El mar en las palabras de Alejandro González Luna

Arturo del Villar

   EL premio Emilio Prados para poetas jóvenes de 2016, convocado por el Centro Cultural de la Generación del 27, distinguió el poemario de Alejandro González Luna Donde el mar termina, que acaba de aparecer editado en Valencia por Pre-Textos con su habitual esmero, en un volumen de 101 páginas. Es un libro merecedor del premio y de mucha atención valorativa.

   Compuesto en verso libre y en prosa, se estructura en cuatro secciones, con dos intermedios y un epílogo. En esas secciones se ofrecen trozos de poemas, que el lector va obteniendo separados, a la manera de unos seriales con datos incompletos hasta llegar a la explicación final. El libro tiene un único motivo inspirador, que es el mar, presente o recordado. El autor nació en Santo Domingo, capital de la República Dominicana, por lo que pasó buena parte de su vida a la orilla del mar Caribe, aunque ahora reside en Madrid, y ya solamente puede evocarlo en la memoria. La isla para él es el mundo, forzosamente cerrado, en el que se desarrollan los poemas.

   Cuatro de ellos se titulan “Estudio preparatorio para un poema de la isla”, repartidos en las cuatro secciones, y el epílogo tiene por título “La isla”, resumen del libro en un poema en prosa que recopila la biografía del poeta.    

   Esa biografía está revivida a la orilla del mar, desde la niñez hasta el momento de la escritura, cuando se plantea proustianamente recobrar el tiempo perdido: es perdido por estar pasado, no porque lo hubiera derrochado inútilmente. Se comprende, porque de resultar un tiempo vano carecería de valor, y no le tentaría procurar recuperarlo. Pero el tiempo contiene los jirones de vida trasnochados, con los que se urde una trama digna de la memoria cuando se consigue unirlos. De ese modo se vuelve a vivir la experiencia superada. Allí en donde estuvo el poeta permanece su recuerdo presentificado, se asegura en “La isla”, a manera de poética:

   Nada busco que no sean puertas, puentes y escaleras, puertos, callejas de papel y de tinta. Y en mí es tal la concurrencia de repente que mi boca no da abasto para nombrar tantos silencios. En otros lugares busqué y perdí el rastro. Tantas veces fallé, pero no fue en vano el trayecto. Ahora sé que no es la infancia lo que me hacen recordar estas piedras, este puerto, esta madera astillada y podrida, esa valija olvidada: es aquello que nunca encontré y que sigue aquí esperando. (Página 101.)

   Según esta confesión, la identidad del poeta sobrevive presente en la playa, frente al mar que es el referente de su vida. Aunque él se aleje de la isla, queda detenido el tiempo pasado en las olas del mar incesante, siempre las mismas en sus transformaciones, y en los objetos variados que ellas conducen hasta la orilla. Las cosas crean una atmósfera emotiva para redimir al  poema. La función recuperadora del tiempo en Proust, al mojar una magdalena en una taza de té, se realiza en este libro al mojar las palabras creadoras de los versos, tal como se relata en “Cometas”, mientras revista una vieja fotografía en la que está detenido el tiempo en cada uno de los objetos reproducidos, y también en las personas del poeta y su acompañante:

Había un lugar para todo en nuestras mesas:

los perros, las olas, el calor entre los dedos,

los cuencos de luz donde mojar

cada palabra. (P. 34.)

   Una palabra encadenada a otra conforma un poema, en el que se encuentra un capítulo vital de González Luna. Por ese motivo emprendió este viaje en el tiempo, realizado mediante palabras. El itinerario a menudo implica una vuelta atrás hacia el pasado representativo de su manera de ser, confrontado con el presente, herencia de aquellos instantes superados pero no olvidados ni olvidables.

Un viaje en el tiempo

   La edición del libro tal vez represente el final del viaje, o quizá una singladura que será continuada. Otros momentos pueden superponerse a los recuerdos, y en ese caso el viaje temporal habrá concluido en este puerto llamado Donde el mar termina.Pero el mar no se termina, sino que con diversos nombres cubre la mayor parte de este planeta, descrito como azul precisamente a causa del mar, en el que van a dar los ríos, y en donde acaba la tierra. La tierra sí termina, a la orilla del mar, no el mar, que se extiende inabarcable. Si González Luna considera haber llegado a Donde el mar termina, podemos entender que es él quien ha concluido el viaje temporal.

