La muerte de Montaigne, novela de Jorge Edwards.

 

La aguzada pluma del escritor chileno Jorge Edwards, recrea en La muerte de Montaigne, vida y pensamiento de uno de los grandes pensadores franceses del siglo XVI. La habilidad del narrador para llevar al lector a la época descrita, ilustrando la historia, sus posibles maquinaciones y chismografías, estableciendo lazos intertextuales con otros autores y conexiones con el mundo contemporáneo, hacen muy grata e interesante su lectura Se trata de una novela donde se mezclan los géneros narrativos, la novela, el ensayo, la historia; dando origen a una nueva modalidad que Edwards a lo largo de su intensa carrera literaria ha terminado por desarrollar cada vez con mayor acierto. Recordemos Persona non grata, El whisky de los poeta, El sueño de la historia, y otros títulos que se me escapan, donde la ficción se mezcla brillantemente con la realidad. No obstante, es claro que Jorge Edwards es y ha sido siempre un gran fabulador, un contador de historias donde la fantasía y la imaginación juegan el papel preponderante. Montaigne o el “Señor de la montaña”, recluido en su torre donde -se sabe- escribía el filósofo medieval sus ensayos, termina finalmente convertido, o más bien transfigurado aquí en un personaje literario, gracias a las argucias estilísticas del narrador para ficcionar partiendo de una base concreta de la realidad. A propósito, para ilustrar al personaje, el narrador sostiene: “También saltaba de un tema a otro en el interior de sus ensayos. Era una mente en movimiento, que se corregía a sí misma, que rectificaba a cada rato, que ingresaba a senderos laterales, que se extraviaba y no se preocupaba de salir de su extravío. Un maestro consumado de la digresión: sabía retomar el hilo del discurso y también sabía abandonarlo, olvidarlo, acabar su cuento en un acorde diferente, dejando cabos sueltos por un lado y otro. En otras palabras, una mente imprevisible.” Desde luego, este perfil del quehacer del filósofo, proyecta en el lector las dimensiones posibles del trabajo de un ensayista empeñado en acotar y acotarse en su escritura, enseñando así, al lector, las múltiples facetas del quehacer intelectual de los hombres de todos los tiempos, incluida la del propio Edwards, a quien vemos, sin duda, auto-retratado en el propio personaje que tan bien describe. En la novela La muerte de Montaigne, es posible advertir el marcado interés del escritor, pensador, ensayista, Jorge Edwards, por la historia real y el deseo de apropiarse de sus posibles fantasías, haciendo además digresiones profundas y muy atingentes y afortunadas hacia nuestra propia realidad social y política, con la debida inteligencia paras inducir al lector a la reflexión personal que tanto necesitan sociedades irreflexivas y revisionistas como las nuestra, donde se vuelve una y otra vez a caer en las mismas insensateces y debilidades de tiempos pretéritos, ya por falta de lectura, deformación mental, o sencillamente interés por aprender de los errores del pasado. En cambio Montaigne, del “Señor de la montaña”, hombre que no pasó pocas penurias, atacado más de alguna vez por ambos frentes, hugonotes y católicos, el narrador apunta: “Las almas más bellas son las que tienen mayor variedad y flexibilidad. Recurre a los antiguos, una vez más, y cuentan que describían a Catón de la manera siguiente: tenía una naturaleza igualmente adaptable a todo, y de este modo, hiciera lo que hiciera, parecía que sólo había nacido para hacer eso.” Desde luego, podemos preguntarnos, y de hecho se nos pregunta entre líneas en esta novela de Jorge Edwards, cuánta falta les hace a nuestros políticos, a nuestros ideólogos, a nuestros pensadores, a nuestros jóvenes esa flexibilidad a la hora de los acuerdos necesarios para el entendimiento y el dialogo ciudadano que hace grande a los pueblos. Por cierto, el edicto de Nantes, promulgado por Enrique IV en 1595 para dar fin a las guerras religiosas, y traducido en este libro por Jorge Edwards, vendría como anillo al dedo para terminar de una vez por todas con la insistencia en las odiosidades de un pasado dictatorial: “Prohibimos a todos nuestros súbditos, del estado o condición que sean, renovar la memoria, atacarse, resentirse, injuriar, ni provocar el uno al otro por el reproche de lo que ha pasado, cualquiera que sea la causa o el pretexto, disputar por ello, contestar, querellar, ultrajarse u ofenderse de palabra o de hecho, sino, por el contrario, contenerse y vivir pacíficamente juntos como hermanos, amigos y conciudadanos, bajo pena de castigar a los contraventores como infractores de la paz y perturbadores de la tranquilidad pública.” La novela discurre sobre muchos asuntos contingentes con la época de Montaigne que permiten al lector tomar conocimiento de los mismos, hacerse una idea general, por ejemplo, de los cruentos conflictos religiosos entre hugonotes y católicos, y de los regicidios que marcaron en aquel siglo a Francia y la cuestionable, para el narrador, mirada del historiador del siglo XIX Jules Michelet sobre los mismos hechos y personajes. Pero, sin duda, el interés principal, o el nudo más novelesco -aunque hay otros, como el asesinato del duque de Guisa, o la muerte de Enrique III a manos del misterioso fraile asesino Jacques Clément, etc- se concentra en la posible relación amorosa vivida por “El señor de la montaña” y Marie de Gournay, una joven admiradora de quien terminaría siendo su padre adoptivo, y ella su más fiel celadora y editora de sus ensayos. “En este caso, si no ando muy descaminado, habrá sido una interesante precursora de mujeres que vinieron más tarde, como George Sand, como Colette, como Simone de Beauvoir. No es un personaje ridículo, como intentaron presentarla, sino una mujer de corazón, cuya sensibilidad no excluía en lo absoluto la inteligencia, y, además, de una lealtad a toda prueba. Se enamoró de Montaigne en la primera lectura de sus ensayos, no descansó hasta conocerlo, consiguió que él aceptara la idea de adoptarla como hija suya espiritual, fue fiel hasta la muerte a su memoria, dedicó gran parte de su vida a editar, comentar, promover las ediciones definitivas de los ensayos, la de 1595, las de años posteriores.” En suma, se advierte aquí, en la relación del ensayista francés, Michel Montaigne con Marie Gournay, uno de los nudos más interesantes para un novelista, y Jorge Edwards lo explora y lo explota según su propia fantasía e imaginación, como corresponde a un escritor experimentado, haciéndolo brillar como un diamante.

Miguel de Loyola – Santiago de Chile – Octubre del 2011

 


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