La poética del cuerpo en Ricardo Molina

Arturo del Villar

 

La poesía de Ricardo Molina continúa teniendo lectores apasionados, un círculo reducido como él quería, porque prefirióla descansada vida cordo- besa a los aplausos del mundanal ruido, siguiendo el consejo de fray Luis de León. Ejemplo de profesor metódico, solamente se alteraba al escuchar unas coplas muy hondas, las oía con gusto y las analizaba con rigor. Su trabajo como poeta era desconocido para muchos de sus vecinos.

 

 

 

Retrato de Rafael Álvarez Ortega.

 

Al cumplirse cien años de su nacimiento, el 28 de diciembre de 1917 en Puente Genil (Córdoba), comprobamos que continúa teniendo lectores interesados por la poesía del sentimiento, que no suele ser apta para los recitales en lugares abiertos. No se le puede imaginar fuera de Córdoba, en donde contaba con lugares en los que compartir el cante hondo con la poesía culta. Solamente lo traté un día, durante una visita que realicé a Córdoba en noviembre de 1963. Me acompañó a conocer los lugares gongorinos, y me dedicó un ejemplar de su libro Córdoba gongorina, que acababa de publicarle el Ayuntamiento con numerosas fotografías, como una guía turística culta de la ciudad.

Ricardo Molina es inseparable de Córdoba. Hablaba de ella con apasionamiento, y me aseguró que no sería capaz de vivir en otro lugar, y es cierto que nunca lo intentó. También me dijo que no podía darme ningún libro de poemas, porque no le quedaban ejemplares. Yo no tenía ninguno, solamente conocía sus colaboraciones en revistas, que me interesaban, y por eso quise conocerlo personalmente.

Lo comprendí, porque su obra poética había ido aparecido en ediciones minoritarias de escasa distribución. Es el problema de las publicaciones poéticas en España: a las editoriales comerciales no les interesa la poesía, ya que tiene un público limitado, excepto los nombres muy consagrados. Por ese motivo resulta difícil acceder a ellas, por su mala distribución, y se agotan verdaderamente debido a la escasa tirada. No conseguí encontrar un libro de Ricardo Molina hasta que Visor publicó en 1973 un volumen titulado Poesía, en el que se reunían tres poemarios antiguos: Elegías de Sandua (aparecido en 1948), Tres poemas (del mismo año) y Corimbo (1949).

 

EL PREMIO ADONAIS

Corimbo es un buen libro al que le perjudicó un escándalo imprevisible. La colección Adonais comenzó a publicarse en 1943, gracias al entusiasmo de Juan Guerrero Ruiz, el “cónsul general de la poesía”, según el mote muy adecuado que le puso Federico García Lorca. Ese año convocó un premio, repartido entre tres poetas, pero en los siguientes no se convocó. En 1946 compró su nombre comercial la editorial Rialp, propiedad del Opus Dei, que la mantiene hasta hoy. Velando por la ortodoxia de sus publicaciones, en el jurado del premio Adonais figura siempre un miembro de esa institución, que en 1949 era Florentino Pérez Embid, miembro del consejo privado de Juan de Borbón, lo que le facilitó desempeñar varios cargos oficiales. Entre los originales presentados al premio Adonais de 1949 estaba Ángel fieramente humano, un libro de Blas de Otero destinado a cambiar el curso de la poesía española de posguerra. Sin embargo, Pérez Embid declaró que era blasfemo, por lo que no podía ni premiarse ni publicarse en la colección. De ese modo el premio fue a recaer en Corimbo, de Ricardo Molina.

El director de la colección Adonais era José Luis Cano, secretario de la revista madrileña Ínsula, ampliada a una editorial y una librería. Convenci- do del valor de Ángel fieramente humano, Cano lo editó con el sello de Ínsula en 1950, e inmediatamente alcanzó el prestigio que merece. A partir de sus versos se produjo la eclosión de la poesía calificada de social en Es- paña, esquivando las prohibiciones de la censura cuando y como se podía. Llegó a ser una moda imperante.