   Por el momento ha cubierto una etapa, en la que sus recuerdos le facilitaban también el encuentro con otras personas que representaron algo en su biografía, por su presencia o por su ausencia. Esta aventura literaria incluye a otros personajes, igualmente perdidos en el tiempo, como una muchacha vista en diversos lugares e instantes, a la que desea encontrar en el poema para fijarla en su memoria, según cuenta en “Tu rastro”, como un coleccionista de momentos fugaces:

Alguna vez fui tras ti en la plaza,

durante las fiestas, pero te perdí entre la gente.

Desde entonces, sólo escribo para dibujar

un mapa de ti en el silencio. (P. 33.)

   La poesía es, pues, un medio de comunicación silencioso con la muchacha desaparecida en la realidad, aunque presente en la memoria. Tanto que se permite la licencia de dialogar con ella, como si lo hubiera hecho en aquella ocasión lejana. Perdió la oportunidad de intentarlo, aunque le queda la posibilidad de revivir la escena mediante la palabra. Aquella muchacha se perdió entre la gente, pero continúa su presencia dibujada por intervención  de las palabras. Seguirla en la plaza resultó inútil, puesto que desapareció, en tanto recordarla en el poema facilita su permanencia. Son palabras silenciosas, que agotan los medios de comunicación facilitados por la escritura. Es indiferente que ella no se entere nunca de que fue seguida.

Motivos para hablar

   He aquí la utilidad de la poesía para González Luna: hacer permanente lo efímero, e incluso lo inexistente. La poesía facilita una comunicación hasta con lo incomunicable. Así se explica en el poema “Indagación sobre lo sólido”, relato de una conversación con alguna muchacha curiosa por saber, pero descontenta con las explicaciones, entretenida con lo imaginario, que para ella tiene más solidez que la realidad material:

“No”, volvió a decir, y entonces yo le

pregunté si hablaba de nosotros, o si era otro

el propósito que arrastraban sus palabras. Ella no

dijo nada. Pasó un largo rato –contemplábamos el mar,

la noche, el óleo de la noche, las lámparas del

parque; aquel rumor de olas en

las venas--,

pero

no dijo nada.

Así que decidí cambiar de tema. (Pp. 16 s.)

   El gran tema recurrente es el mar, el concitador de la conversación. No lo es tanto porque lo esté contemplando, como por la circunstancia de coincidir con la muchacha en la simultaneidad de llevar los dos el rumor de las olas en las venas. Eso es lo que les une, y desde esa perspectiva lo que está en condiciones de facilitar el diálogo, es la conexión de dos opiniones contradictorias. Ya hemos comprobado que Gonzáles Luna reúne en el mar todos los sentimientos y sensaciones que jalonaron su vida, y es de suponer que lo mismo suceda en la historia de la muchacha. Dialogarán sobre el mar y se pondrán de acuerdo, o discreparán, da lo mismo, porque lo destacable es el dato de conseguir un tema para conversar.

   Por eso anima a una muchacha (ignoramos si se trata de la misma o de otra, pero la duda carece de interés aquí) a hablar, porque las palabras contienen el tiempo, y en el tiempo se concentra la biografía de una persona. Es el motivo animador del segundo poema en la serie “Breve historia del polvo”, análisis de unas ruinas intemporales, sobre las que invita a la joven:

   Habla: en tu boca sobrevive un enjambre de terrones desechos. Es un enigma lo que en tu voz esconde la arena. (P. 43.)

   El diálogo hace aflorar los recuerdos del pasado, y convida a formalizar un viaje compartido. A la orilla del mar las olas empujan las vivencias superadas e incluso olvidadas, que así se recuperan, como si el tiempo estuviera presentificado. El poeta recobra su conciencia, y procura que la muchacha haga lo mismo, porque en las palabras se configura la realidad posible de compartir. El tema permanente señala el itinerario a seguir por medio de las palabras, en las que sobreviven los recuerdos como “terrones desechos”, revelados al fin por necesidad con todas sus posibilidades abiertas. El mar es el tercero, facilitador de la conversación.

