se hizo requisito indispensable que todas las mujeres solteras entre 17 y 35 años que quisieran tomar parte en oposiciones y concursos, obtener títulos, tener pasaporte o carnet de conducir (hago un paréntesis aquí para anotar que, en esta época casi no había autos, debido a la escasez económica y la falta de combustible, y los pocos que había eran conducidos por hombres), tendrían que haber realizado estos cursos.

Entre otras novedades, La Sección femenina inventó el “pololo”. Era la prenda más típica de la posguerra que consistía de unos calzones oscuros que se ajustaban por encima de las rodillas, para que la mujer pudiera hacer gimnasia, ya que: Ayudaban a conseguir la plenitud de su gracia y armonía física; despierta en ella el sentido de la disciplina y esclarecen su inteligencia. Y la hacen más apta para su misión maternal” (60). Medina, una de las revistas oficiales de la organización de Primo de Rivera, indicaba los beneficios de ese método gimnástico: “Limpiar los cristales proporciona un busto bonito; barrer es un ejercicio para los brazos; tanto planchar como encerar un tablero hace que adquiera gran belleza el talle…” (Prado, 457)

 Los nombres de republicanas como Victoria Kent, Margarita Nelken, que defendieron el matrimonio civil y el divorcio, o  Federica Montseny, que cuando era ministra de Salud firmó la legalización del aborto, solamente volvieron a ser mencionados en la postguerra para ser presentados de forma negativa, a la que ninguna mujer debería parecerse En su lugar, se intentó reducir a las mujeres al papel de madre y esposa, se les exigió un carácter sumiso y fueron condenadas a una existencia secundaria: “La primera idea de Dios fue el hombre”-dice un panfleto falangista de la época. Mientras tanto, el hombre era un núcleo de referencia abstracta para aquellas ejemplares Penélopes condenadas a coser, a callar y a esperar: “Coser esperando que apareciera un novio llovido del cielo. Coser luego, se había aparecido, para entretener la espera de la boda, mientras él se labraba un porvenir. Coser, por último, cuando ya había pasado de novio a marido, esperando con la más dulce sonrisa de disculpa para su tardanza. Tres etapas unidas por el mismo hilo de recogimiento, la paciencia y de sumisión” (72).  Tal era el “magnífico destino” de la mujer falangista soñada por José Antonio.

La Sección Femenina, a través de su fundadora Pilar Primo de Rivera, les aseguró que el temperamento femenino se manifestaba en dos únicas virtudes, “la abnegación y el silencio”, y les dio una consigna tres veces inquebrantable: “Vosotros no tenéis que tener más que obediencia, fortaleza y fe” (Prado 91). Frente al ideal de mujer austera y recatada concebido por la Sección Femenina, se desarrolló otro tipo de chica soltera, igualmente deseosa de pescar marido: La “niña topolino”.

 Las primeras alusiones burlescas a la niña topolino aparecen en “La Codorniz”, semanario humorístico dirigido por Miguel Mihura. Su contenido ha sido muy criticado por unas personas y muy querido por un amplio sector de la juventud. La palabra “topolino” que significaba ratoncito sufrió un desplazamiento semántico y pasó a designar cierta innovación en el calzado femenino que hizo furor entre las chicas. Los zapatos topolino, de suela enorme y en forma de cuña, a veces con puntera descubierta, fueron recibidos con algo de escándalo por la mayoría de las madres que los llamaban despectivamente “zapatos de coja” aludiendo a su aspecto ortopédico La chicas que llevaban aquellos zapatos no eran consideradas de buenas familias.