Esta circunstancia hizo que el libro de Ricardo Molina quedase devaluado ante la crítica, aunque el autor fuese ajeno al conflicto religioso planteado. Se consideró a Corimbo la oposición al estilo propiciado por la obra de Otero. Desde luego, las temáticas expuestas en los dos poemarios son incomparables, pero ese dato no hubiera debido incidir en la calificación de Corimbo, si no se hubiera producido esa actuación inquisitorial.

 

UN HOMBRE CUALQUIERA

Durante su vida (1917—1968) publicó siete poemarios, algunos sin alcanzar la calificación de libro, reservada por la UNESCO para las publicaciones no periódicas de 49 páginas en adelante. Aparecieron en colecciones minoritarias, con excepción de Visor, que distribuye muy bien sus ediciones. Después de su muerte han aparecido otros títulos, igualmente en colecciones reservadas. Por fortuna se han hecho dos ediciones de su Obra poética completa, la primera por cuenta de la Diputación Provincial de Córdoba en 1982, y la segunda por Visor en2007.

Su vida, como la de todos los españoles de su tiempo, quedó marcada por la guerra. Cuando terminó el 1 de abril de 1939 tenía 21 años, unos estudios universitarios interrumpidos y un porvenir incierto, aunque había combatido en el bando de los triunfadores, lo que le permitió evitar los problemas políticos que afectaron a quienes residían en aquella España de la delación y el miedo. Trabajó como profesor y se ayudó con otros oficios para ir superando unos años difíciles. Vivir la posguerra resultaba a veces más heroico que combatir en la lucha armada.

En su locus amoenus cordobés no participó en controversias poéticas. Escribió los versos que le gustaban, sin cuidarse por lo que pensaran de ellos sus contemporáneos, y menos todavía unos hipotéticos lectores en un tiempo futuro. Lo comentó en una de las Elegías de Sandua, la número XIII, en la que previó la reacción de los lectores cuando repasaran sus libros después de su propia muerte:

 

Este poeta era igual que nosotros.

¿Sus amores? ¡Acaso no hemos amado todos!

¿Su tristeza? ¡Quién no estuvo triste en la vida! Así cualquiera puede ser poeta.

 

Algo más que sentir amor y tristeza se necesita para ser poeta. En su caso, contaba con el conocimiento de unos predecesores ilustres: leía a los poetas latinos en su idioma, e incluso tradujo a algunos al castellano, y se identificó más de una vez con los cantores de al-Ándalus. Entre los contemporáneos prefería a Juan Ramón Jiménez y a Luis Cernuda. Con ese bagaje lírico se mantuvo al margen de las polémicas entre ideológicas y estéticas que dividieron a los escritores en los años cuarenta, dentro de unos límites estrechos impuestos por la censura política y religiosa.

 

EL CUERPO COMO ENSEÑA DEL AMOR

El hecho de residir en Córdoba, alejado del centro de las discusiones entre garcilasistas y espadañistas, por los títulos de las dos revistas representantes de dos conceptos poéticos, le permitió escribir una lírica personal y elegante, arraigada (palabra de moda en la época) en el sentimiento personal del poeta, para comunicarse (otra palabra de moda) con los demás. El poeta es igual que los seres humanos de su tiempo, siente como ellos, ama y se entristece como todos, pero posee la facultad de expresar en verso sus ideas, sus esperanzas y sus deseos: su biografía, en una palabra. El poeta es igual que todos los demás seres humanos, pero su trabajo sí se diferencia de los restantes trabajos, por inclinarse más a las inquietudes espirituales que a las materiales.

El tema fundamental de su lírica fue el amor, contrapuesto a la actividad destructora del tiempo. El amor constituyó la pasión de su vida, entristecida por el conocimiento de su fugacidad impuesta por la insaciabilidad del tiempo. Naturalmente, hablar en verso del amor es una vulgaridad, en Occidente se lleva haciendo desde hace veintiocho siglos, pero el poeta digno de tal nombre acierta a describirlo de manera original en su estilo.