Palabra y poema

   Con las palabras se componen los poemas, de modo que garantizan su seguridad. Sin embargo, González Luna se muestra inseguro a la hora de considerar las posibilidades de su permanencia en el espacio, por más que se refugien en el tiempo. La arena que esconde tantas cosas en la voz de una muchacha, no sirve para escribir el poema, aunque posea los elementos en principio necesarios para concluir la acción creadora. Las palabras dan forma al poema, aunque no todas son igualmente válidas para realizar la tarea. Lo esencial es que su unión resulte provechosa para el fin propuesto.

   En el primer poema de los que componen la “Breve historia del polvo”, carente de algunos signos de puntuación, se describe el derrumbamiento de un edificio poético. Fue levantado con las palabras de la arena, verdaderos cimientos capaces de alzarlo, pero no de mantenerlo en pie:

Escribo

Levanto

un poema frente al mar

como si fuera una casa:

se viene

   abajo

En las palabras,

lo que queda:

estela de ti, despojo de mí,

ruina de tanto (P. 18.)

   El final de la casa frente al mar devuelve las palabras a la arena, en donde las habíamos encontrado antes. En esas palabras siguen presentes caracteres determinantes del poeta y de otra persona inconcreta, señalada solamente por un “ti” inútil para identificarla, seguramente una muchacha de las que se esconden en el libro. De ella continúa la estela, carente de forma y en consecuencia de valor testimonial, y de él un despojo, igualmente sin interés. Esto significa que las palabras, constructoras del poema, adquieren más importancia que el mismo poema. Las pilastras han quedado ocultas por el polvo o por la arena.

   De modo que el poeta precisa conocer el método de argamasarlas para que sustenten el edificio con fijeza. No es factible un poema sin palabras, salvo en algunos experimentos llevados a cabo en el período de las vanguardias al comienzo del siglo XX, y en cambio no hace falta explicar que las palabras son valiosas por sí mismas, sin que requieran formar parte de un poema para considerarlas útiles. Por este motivo González Luna valora más las palabras que los poemas, y establece con ellas un compromiso estético, al que sabe sacar un buen partido. Con ellas se siente capacitado para llenar el mar, que así se manifiesta en su complejidad comunicativa.

Fuera del poema

   Prueba de ello son unos poemas descriptivos, muy interesantes, fundados en las palabras ajenas al poema. Por supuesto, esas palabras conforman el poema, pero el autor las deja fuera, para señalar la diferencia entre la palabra y el poema. Todos los objetos poseen un nombre conocido en el idioma, porque una palabra los delimita, pero son innecesarios para solidificar un poema. Veámoslo al leer el comienzo y el final de “Atardecer en la costa”, situado como de costumbre a orillas del mar:

Se pone el sol.

Escribo un poema. En el

poema escribo lo que veo:

…………………………………………

Escribo.

Fuera del poema corre el viento.

Y oscurece. El humo de las fábricas sube.

Santo Domingo se enciende como

una lámpara vieja. (P. 14.)

   “Fuera del poema” transcurre la vida comunal como siempre, no se relacionan el texto y su motivación. Se trata de un poema realista, porque el autor describe lo que ve: el momento del día, el ambiente, cuanto le rodea. Las cosas lo son porque existen en la realidad, y no precisan integrarse en el poema por medio de las palabras para alcanzar su sentido. El poema alcanza su verdad al margen del ambiente en el que se coloca el autor. Sabemos que el poeta se halla presente, porque se da a conocer al inicio con una señal inequívoca: “Escribo un poema”, y seis versos después repite que está escribiendo, y de nuevo lo dice otros seis versos más abajo. No cabe duda de que desea hacerse notar como elemento preciso en el texto.

   Esa insistencia en darse a conocer ante el lector permitiría suponer que pretende completar un poema subjetivista, en el que manifieste sus sentimientos, pero no es así. La figura del poeta es accesoria: el poema transcribe al papel lo que se halla “Fuera del poema”. El mar incesante no moja al autor, y ese espectáculo tercermundista de las fábricas humeantes en Santo Domingo se configura desligado del poema, no se relaciona con él.

   No obstante, el poema describe ese panorama porque lo precisa para ser poema. Si no contara lo que existe no existiría el poema. Lo que ocurre es que a González Luna le importa sobre todo basarse en las palabras para componer un poema autónomo, con cosas incluidas, sin autor que las conecte. El poema está fundado precisamente “Fuera del poema”, en donde el poeta es superfluo. Así se alcanza la originalidad en este sistema escriturístico tan personal, basado en un canon único muy bien aplicado.

