1916: conjunción Picasso—Ramón en París

Arturo del Villar

HACE un siglo del encuentro entre los dos artistas españoles más innovadores: Pablo Ruiz Picasso en las artes plásticas y Ramón Gómez de la Serna en las literarias. No es que de esa conjunción brotase ningún concepto nuevo sobre la estética, ni se creara un estilo integrador de las dos artes, porque ambos creadores ya ocupaban los centros neurálgicos de la auténtica revolución cultural llevada a cabo en los comienzos del siglo XX. La memoria de ese encuentro sirve para evocar el trabajo de dos obreros incansables de las artes, cada uno a su manera, coincidente en algunos aspectos rupturistas con la incómoda tradición heredada. Los dos amaban la libertad creadora sobre todas las cosas.
Si para explicar sus innovaciones afirmó Picasso: “Yo no busco, encuentro”, para definir las suyas podía confesar Ramón: “Yo no encuentro, invento”, que son dos opciones para colocar sus manifestaciones estéticas en el mundo. Uno con los pinceles, el otro con la pluma, revolucionaron el entendimiento de las artes, que a partir de ellos dos entraron en una dimensión desconocida. Encabezaron la vanguardia estética, aplicándole la realidad de su sinceridad para componer unos objetos singulares con su propia personalidad. Los dos tuvieron imitadores, pero ninguno consiguió reproducir su estilo, porque les faltaba precisamente esa sinceridad con la que ellos acotaban el espacio y medían el tiempo.
Si no hubieran existido, la historia de las artes en el siglo XX sería distinta de la que conocemos. Ignoramos cómo, puesto que actuaron en su papel de protagonistas, aunque es seguro que no se parecería a la recordada en los tratados que la resumen. Fueron los líderes reconocidos de la total innovación estética, mantenida después por los mejores artistas plásticos y literarios. En el principio fue su luz la que señaló la senda; después bastó con seguirla para convertir al caduco siglo XX en el siglo I del ideal creador.

París, Madrid, el mundo

Con la intención de encontrar su estilo Picasso tuvo que instalarse en París, y en una humilde casucha conocida como Bateau Lavoir montar su estudio, con cuatro trastos viejos por mobiliario. No necesitaba más, porque su genio suplía las ausencias de comodidades. Se dijo que el Bateau Lavoir era la Acrópolis del arte nuevo, pero ya no podemos acudir a reverenciarlo, porque la incuria de los dirigentes de la cultura oficial francesa permitió su destrucción. Pronto se convirtió en centro de la vida intelectual parisiense, casa central del grupo llamado Picasso y sus amigos

Es que la personalidad del malagueño universal sobresalía sobre todas las demás. Aunque los amigos eran todos artistas excepcionales, quedaban en penumbra al lado del astro mayor, de modo que enseguida en los círculos culturales parisienses se hablaba de Picasso y sus amigos. En el Bateau Lavoir nació el cubismo en 1907, con el histórico retrato en tres dimensiones de Les Demoiselles d’Avignon, unas prostitutas que se mostraban descaradamente ante los visitantes, incitándoles a contemplarlas como arquetipos del arte nuevo, y no como vulgares mujeres en espera de clientes. Después Picasso siguió encontrando motivos para enterrar las teorías estéticas derivadas de los griegos clásicos, en un sepulcro perdido en la eternidad.
Ramón hizo un primer viaje a París en agosto de 1910, y lo único que le interesó entonces fue la exposición de los independientes montada en un barracón humilde, que iluminaba la llamada Ciudad Luz con el brillo de lo insólito nunca visto. Sin embargo, se sabía aclimatado en su Madrid natal, en donde inventaba escenas del Rastro y del circo, trabajando en un despacho que parecía un museo de la imaginación. Quiso ser conocido solamente con su nombre de pila, sin necesidad de utilizar el apellido rimbombante, lo que implicaba ofrecer confianza al lector.
En 1912 montó su centro irradiador de las tendencias artísticas rompedoras del pasado en un lugar de aspecto sórdido, el Antiguo Café y Botillería de Pombo, rebautizado por él como la sagrada cripta del arte nuevo. En sus tertulias participaron artistas internacionales de paso por Madrid, pero ya no podemos acudir a visitarlo, porque la indigencia intelectual de nuestras autoridades culturales permitió su destrucción en 1942, en circunstancias pésimas para las artes y para todo lo demás.
Por fortuna se salvaron los dos libros de Ramón sobre Pombo, publicados en 1918 y 1924, que siguen reeditándose; el cuadro pintado en 1920 por Solana, hoy en el Centro de Arte llamado Reina Sofía, y la mesa central de las tertulias, conservada en el Museo Nacional del Romanticismo. También sobrevive el espíritu innovador de aquel reducido grupo de intelectuales caprichosos, interesados en el retrógrado Madrid de la época por los movimientos vanguardistas europeos, sin temor a las burlas no solamente del público, sino especialmente de los críticos oficiales.

