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Ricardo Martínez-Conde: El tiempo en las manos                          

Vitruvio, Madrid, 2018

“El difícil arte del microrrelato”                  

En su ya larga trayectoria creativa Ricardo Martínez-Conde ha cultivado diversos géneros literarios breves, especialmente la poesía (tiene en su haber más de una docena de libros) y el aforismo, en el que confluyen narración e idea (en castellano ha publicado Cuentas del tiempo, 1994, y Alusión al paisaje, Aforismos, 2002, y, en gallego, Debullar, 1998). Ahora nos gratifica con su primer volumen de microrrelatos, un libro muy personal que cristaliza su cosmovisión centrada en preocupaciones artísticas, existenciales y metafísicas. En las sesenta y seis piezas que conforman El tiempo en las manos, lo poético y lo reflexivo alternan con lo estrictamente narrativo, mostrando con ello la gran versatilidad del microrrelato, un “género de llegada”, para utilizar las palabras de José Mª Merino, que se nutre de materiales diversos y requiere mucha pericia por parte del escritor y un receptor culto y refinado.    El recuento que el lector tiene en sus manos posee una gran diversidad temática, formal y técnica, así como una prosa especialmente cuidada. Los motivos explorados son múltiples: la soledad (“Músicas”), el deseo (“Limosna”), el amor (“El sueño”), la belleza (“¡Ay, las flores!”), la muerte (“Como el morir”) y hasta se hace alguna incursión en el mundo cibernético (“Murió” y “”pontifex”.) No obstante, el reino de la Naturaleza (animal, vegetal y mineral) adquiere aquí un notable protagonismo, especialmente el mar y los paisajes, al igual que ciertos conceptos filosóficos o reflexiones relacionadas con el mundo del arte (“El almacén”, “A man at the Moon” ), porque el autor gallego no se limita a contarnos historias, sino que expone asimismo conceptos, subsumidos en los textos, ideas de gran calado filosófico (como, por ejemplo, el tiempo, la identidad, la complejidad de la realidad, etc.), que ajusta a un molde narrativo. En buena medida, los suyos son microrrelatos marcados por el pensamiento y por una peculiar conciencia de la mirada artística porque, para él, “mirar” es “como una forma de pensar” (aforismo del libro Alusión al paisaje, 2002). En muchos de ellos el autor emprende la tarea de traspasar la realidad visible con el propósito de desvelar la invisible, los secretos ocultos de los personajes y la complejidad del mundo en el que habitan. Para acceder a esas zonas insondables de la naturaleza humana y a ese mundo irreductible, preconiza la soledad y el silencio, que acrecienta la intuición, el extrañamiento de la mirada y la alerta de todos los sentidos. Es como si el creador tuviera la certeza de que no importa tanto lo que sucede como lo que parece que va a suceder y que lo esencial es el estado de inmanencia propicio a la captación de lo inexplicable porque toda forma de creación tiene un componente misterioso y secreto.           En este volumen, el gallego actúa como un detective de los sentimientos, como un mediador entre la realidad visible y la invisible, como un vigía del tiempo. Vivir es devorar tiempo, según evocan numerosos aforismos suyos (“El tiempo, cuyo único fin es suprimir” o “El tiempo: el vigilante”, en Cuentas del tiempo, 1994), y el tiempo todo lo consume y la única forma de rescatarlo y hacerlo infinito es inmovilizarlo y suspenderlo mediante la escritura, un instrumento capaz de ordenar el tiempo y eternizarlo. Para Martínez-Conde tanto la persona como la realidad, sometidos a la discontinuidad del tiempo, están en constante movimiento y transformación, por lo que nuestra percepción humana del tiempo lineal y sucesivo es una patraña, al igual que la idea de un yo y de una realidad unívocos y permanentes. “Nadie se baña en el mismo río dos veces” como sugiere el mito de Heráclito, fuente de inspiración del microrrelato titulado “Casi París”. Y a las reflexiones conceptuales vienen a sumarse los frecuentes guiños metaliterarios, otra forma de diluir las fronteras entre la narración y el discurso ensayístico. No en balde, el texto “Escribir”, puede leerse como una poética del microrrelato y “Ruby” y “Climatología” aluden a la necesidad de poder contar con un lector cómplice dispuesto a reconstruir por su cuenta lo que apenas está sugerido. No hay que olvidar que tanto si son textos realistas como surrealistas (lo onírico está presente en varios microrrelatos) el autor privilegia los momentos climáticos de gran intensidad, los instantes que se dilatan hasta el infinito, lo que supone llevar la tensión y la omisión hasta el extremo.                 Como ya se dijo, este escritor de estirpe lírica y metafísica lleva a cabo una defensa inquebrantable de lo mínimo, de las formas breves, y cultiva el hibridismo de categorías literarias diversas. No en vano, un buen manojo de los textos de este volumen se sitúan en la intersección entre la narración y la poesía. Aunque nos cuentan una historia, utilizan fundamentalmente recursos líricos, entre otros, la predilección por la instantánea y la sugerencia visual, la prosa poética rica en imágenes y metáforas, la complejidad de símbolos que nos proporcionan las claves para desentrañar su sentido profundo o la importancia del ritmo y del silencio ya mencionado. Y tampoco faltan las piezas que se amoldan a los parámetros dramáticos (en ellos se advierte la presencia de dos interlocutores, la estructura dialógica o la sucesión de cuadros), según se puede apreciar en “Fases”, “Indumentaria, “Post mortem”, “El tránsito” o “En el mar”. En el primero de ellos, se suceden tres situaciones diferentes sobre un mismo asunto trivial: el acto de beber leche, simple pretexto para poner de relieve la dificultad de entendimiento entre los individuos, un tema que se repite en “Indumentaria”, así como las relaciones ambiguas que mantienen con la muerte (“El tránsito”) o el afán de dominar al otro (“En el mar”). Son como pequeños fogonazos que iluminan las taras y miserias de los seres humanos.               En definitiva, el libro que nos ocupa constituye una gran metáfora de la vida humana con la implacable presencia del tiempo que todo lo devora. Martínez-Conde ha sabido forjar, con tenacidad y exigencias extremas, un mundo original en el que destacan su destreza para captar los entresijos del alma humana, su peculiar forma para acercarse a la realidad y al individuo y su talento para indagar en los laberintos de la creación. Todo ello adobado con una prosa ágil y deslumbrante. Con todo, tal vez lo más importante y singular de estos textos sea su capacidad para sugerir, mediante los silencios, los gestos o las imágenes plásticas de gran fuerza simbólica, el mundo insondable de sus personajes, todo lo que callan y revelan a un tiempo. Irene Andres-Suárez Universidad de Neuchâtel.