Motivos para escribir

   Y pese a ello el poeta se coloca en la primera línea del escrito. El mundo existe “Fuera del poema”, pero el poema precisa de un escritor que lo relate. Es muy galante decir como Bécquer a una muchacha “Poesía eres tú”,  o que siempre habrá poesía aunque no haya poetas, pero absolutamente falso, porque la consistencia de la poesía radica en el poema. No hay poesía sin un poema que la contenga y sin un poeta que la escriba. Es lo que opina razonadamente González Luna, por ejemplo en “Un borrador de poema”, muy interesante para el entendimiento de esta poética, pero demasiado extenso para copiarlo en su integridad aquí; estos fragmentos servirán como resumen de su contenido integral, muy profundo:

Estoy sentado frente al mar, en el parque.

Veo el mar romper y luego recogerse. Pienso.

………………………………………………..

Después saco un papel y empiezo a garabatear

un poema. “Hoy es lunes”, escribo,

………………………………………………..

¿Qué es lo que quiero decir realmente?,

me pregunto una vez más, pero aún no sé la respuesta.

Entonces miro alrededor y noto que la brisa

sacude las palmeras y que el parque se ha quedado vacío.

Después vuelvo a mirar el papel y me quedo así otro

rato, sin escribir nada más, dándole vueltas

a este borrador de poema. (Pp. 21 s.)

   Es el mismo concepto expuesto en el poema antes citado. El poeta observa alrededor suyo, en primer término el mar inabarcable, y medita sobre ello. El mar es una fuente de inspiración continuada para los poetas de todas las épocas y de todos los lugares. Pero se encuentran más objetos a su contemplación, tantos que siente la inspiración para componer un poema, y lo empieza, sin saber lo que quiere decir. Están los objetos fuera del poema, por lo que se apresta a encontrar el método para introducirlos en él.

   Las palabras definen las cosas, aunque no son las cosas, hay que dominarlas para construir un poema, a semejanza del trabajo para edificar una casa. Ha comenzado un poema sin saber lo que pretendía contar. La motivación le ha venido de la observación del paisaje, se le ha impuesto con la urgencia de comunicar sus observaciones, aunque lo cierto es que ignora lo que quiere decir realmente. Es la independencia de las palabras, una vez más confirmada. El poema no coincide con lo que está fuera de él, y su constatación paraliza la escritura. Llega a la conclusión de no ser capaz de terminar el poema, y lo abandona como un borrador.

El mar en el poema

   La insistencia de González Luna en alcanzar la comprensión del relato lírico materializa Donde el mar termina, como una indagación acerca de lo que excita a la inspiración para actuar, con ese nombre o con cualquier otro que se le quiera aplicar. El papel del mar en el poemario es de protagonista, por lo que juega con el valor del poema y de las palabras. La condición de isleño que afecta al poeta redimensiona su escritura, que pretende ser abierta como el mismo mar, para encerrarla en el molde limitado del poema, lo que sin duda es un trabajo contradictorio.

   El tercer fragmento del “Estudio preparatorio para un poema de la isla” refiere ese protagonismo marítimo en una letanía de advocaciones, en las que se introducen algunas de las cuestiones que acabamos de ver, como si se tratase de un compendio de las posibilidades interpretativas del mar. Carece de signos de puntuación y de letras mayúsculas, como una vuelta a aquellas innovaciones introducidas por los movimientos de vanguardia hace ya un siglo:

escribir el mar

traducir el mar

contener el mar en las palabras

escuchar en el mar una pregunta

…………………………………

sentarse en la orilla

ante el barranco

y levantar con palabras

una casa (Pp. 59 s.)

   Una tarea inconmensurable, solamente posible en la poesía, como arte de reproducir lo imposible. Es lógico que González Luna la haya intentado, por su condición de isleño amigo del mar y conocedor de sus secretos. Esa comunión le animó a “escribir el mar”, no sobre el mar, sino meterlo en su escritura después de traducir a palabras castellanas sus sonidos. A fin de cuentas, mar es una palabra, y con las palabras se configuran los poemas, como si se edificara una casa. Claro que ya vimos antes su confesión, respecto al poema que se le había hundido como una casa mal edificada. No importa: solamente hay que repetir la intentona, hasta que un edificio se sostenga frente al tiempo. Todo consiste en acertar con las palabras utilizadas como cimientos y como ladrillos, saber elegir las contundentes y rechazar las volubles. Todas las palabras son igualmente válidas.