Los pintores íntegros

El madrileñísimo Ramón se propuso revolucionar la vida intelectual de la Villa y Corte, para situarla al nivel de París. En la publicación que dirigió y escribió, Prometeo. Revista Social y Literaria, creada en noviembre de 1908 gracias al apoyo económico de su padre, hasta que en 1912 lo perdió, además de dar a conocer sus propias innovaciones, tradujo manifiestos vanguardistas explicativos del nuevo orden, o tal vez desorden aplicado a los cánones tradicionales para actualizarlos.
No limitó su actividad apostólica a la escritura, sino que la complementó con otras actuaciones, como la organización de conferencias y exposiciones. Merece un recuerdo aparte la exposición de los llamados pintores íntegros, celebrada en Madrid ante el pasmo de unos y la indignación de otros. La recuerda un folleto con este largo título en la portada: Los pintores íntegros. Catálogo invitación para la exposición que se celebrará en el Salón Arte Moderno, calle del Carmen, 13, desde el día 5 al 15 del actual mes de Marzo, de siete a ocho el día de la inauguración y de seis a ocho los demás días. Pese a ser tan largo no indica el año, que fue 1915.
Es un folleto de ocho páginas más las cuatro de cubierta, que contiene en las seis primeras el escrito de Ramón titulado como la exposición, y en las dos finales el catálogo. Naturalmente, Ramón comenzó sus explicaciones para hacer comprensibles las obras a los espectadores, proponiendo un elogio de la libertad creadora del artista:

He aquí la libertad y la ternura inagotables. No he visto hogar más lleno de pasión y de amenidad que el hogar de estos artistas. Yo no me he sentido nunca más trémulo de esperanza, más en juegos con la esperanza, hasta llegar a cogerla por los senos, que viéndolos trabajar, pensar, mirar las cosas, asumiéndolo todo en su realidad compensadora.
Porque han visto en mí ese entusiasmo alborozado, y porque soy su compañero delirante, tan embriagado como ellos del tacto directo, me han llamado para que prologue su exposición, dándome parte en su exquisita y extraordinaria hilaridad. Mis greguerías, sobre todo, tienen la discreción ruda y bastante de sus cosas, de eso que llaman naturaleza muerta y de lo otro.

En la galería se expusieron cuadros de María Blanchard y de Diego Rivera, junto a esculturas de Lipchitz y caricaturas de Luis Bagaría. El día de la inauguración estuvieron cubiertas todas las obras, mientras Ramón pronunciaba unas palabras divulgadoras sobre el nuevo arte. En su autobiografía, titulada Automoribundia, relató los sucesos de aquella tarde, terminados en un escándalo muy sonoro, con mayoría de detractores. Fue necesario sujetar a Rivera para impedir que atacase a los que llama filisteos con su grueso bastón, y corriera la sangre (Madrid, Guadarrama, 1974, p. 295).
La crítica oficial, como es lógico, se burló de la exposición. Una muestra puede verse en el libro del crítico más reputado entonces, José Francés: El año artístico 1915, Madrid, Mundo Latino, 1916, pp. 51 ss. Este acontecimiento madrileño puede considerarse un anticipo de las sesiones organizadas poco después en París por los dadaístas primero y los superrealistas a continuación, un vehículo agresivo para que los artistas se burlasen del público que se burlaba de ellos, y a menudo terminaban con violencia. Se adelantó Ramón, en su vano intento por colocar a Madrid en la vanguardia de la vanguardia artística europea. Mentar la libertad, aunque sea creadora, al pueblo que grita “¡Vivan las caenas!” por el absolutismo, es un error.