Sobre el amor se han publicado miles de libros, para presentar teorías diversas acerca de su nacimiento, desarrollo y fin. En la poesía de Ricardo Molina adopta la forma de un cuerpo adolescente indefinido, aunque todo hace pensar que es el de un muchacho. El cuerpo está cantado en su belleza, pocas veces descrito. La terrible y cerril censura de la época limitaba la expresividad de los escritores, lo que en realidad puede dar lugar a óptimos resultados. Siempre será más sutil la insinuación aproximativa que la descripción completa.

El cuerpo es el vehículo del amor, digan lo que quieran los espiritualistas. En sus versos se transparentan felices cuerpos morenos y desnudos bajo el sol andaluz, que se fijan en la mirada admirativa del poeta. El cuerpo se halla en medio de un paisaje, rodeado por la sierra, el campo, el río, los pájaros, las plantas, la naturaleza entera como un decorado realista, aunque imaginado. Cuando la moda en España imponía tratar temas sociales, esa poética parecía desfasada, y algunos la desdeñaban. Uno de los grandes poetas sociales, el vasco Gabriel Celaya, acusó a los poeta andaluces de esteticistas vacíos, lo que obligó al andaluz Rafael Alberti a componer una hermosa balada en su defensa.

 

BUCOLISMO ERÓTICO

En el caso de Ricardo Molina es cierto que sus poemas exhalan un aire bucólico impropio de nuestro tiempo contaminado y mecanizado. Sus poemas eróticos son campestres. Por mucho que amase a la ciudad de Córdoba, sus escenarios evitan las casas, y cuando la ejecución del acto amoroso tiene lugar entre paredes añadirá que carecen de techo, o que es un palomar, por ejemplo. Es verdad que le gustaba salir al campo, en busca de una libertad vedada en las urbes. Como fray Luis de León podía exclamar: “un día puro, alegre, libre quiero”, aunque fuese la libertad interior, ya que la política no existía en aquella España de la posguerra. Los árboles, las plantas, las flores, los colores del cielo, los sabores de las frutas silvestres, el sonido de los arroyos, toda la naturaleza se encuentra metida en sus poemas con un lujobarroco. Su estilo se apartaba de la tendencia social dominante, lo que motivó que tuviera detractores cuando se pretendía modificar las estructuras sociales por medio de la lírica: un sueño de poetas que se consideraban realistas.

El bucolismo le sirvió para ampliar la potencialidad física del cuerpo amado y cantado. Esa atención al cuerpo amoroso no significa que ignorase las cualidades espirituales, propias del amor cortés dominante en Occidente desde que los trovadores las resaltaron en sus versos, aunque su predilección lírica se fijase en el cuerpo adolescente más que en sus capacidades emocionales. En sus versos la palabra amor suele referirse al deseo sexual.

En un libro que dejó inédito a su muerte, Regalo de amante, publicado póstumamente en 1975, una “Gacela de los bellos amores” ofrece una descripción del cuerpo amado, algo inesperado en su poética. Sigue la imaginería arabigoandaluza, que le era tan querida: cada órgano humano es comparado con árboles o plantas para resaltar su belleza. En el poema final de este mismo libro hallamos unos versos anunciadores de la actitud del poeta, al elegir su amor frente a la opinión del mundo que lo rechaza, y, por estar enamorado, erguirse contra todas las opiniones sin importarle más que el mismo amor:

 

Porque yo no soy un ser como esos que pasan y se desvanecen en las páginas de un sueño,

sino un hombre que se alza desnudo de la tierra, dorado por el sol, enrojecido y violento,

un hombre que se yergue frente al mundo, de pie, y te elige entre todos y te llama su amor.