Un poeta dominicano

   A juzgar por lo que leemos en este poemario, los poetas de la República Dominicana son contemplativos del mar, de modo que González Luna se comporta como cualquiera de sus paisanos. La atracción del mar es tan poderosa que no aciertan a librarse de ella. Aunque haya exageración en el poema “Aullido tercermundista”, forzosamente ha de tener un fondo de realidad, cuado sus dos primeras partes empiezan afirmando que “Los poetas de la isla nos pasamos las tardes sentados frente al mar”, y la cuarta finaliza con estas declaraciones complementarias:

Toda la tarde sentados sobre las rocas junto al mar,

como si se tratara de un puerto, y nosotros listos para zarpar

en cualquier momento, aunque el rumbo de nuestros viajes

nunca es otro que el que trazan las palabras.

Así se nos va la vida. (Pp. 47 ss.)

   Parece que la afición de González Luna por el mar está generalizada también entre los poetas dominicanos, atraídos por el mar incitador del viaje. Y coinciden en verificarlo mediante las palabras, que ya hemos visto cuánta resonancia adquieren en sus poemas como arquitectas de la casa—poema junto a los elementos externos al poema. Esa experiencia contemplativa se convierte en el fundamento de la obra lírica.

  En el caso de González Luna, es indudable que la circunstancia de haber nacido en una isla y haberse criado a la orilla del mar imprime carácter a su escritura. Tendríamos que elaborar un tratado de estética marina para penetrar en el sentido de esta poética, lo         que ahora no es posible. Sí hemos de estar atentos a su evolución, ahora que el poeta ha perdido su condición de isleño muy alejado del mar.

Interiorizar el mar

   No obstante, puede que el viaje efectivamente realizado hasta una tierra muy adentro no varíe su inspiración. El ejemplo tal vez continúe siendo el mar, imperecedero, renovado incesantemente, un tópico recurrente para los poetas. Se le ha poetizado en todas las lenguas, y por lo general con éxito. Para escribirlo es forzoso identificarse con él, hasta el punto de interiorizarlo. La contemplación a que lo sometió Alejandro González Luna cuando era su vecino forzoso en la isla, le permite seguir sintiéndolo en su exilio tierra adentro. Su mar ha viajado con él. Así lo explica en la cuarta parte de “Mecánica del mar”, un cuento más que un poema en prosa. En él relata una meditación experimentada en un bar, al ver una marina colgada en la pared, que le hizo recordar otra marina vista en la sala de espera de un hospital en el que agonizaba su abuelo:

   Entonces me dije algo así como que el mar era el único lugar donde siempre me había sentido en casa. Me dije: “Algunos llevan consigo al migrar especias o semillas como recuerdo de sus tierras; yo, en cambio, llevo el mar dentro de mí para no olvidar de dónde vine.” Era evidente que ya estaba borracho. (P. 71.)

Aunque estuviese borracho, sabía que se había llevado de Santo Domingo en su interior el mar contemplado desde su niñez, como un compañero de viaje inevitable. En Madrid no es un desterrado, sino un desmarado, que debe mirar dentro de sí mismo para volver a encontrarse con el mar que le enseñó a escribir poesía. En este sentido puede interpretarse el título del poemario, Donde el mar termina, como el reconocimiento de que su mar está dentro de él, y en consecuencia ahí ha terminado el acceder incansablemente a las costas para huir de ellas. Este mar interior es personal, se lo lleva Alejandro González Luna adonde va, forma parte de su espíritu.     
   Sigamos con atención su trayectoria inmediata, para comprobar si ha terminado el mar de incitarle a escribir ahora que no lo contempla, o le excita desde su interior a materializarlo. Examinaremos si sus palabras pierden el olor al salitre, y se fijan en otros elementos ajenos. Este proceso parte de una constatación segura: Donde el mar termina realiza una doma de las palabras con fijeza para edificar una serie de poemas con un solo argumento aglutinador del conjunto. Buena experiencia.


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