¡Qué tiempos! Tras la derrota del nazismo, las chicas “topolino” se convirtieron en el reflejo edulcorado machismo. Incluso las inocuas modernidades de las llamadas chicas topolino eran vistas con desconfianza por la ideología oficial. Aún antes de que la moda de los zapatos propagase su denominación a las chicas, que desafiaron el criterio nacional poniéndolos de moda, éstas se caracterizaron por no tener en la cabeza nada más que pájaros:… “La verdad es que hablaban sin ton ni son y que no animaban a nadie” (79). En el desdén por los modales sueltos y ostentosos de aquellas chicas empezó a sonar la alarma del crecimiento de una burguesía aparecida de la noche a la mañana y que se codeaba con entre la gente de apellido ilustre. El dinero desempeñaba un papel muy importante en la juventud `topolino'. Manejaban dinero o estaban rodeadas de gente que lo manejaba. Ganarlo, en cambio, nunca se les pasó por la cabeza:“ No se puede criticar siempre a estas muchachas “topolino” de vida más o menos dislocada…

 Sus madres o sus hermanos declinan la responsabilidad, se hacen los suecos, no quieren saber de nada…A falta de fuerzas para imponerse…las familias “sueltan” a las topolinos porque es más fácil que sujetarlas .

Con respecto a la educación, la primera medida de urgencia que tomó la victoria franquista fue una ley de mayo de 1939 que prohibía la coeducación por considerarla un sistema pedagógico abiertamente contrario a los principios del Glorioso Movimiento Nacional . Esta ley que se mantuvo en vigor por treinta años, marcó la conducta de las nuevas generaciones de españoles en las que se acusaba la camarería de género: “las chicas con las chicas y los chicos con los chicos”, que desembocarían en las torpezas de conocimiento y desconfianza del otro género.

Para los niños de la posguerra había dos alternativas: el colegio religioso y el instituto. La mayoría de los padres de cierto nivel social elegían la primera. En los institutos de segunda enseñanza la matricula era más barata que en los colegios de monjas, por tanto allí acudía gente de clase media y rural. Conviene aclarar que el ensayo se refiere aquí a capas de la sociedad más o menos privilegiadas, porque amplios sectores de la población española vivían en la miseria, especialmente en los suburbios de Madrid, que quedaron prácticamente arrasados durante la guerra y que en el año 1944 apenas se había reconstruido nada: “Y entre las ruinas las gentes se amontonan aprovechando ansiosamente una habitación para albergarse cuatro o cinco familias, buscando refugio en sótano o cuevas de tierra y durmiendo en repugnante mezcolanza de sexos y edades. Sin muebles, sin vestidos, sin casi comida: así viven muchos miles de almas en las afueras de Madrid, dedicados a la busca, a la ratería y a la mendicidad…”  Entre 1940 y 1946 murieron de inanición en España 40.000 personas. Era la época de las cartillas de racionamiento, las epidemias de tisis y el temido piojo verde, los cortes de luz, la falta de combustible y la escasez para casi todos (Prado, 200).

El extrarradio de las ciudades fue un tema candente para los rectores de la moral oficial, porque allí se situaban todos los focos de rebeldía de postguerra y el temor de las autoridades era el de la manzana podrida que contaminara a la sana. De los suburbios de Madrid surge la prostitución clandestina y callejera que escapaba de todo control sanitario y policial. Esta prostitución furtiva era ejercida por jóvenes desamparadas o sirvientas despedidas: Las muchachas de servir llevan una cruz a cuestas, pues en su casa no pueden tenerlas por falta de medios y están siempre expuestas, lejos de sus padres, a caer en inmuebles peligrosos: “Los salarios son bajos y no les basta para atender a sus necesidades, cosa que las obliga a recurrir a medios deshonestos para hacer frente a la vida” .

 Siguiendo con la educación de las señoritas de clase media, a las que se les reservaba el derecho a una “buena educación” y un marido, crecían desde pequeñas con la noción de que la desorganización de un hogar, la falta de higiene, el malhumor, la incompetencia de la mujer, etc., pueden ser factores que alejan a los hombres del medio doméstico. La mujer debía de ensuavecer la vida de su marido: “El malhumor y la bata para la limpieza se debe dejar para cuando no está en casa:… Hay que evitar que él os vea enfundadas en esa vieja bata que usáis para la limpieza, calzadazas con unas zapatillas deterioradas. Nada hay que desilusione tanto a un hombre como ver a su compañera poco cuidadosa de su persona, demasiado ocupada en las cosas del hogar e indiferente a la proximidad del esposo” .