 

Con ese tono vindicatorio se aproximó a otro de sus poetas dilectos, Walt Whitman, el ensalzador del amor entre los camaradas. Sabía Ricardo Molina que en aquella “España de charanga y pandereta, / cerrado y sacristía”, como la retrató Machado en su tiempo y se prolonga indefinidamente, la elección de su amor constituía un desplante a la sociedad burguesa instalada como árbitro de la moralidad. Se le presentaban dos opciones: escribir una poesía falsa y contraria a sus convicciones, para que fuese aceptada por los moralistas, o desechar los prejuicios y cantar y contar sus verdaderos sentimientos sobre el amor, dentro de una estética pagana exaltadora de la sensualidad. Prefirió ser fiel a su ideario, dentro de las limitaciones impuestas por la censura dictatorial, que en cuestiones morales se mostraba implacablemente represiva.

 

EL LEGADO ARABIGOANDALUZ

Así que decidió continuar la estética arabigoandaluza, entendida desde su tiempo. Lo anunció en varios poemas metapoéticos, por ejemplo en uno de la Elegía de Medina Azahara (1957), publicado en la madurez física y literaria de los cuarenta años. Se titula precisamente “Poeta árabe”, y contiene una asimilación del legado recibido, especialmente sensible en la antigua capital del califato. Exalta “su amor, su ardor, su fuego”, y sobre todo y antes que todo “la esclavitud a la / hermosura más frágil”, la del cuerpo sometido a las heridas señaladas por el paso del tiempo, acrecentadas con el deterioro de los años.

Por eso le parecía lógica la fugacidad de amor, puesto que lo basaba en la hermosura del cuerpo. Todo es efímero en el mundo, todo tiende a su destrucción, conforme a la filosofía vital de Ricardo Molina, y el amor no es una excepción. El cuerpo es incapaz de retener los instantes felices, refugiados en la memoria. En su creencia, el amor se reducía a un instante de goce, con un valor inmediato nada más, aunque se pretendiera prolongarlo infinitamente.

Coincide en este supuesto interpretativo con otro de sus maestros líricos, Luis Cernuda. En su escrito a modo de resumen ideológico titulado “Historial de un libro”, un capítulo de Poesía y literatura, afirma que “al amor no hay que pedirle sino unos instantes, que en realidad equivalen a la eternidad”. El concepto de eternidad entre los seres humanos mortales resulta cuando menos extravagante. Nuestra idea de la eternidad es muy limitada.

Las de Ricardo Molina, según las expuso líricamente, no variaron mucho aunque se matizaran por efectos de la realidad vivida, tan diferente de la soñada. Siempre defendió que el deseo y su satisfacción inmediata son preferibles al amor en su romanticismo más exaltado. Dicho en román paladino, le importaba la sexualidad más que la espiritualidad, como buen pagano sin prejuicios.

 

EL INSTANTE BIEN APROVECHADO

Repasemos ahora otro poema de Regalo de amante, el titulado “Invitación a la dicha”. Exalta la preferencia del instante efímero sobre el tiempo pasado o futuro es decir, el recuerdo o la esperanza. Es una aplicación del carpe diem horaciano, incluido en la poesía como regla vital. Repite un estribillo enriquecido con la acumulación de los conceptos, felices, “Ámame ahora que tengo…”, para concluir con un grito de felicidad por dominar la plenitud del momento presente: “¡Ahora y no mañana; ahora y no luego!” Ese instante supremo de goce erótico es irrepetible: ni se ha conocido antes ni se volverá a encontrar. Hay que agotarlo, pues, mientras existe.

En la Elegía de Medina Azahara retrató a un príncipe soñador, en el que advertimos los rasgos propios del mismo poeta. A este príncipe árabe se le ofrecía el amor como una mercancía dadivosa, “pero al amor el príncipe prefería el deseo, / a la flor en la mano, el intocable aroma”. Si no existe nada duradero, porque no lo es la misma vida humana, parece un contrasentido absurdo pretender que el amor sea eterno, tal como han propuesto muchos poetas occidentales, tan crédulos que llegaron a considerar al amor vencedor de la muerte. No se mostraba conforme Ricardo Molina con esa concepción idealizada del amor.

