¿QUÉ POÉTICA?

 

Todavía no existía nada similar a las presentes galerías de arte moderno y ya el menor de los hermanos Goncourt –Jules Alfred- se atrevió a decir que en ningún lugar del mundo se oían tantas estupideces como en un museo. Y eso que las argumentaciones de índole embaucadora con las que se pretendían explicar las obra de arte no eran entonces sino el principio de cuanto son hoy: repulidos discursos construidos sobre la base de un léxico con insistencia tan errático como vacío, sumidero donde acostumbra a desaguar la saliva de determinada crítica, en particular cuando ésta aspira a ensalzar la obra que la ocupa. Por supuesto, la naturaleza de tal verbosidad debe buscarse sobre todo en el deseo de promocionar aquellos productos que, por el hecho de aspirar a cierto inmerecido “standing”, parecieran estar harto necesitados de algunas “aclaraciones” más allá del siempre subjetivo mérito y de lo artísticamente inteligible.

Pero si ese falaz discurso utilizado al respecto de la obra plástica puede resultarnos en ocasiones sobrecargado y puede que hasta ridículo, ¿qué decir de aquel con el que se pretextan muchos poemas y demasiados poetas? He ahí elucidaciones, consideraciones y poéticas no pocas veces manifestadas a través de una retórica cuyo principal distintivo suele ser, para nuestro mal, el de la cursilería malcasada con la pedantería. La innegable dificultad de decidir qué es y qué no es una obra de arte, sumada a lo forzoso que resulta utilizar un lenguaje específico más o menos intrincado (si bien en este sentido tanto daría hablar de estilística y métrica que de mecánica del automóvil o cirugía cardiovascular, pues, es evidente, cada disciplina precisa su propia terminología), ha contribuido de manera indeliberada para que allí viniera a medrar lo superficial y aparatoso como en pocos otros espacios.

El daño, con todo, no sería tanto si sólo implicara a poetas no demasiado brillantes henchidos por la aspiración de trascender cuanto no consiguen sus versos. Sin embargo afecta también a buenos libros de poesía, y no en la escasa proporción que sería deseable. Me refiera a esas obras, dignas cuando menos, que se ven absurdamente prologadas, honradas en revistas, desmenuzadas con sospechosa amabilidad en suplementos culturales y alabadas en todo tipo de presentaciones abusando para ello de panegíricos tan insustanciales y rebuscados como contraproducentes. Al fin y al cabo si la poesía es quizás la forma del discurso artístico donde más necesaria resulta la sinceridad íntima del autor ante lo que debe revelarnos su obra, ¿por qué menoscabar ese leal ejercicio con artificios que le son del todo ajenos?

Por obvio y por inevitable, nada nuevo se aporta a la cuestión si decimos que ni el novelista ni el cuentista ni el autor teatral ni el guionista ni, por supuesto, el periodista,  son escritores que puedan sentir tan profundo como el poeta el hecho de pertenecer a una sociedad que mayoritariamente desestima su labor. Es algo repetido con muy similares particularidades en Pernambuco, en la Conchinchina y en La Mancha, desde luego. Pero uno tiene la certeza de que no se le hace ningún favor a la poesía mediante aquellas prácticas. Y allá el trabajo de quienes viven de ello y de quienes, verdaderamente imprescindibles, en la mayoría de los casos sí contribuyen de modo positivo al acontecer poético. Menos comprensible resulta el esfuerzo por la hermenéutica (tan complicada como en otras ocasiones falsamente esclarecedora) del poeta que en su obra nos desnuda primero un alma para después, en el intento de explicarla, acabar vistiéndola con ropajes del todo impropios, preso tal vez de pudores o de excesivas consideraciones de método y de un desmedido afán intelectualista. Porque, ya se sabe, son ropajes que muchas veces traen a la memoria aquel traje nuevo del emperador, ya tan viejo.

 

José María Torres Fabero