A las chicas se les acostumbraba a jugar con muñecas, para que se acostumbren desde la primera edad a cuidar y adornar su futura familia. Se lanzó al mercado una muñeca llamada Mariquita Pérez. Mariquita nació después de la guerra civil, vestida siempre de punta en blanco, con biografía, padres, hermano, y todo lo que pudiese hacer falta. Mariquita se convirtió en el sueño de muchas niñas de la época, sueño que por desgracia muchas no pudieron cumplir, ya que era una muñeca muy cara, rondaba las 100 pesetas por entonces cuando el salario medio en aquella época no llegaba ni a 10 pesetas diarias .

 Mariquita fue un fenómeno social, al alcance de muy poca gente.

En esta época hubo una gran polémica sobre algunos cambios de los vestidos de novia. Se suprimió la cola y se cortó la falda del vestido, con que podía más adelante ser aprovechado para una fiesta, sin necesidad de grandes arreglos. La alta costura española, aunque minoritaria, alcanzó bastante auge a partir del año 41, coincidiendo con la ocupación de París por los alemanes. De todos modos, los modelos de alta costura detonaban en la vía pública que “hacían volver la cabeza con cierto escándalo” (45). De todos modos, la moda, como los peinados y los consejos de higiene y belleza, tuvieron durante bastante tiempo un cariz secreto y confidencial, al estilo casero.  Las mujeres tardaron muchos años en ir a la peluquería porque en los años cuarenta las peinadoras venían a las casas. Este tipo de oficio fue desapareciendo poco a poco.

La relación de la mujer con su ropa tenía mucha importancia para entender la relación con los hombres. La prenda clave era la faja, y ninguna chica decente se podía librar de ella. Algunas más atrevidas la suprimían en el verano. Los bandos de la moralidad pública en playas y piscinas prohibían terminantemente tomar el sol sin albornoz o llevar la espalda demasiado descubierta. Por su parte, el pantalón femenino, como el uso del tabaco no llegó a establecerse en España para las mujeres hasta mediados de los sesenta. “Los bandos de la moralidad pública” en playas y piscinas prohibían terminantemente tomar el sol sin albornoz o llevar la espalda demasiado descubierta.  . En cuanto a la ropa dormir a las chicas se les prohibía el pijama, que era sustituido por unos camisones muy amplios abotonados hasta el cuello.

 Con relación al pelo, se aconsejaba recogerlo. Había que tener cuidado con los rizos, que no se descuidaran mucho tampoco. Normalmente, se llevaban turbantes y pañuelos, anudados en la nuca o bajo la barbilla, lo que daba a la usuaria un aire de aldeana regional, muy grato a las consignas de la Sección Femenina. Pero, lo peor visto era “soltarse el pelo”, expresión que se empleaba como acto de desmesura: “En la cabeza de una chica honesta, cuantas más horquillas, mejor”. (133)  O sea, que la muchacha que quisiera ajustarse a este ideal social, no debía ser llamativa ni vistosa.

Por otra parte, tenía que conseguir llamar la atención y ser vista entre la multitud de candidatas que, como ella, debía encontrar un marido para casarse. Mientras tanto, el sueño y la ilusión mantenían a la mujer en las nubes. Las jovencitas vivían de ilusiones: de las letras de las canciones que se cantaban sin cesar; de las películas americanas y, especialmente, de las “novelas rosa” de mayor consumo. Y de las nubes se caía en un noviazgo concreto. Antes de que una jovencita de buena familia fuera presentada en sociedad tenía que vestir un traje largo y podía haber aprendido a bailar. La chica recién puesta de largo, al llegar a casa y colgar el traje de noche, casi siempre reconocía que la habían defraudado en sus expectativas, porque esperaban al “príncipe azul”, personaje de las “novelas rosas” que devoraban constantemente: “A los 17 años, Juanita no vive más que de novelas; sueña con un conoce más que de vista, pero que tiene el rostro y la figura de su “héroe”. Al fin consigue atraparlo. Pero Juanita no puede abstenerse de “novelar”. A los 20 le conoce más a fondo y es vulgar, no un Gregory Peck…” (143).