En verdad los poetas medievales escribían la palabra amor como un sinónimo inocente del sexo. Los trovadores que explicaban a una dama los efectos galantes del amor, no podían aludir a un acto tan necesario para la propagación de la especie. Y así se continuó hasta que el romanticismo exageró más todavía los atributos del amor como sentimiento completado en sí mismo, preferible cuando no es correspondido, porque así el poeta es protagonista activo y pasivo a la vez. Todo eso es literatura, muy hermosa tal vez, pero desprovista de aplicación vital. La fijación en el instante supremo le hizo admitir a Ricardo Molina que todo es efímero, incluido el amor, y por ello se decidió por acumular instantes de deseos satisfechos. Prefirió el deseo sexual al amor ideal, y al exponerlo en verso hizo literatu- ra, inevitablemente, pero es una literatura experimentada, con una referencia visible en un cuerpo concreto, aunque discreto a causa de la censura.

 

QUÉ ES EL AMOR

La poética del cuerpo fijada en el instante se basa en el amor físico, no idealizado. En las Elegías de Sandua (1948) predomina el sensualismo sobre el romanticismo, pero no es raro hallar alusiones al sentimiento amoroso, más allá de la realización del erotismo. Eso es lógico, porque la pasión se gradúa y se transforma, no se presenta como una norma inamovible. Encontramos en la segunda elegía una complaciente decoración erótica, en la que implicó a la naturaleza incluso, para presentar al amor con todas sus galas. Así, describe los “muslos de espumas” de las aguas, observa los “labios ardientes” de la vida que cantan “una canción lasciva”, y él mismo se siente perseguido por un amor bello, desnudo y loco, que a su paso va “inflamando la tierra erizada de espigas”, unas imágenes en las que se trasparenta el objeto sexual deseado, con una simbología tan clara que no merece la pena explicarla.

En los versos meditó acerca de las variadas sensaciones recibidas. El amor admite muchas definiciones, lo que demuestra que ninguna es capaz de representarlo tal como es en su totalidad. Saberlo era su deseo, dar un nombre exacto a los impulsos que le dominaban inevitablemente. Se pregunta por la naturaleza de ese amor tan incandescente que arrasa sus sentidos, y duda si es posible darle el título de amor, o no será más que la expresión del erotismo.

Lo plantea en la pregunta expuesta en la tercera elegía: “¿Es acaso el amor esta melancolía / y esta inquietud más bella que todos los deseos?” El poeta no parece muy seguro de cómo resolver esa duda, no responde si es el amor el sentimiento que le domina, produciéndole melancolía e inquietud, o lo será la sensualidad aplicada en el instante del éxtasis. En todo caso, ya vimos que su preferencia consistía en apurar el instante erótico, que es lo real en el juego amoroso.

 

EL CUERPO INCIDE SOBRE LA NATURALEZA

Una ampliación del pensamiento dominante en Ricardo Molina digna de atención se halla en la quinta elegía. Relata el encuentro con el cuerpo amado en primavera y en medio del campo, en donde ya sabemos que radicaban sus preferencias. Cuenta los elementos que intervienen pasivamente en el acontecimiento, como testigos mudos de su felicidad, y entonces señala que ocurrió “en el mundo absolutamente bello / de aquel encuentro”. Entendemos que la belleza absoluta del mundo no se debe a su propia naturaleza terrenal, sino al hecho de ser el ambiente propicio para el encuentro con el objeto de su amor.

Todo el espectáculo espléndido presente ante sus ojos tiene un fundamento subjetivo. Probablemente el campo será vulgar para cualquier observador objetivo, pero en la mirada de Ricardo Molina refleja la belleza del cuerpo deseado. Esa posibilidad cuenta con un antecedente que la justifica, nada menos que en el Cántico espiritual de Juan de la Cruz. A la búsqueda del amado por la Esposa anhelante responden las criaturas que había pasado por aquellos sotos, “y yéndolos mirando, / con sola su figura / vestidos los dexó de su hermosura”. De modo que se puede producir un contagio entre la belleza del cuerpo y la naturaleza que lo rodea, al menos en la observación encelada del enamorado poeta, o de la Esposa inflamada de amores. En los versos del fraile son esas indeterminadas criaturas quienes contemplan la transformación y se la relatan a la Esposa, pero eso se debe a que ellas comparten su mismo sentimiento enamorado.

