Emil Cioran: Lágrimas y santos

Hermida edts, Madrid, 2017.    

Es correcto, creo, la afirmación que hace Fernando Savater (que ha conocido intensa y extensamente al autor) de que Cioran es un escritor esencialmente religioso. Y ha de entenderse ello en cuanto que, más o menos explícito y a lo largo de toda su obra, el escritor rumano siempre ha elaborado sus textos como una forma de comunicación espiritualizada con ese otro que nos mueve y conmueve, con el invisible interlocutor trascendente de que se han servido las religiones para elaborar sus principios de vínculo con lo sagrado, con lo distinto, con todos los significados de la vida que está más allá del mundo inmediato, real, concreto. En ese sentido el escritor actúa al modo de un hombre primitivo en el sentido ontológico del término               Algo, siempre –sobre todo en estos sus primeros tiempos tan filosóficos, tan especulativos, tan de ontología severa, si cabe expresarlo así- podría considerarse un discurso trágico pero, al tiempo, de una clarividencia y, hasta cierto punto, de un valor dialéctico para el vivir, que su formulación siempre acuciará en el mejor sentido al buen lector, siempre le implicará en ese largo ejercicio de luces y sombras que es el vivir: “Todo existió ya una vez… Es el rumor que se dilata en convicción cada vez que el terror o la belleza de los días nos estremecen hasta lo insoportable (…) La anulación del presente en la irrupción de los recuerdos confiere a la vida un carácter de irrealidad y de sueño inútil”               El hombre no está estrictamente sólo; lo está ante sí, un poderoso argumento dialéctico que valora cualquier metafísica como prospectiva, como religión (de re-ligare; ese sentido de trascendencia) Y esta consideración con Ciorán da una impresión doble: nunca se está a salvo pero, a la vez, no nos niega los recursos para entender esa soledad. Su compañía es pura, respetuosa; un canto a la (necesidad) de la libertad.              En esa función del ser desde sí, para el otro, para el paisaje ontológico, aparece siempre de fondo la figura del intelectual como guía; como exigente crítico también. Confiemos que, a día de hoy, no deponga en sí esa actitud como exigencia del intelectual actual, que sí denunció en otros como una especie de desalentador anatema: “aquí muchos intelectuales viven para gustar”               Así no: ojalá que no. Hay tanto por construir                                                                   

Ricardo Martínez www.ricardomartinez-conde.es


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