 Las mujeres hacían coincidir el amor con la magia, alimentada por medio de trucos monótonos y burdos, que era el argumento de las novelas aparecidas en publicaciones femeninas. Las protagonistas eran chicas de clase social inferior, dependientas, costureras o secretarias ansiosas de vivir el mito de la Cenicienta. La novela rosa-escribió una autora- “Es algo llamado a desaparecer por absurdo. Es un pomo de veneno en manos femeninas. La novela rosa acaba siempre donde comienza la vida: en el matrimonio”  La novela rosa contribuye de manera esencial al proceso de construcción y perpetuación de la mujer como prototipo de imagen a seguir.

Especial mención merecen las biografías sobre mujeres que, por una causa o por otra, se habían destacado en la historia. El pueblo español estaba muy orgulloso de figuras como Santa Teresa de Jesús, Mariana Pineda, Isabel la Católica o Agustina de Aragón.  Pero su ejemplo era un buen ejemplo sólo para las mujeres porque: La verdadera misión de la mujer es crear hombres valerosos. Saber infundir en los hombres este valor que ellas ni poseen ni deben poseer…

Podemos deducir que, bajo los efectos anestésicos de este tipo de literatura, se pretendía apagar cualquier chispa de curiosidad que hubiera en la mujer. Mantenerse joven era distraer la atención de cualquier cuestión espinosa, aunque eso significara seguir de espaldas a la política y a la historia. Eso es precisamente lo que quería el gobierno de Franco.

 Por supuesto que con esta educación que recibía la mujer, a la hora de que el hombre llevara a la muchacha ante el altar vestida de blanco, ella sabía muy poco del matrimonio. Teóricamente, el noviazgo significaba una etapa de matrimonio, pero nadie les decía nada a las jóvenes. Todo se resolvía con dichos como: “Ya aprenderás, hija”.  Lo primero era estudiar a fondo el carácter del futuro marido y hacer que la respete, porque el amor era concebido como una batalla que requería una actitud defensiva. El amor es conquista y había que emplear siempre estas palabras: combate, victoria, estrategia… “De siempre el hombre ha buscado en el amor satisfacción de apetitos de conquista”. (168)  En esta época era lógico que floreciera así el tipo de muchacho arrogante acostumbrado a la conquista fácil, cuyo único dilema sería qué novia elegir entre tantas posibles: “Han nacido todos para héroes, y como para ganar batallas en el pecho de las adolescentes que es mucho más fácil que avanzar atravesando ríos y paralizando tanques”. (168). Pero el peor problema de los jóvenes en la España de la posguerra no era el desconocimiento del otro género, sino la tuberculosis que se cebaba en los adolescentes de constitución poco vigorosa y que, a menudo, afectaba a los órganos sexuales. El mayor número de víctimas mortales se las cobró en barrios donde reinaba la miseria, es decir, donde las familias no contaban con los medios más elementales ni para prevenir el contagio, ni para alimentar a los enfermos en condiciones: “Era una enfermedad de pobres, pero que sólo conseguían curársela los ricos” (172). Las sospechas de tuberculosis suponían un grave impedimento para el amor.

 Además, una personalidad masculina enfermiza y de apariencia endeble no era bien vista entre las mujeres. Una escritora de la época resumió así los atributos del hombre ideal: “Ha de tener fuerza física, éxito, voluntad.

Dentro de una determinada clase social, un chico no se acercaba a una muchacha ni la sacaba a bailar sin que se la hubieran presentado previamente. Se atribuía mucha importancia a la forma que un hombre tenía de dar la mano y la mirada: “Conviene siempre dejarles la iniciativa y la decisión…Los hombres no gustan de ejercitarse en tácticas defensivas y están, por los siglos de los siglos, acostumbrados a iniciar el ataque…   El código de señales más utilizado era el intercambio de miradas. La etapa de las miradas de desarrollaba generalmente al aire libre, durante las horas del paseo: En todas las ciudades españolas existía una calle principal o una plaza mayor donde a horas finas tenía lugar la ceremonia… (184).