Si el fraile reconvertía poemas humanos “a lo divino”, Ricardo Molina en este caso hizo lo contrario, y volcó un concepto espiritual en una declaración de erotismo. En realidad el enamorado se convierte a una religión que coloca el cuerpo del ser amado sobre todas las cosas.

 

POESÍA A DESTIEMPO

Esta poética bien ajustada por Ricardo Molina exaltaba el amor con un hedonismo más propio de la época clásica de Grecia y Roma que de la España sumisa de posguerra. Atreverse a decir el nombre de ese amor constituía un delito penado por las leyes vigentes. El poeta lo sabía y obraba con cautela, pero quería escribir acerca del tema que le importaba sobre todas las cosas. Si la moda era componer poesía social, él se refugiaba en su tema esencial sin pretender competir con el mayoritario. Era consciente de que su poesía nacía a destiempo, aunque no podía modificarla.

Y no sólo la poesía resultaba anacrónica, sino la misma persona del poeta. Aquel país y aquel tiempo le disgustaban, se sentía ajeno a ellos, como caído por azar en un lugar histórico equivocado. Lo narró en la “Elegía XXIX”, que es verdaderamente elegíaca, un lamento por el error de vivir en aquel momento concreto en ese lugar:

 

Y hora me doy cuenta, y esto es irremediable, de que no soy un hombre de mi tiempo.

No, yo debí nacer en las islas de mármol cuyas playas doradas baña el Mediterráneo,

en la asombrosa Lesbos o en la bárbara Zante…

 

Un lamento por el paraíso que no pudo perder porque no llegó a conocerlo, solamente sabía de su existencia por las lecturas de los clásicos latinos tan cercanos a su pensamiento, que por eso le gustaba traducir, para hacérselos conocer a otros, con los que compartir la pena de hallarse exiliados del país y del momento preferidos. Soñaba con ese lugar en esa época que nunca conocería, aunque los amaba por saber que en ellos hubiera podido disfrutar la plenitud del amor con un cuerpo ideal:

 

Y tendido en la hierba cerca de alguna fuente te esperaría, oh bello amor de los idilios, dilatando la hora pánica de la siesta

con la flauta monótona y tierna como el campo.

 

La mención de los idilios apunta a Teócrito, a quien de todos modos recordaríamos en esa descripción bucólica de una Arcadia feliz y anacrónica. Acomodar la realidad con el deseo, por decirlo a la manera de su predilecto Luis Cernuda, solamente es posible en la poesía. Gracias a la lírica se crean escenas maravillosas, siempre más perfectas que la vulgaridad de los acontecimientos cotidianos. Eso sucede en el criterio inspirador de Ricardo Molina, ajeno a las consignas sociales, así es el trabajo poético que no pretende transformar al mundo, sino facilitarle un poco de la hermosura que le falta, de forma que parezca más acogedor.

Lo desarrolló con eficacia y prudencia, para recrear un mundo antiguo superado por la realidad. Para él siempre resultó preferible el deseo a la realidad, y de esa manera levantó su obra poética a la manera de un refugio en el que recluir a la belleza contra los desmanes del tiempo. Todo eso era falso, la España de posguerra no tenía absolutamente nada en común con la Arcadia feliz, pero es buena literatura, y eso es lo que importa cuando se trata de leer poesía. Un siglo después de la muerte del poeta, la obra creada por Ricardo Molina se mantiene incólume, invitando a compartirla a quienes buscan la belleza como ideal de la vida, en un mundo imperfecto necesitado de imaginación para hacerlo soportable.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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