Primero el chico se convertía en acompañante y luego se podían enamorar el uno del otro. Cuando empezaban a salir el lugar oportuno era el cine. Una chica nunca iba sola al cine. Recibir una llamada por teléfono era algo excepcional. Un joven, si no conocía a la familia, tenía que vencer una cierta timidez cuando llamaba por la primera vez a la casa. Pero una chica nunca podía llamar por teléfono al chico. En cambio, a la jovencita de la posguerra le encantaba escribir cartas. Así se podía mantener una correspondencia interesante con personas de género contrario.

 Algunas madres temían que sus hijas pueden terminar enamorándose de él. Pensaban que el primer paso había que darlo siempre él. La gente se enteraba de que un chico y una chica se habían hecho novios cuando los empezaba a ver solos en el cine o tomando aperitivos. Tampoco podían volver a bailar él con otro ni ella con otro. Estaba permitido que los novios pasearan cogidos del brazo. Cuando los novios rompían había la costumbre de que se devolvieran los regalos y las cartas que se hubieran podido escribir: “Pídele las cartas…Hay quien sostiene que la auténtica propiedad de los pliegos escritos es de aquel que los recibe…” .  Muchas veces esta petición solía partir de la novia. A un novio con el que se rompía definitivamente, no había costumbre de volverle a hablar ni a saludar cuando se le encontraba por la calle.

Definitivamente, la paciencia debía acompañar a la mujer en todas sus acciones. En aquella época,  que comenzaba con las miradas y a las que le seguía el noviazgo, la novia empezaba a hacerse el ajuar, a no salir con las amigas cuando él tenía que estudiar, a guardarle ausencias si el se iba de viaje: “Y toleraba de mejor o peor grado que él siguiera saliendo con los amigos, yendo al café de noche y sabe Dios si teniendo alguna aventura con la que consolarse con tanto estancamiento…” (208). Unos años más tarde, cuando algunas revistas católicas de vanguardia empezaron a plantearse la necesidad de abrir los ojos de las futuras esposas y acometer aquellos temas de las relaciones entre los sexos desde una óptica más realista, un autor criticaba así la falta de información sexual que había presidido hasta entonces la educación de las mujeres.

 “Las mujeres devotas y burguesas de las últimas cuatro o cinco generaciones, víctimas del pseudo espiritualismo erótico y “rosa” del siglo XIX, adoptaron ante el problema sexual la actitud del avestruz, defendiendo con tenacidad el ideal de lo que dieron en llamar “inocencia”; ignorancia a ultranza de todo lo relacionado con el sexo, por considerarlo feo, malo e inconveniente. El sacramento del matrimonio resulta forzosamente menospreciado y reducido al triste papel de una tolerancia excepcional, una salvedad, algo así cono una “vista gorda de Dios”…

Martín Gaite concluye que aún más grave que la represión sexual en que se construían aquellas relaciones era la insinceridad que se acostumbraban a adoptar los novios: Para ganar en quites de amor, hay que empezar por perderle el respeto a la sinceridad, decía uno de los consultorios de la época. Esto, según Martín Gaite, provocaba que en sus relaciones nunca los novios conocieran la importancia de ser amigos y transmitirse sus respectivos deseos, miedos, decepciones y esperanzas.

“Usos amorosos de la postguerra española” es un ensayo que nos presenta la posición de la mujer antes de la Segunda Guerra Mundial. A través de este ensayo descubrimos la sociedad española de la décadas de los treinta a los cincuenta, una sociedad con grandes restricciones para la mujer Carmen Estévez Sherer

 

 Obras citadas

-Martín Gaite, Carmen. Usos amorosos de la postguerra española, Ed. Anagrama, Barcelona, 1987 -Prado Benjamín .Mala gente que camina, Ed. Santillana, Madrid, 2007 -http//www.elmundo.es. Domingo, 8 de abril 2007 -http//www.tezdelimon.wordpress.com.jpg

 

Mª Carmen Estévez Sherer