Citas en París y en Madrid

Así que Ramón sintió la necesidad de volver a desahogarse en París de la incomprensión española, y se marchó en 1916, en plena guerra europea, cuando muchos artistas abandonaban París para refugiarse en España precavidamente, porque los alemanes no son de fiar. En su libro Ismos, editado en Madrid por Biblioteca Nueva en 1931, dedicó un capítulo al “Picassismo”, de 64 páginas con ilustraciones, llenas de ingenio y comprensión. Es curioso el retrato físico del pintor que trazó con rasgos greguerianos:

En 1916 vive en un pequeño hotel de la rue Víctor Hugo, donde voy a visitarle. Es cuando me encaro por primera vez con su figura, y por eso he dejado para este momento su descripción personal.
Picasso tiene tipo de se mecánico que está pronto, a la puerta del taller, para hacer el milagro de la compostura, de la pieza nueva, de la charnela que haga andar de nuevo el coche; […]
Automovilizó la pintura Picasso, la vio correr, presentarse, atropellar, volver en panne a su chamizo para, después de haber arreglado su avería de siglos, encararse de las nuevas catástrofes. (Ed. cit, pp. 85 s.)

Una crítica de arte original, según cabía esperar, muy acertada en los conceptos, porque veía más allá de la realidad el sentimiento de las personas y el sentido de las cosas. Entre los miles de ensayos dedicados a Picasso, es seguro que no se encuentra un entendimiento tan íntimo de su estética como el expuesto por Ramón.
Al año siguiente volvieron a encontrarse en Madrid, adonde vino Picasso siguiendo a la bailarina rusa Olga Kohklova, figura destacada de los ballets rusos, con la que acabaría casándose infelizmente. Llegaron para asistir al estreno de Parade, con decorados picassianos, y Ramón quiso aprovechar aquella gran oportunidad para organizar un homenaje en la sagrada cripta de Pombo al pintor español más internacional del momento. Creyó ingenuamente que su entusiasmo era compartido por los demás artistas.
En Ismos relató la decepcionante experiencia en las páginas 93 y siguiente. Le costó mucho encontrar un número ni siquiera discreto de invitados, porque los artistas a los que se dirigía le preguntaban quién era aquel Picasso y rechazaban asistir al acto. Pero Ramón no se amilanó por ello, conocedor del carpetovetonismo incrustado en los genes estéticos de los españoles. Acudió a quienes consideraba que tenían motivos para concelebrar ese homenaje al artista español más famoso porque lo creía justo, y escuchó los desplantes y los sarcasmos con paciencia. En Ismos recordó lo principal de aquella noche española cerrada para el español más universal:

Brindé al final por Picasso, aprovechando para emoción de todos aquel contraste del triunfador del mundo en la caverna española de Pombo, único sitio de resguardo de lo nuevo en aquel año.
Picasso habló después, emocionado, en su español de siempre, como si fuese el emigrante de la gloria que, indiano afortunado en el más extranjero de los países que es el de la gloria, volviese a la casucha de su aldea.

El pintor más cotizado internacionalmente, que empezaba a ser catalogado como el primer genio creador de su tiempo, regresaba por unas horas a su patria y solamente encontraba un grupito de adeptos reunidos en un local cochambroso, cuando se le debía un banquete multitudinario en el Ritz, con asistencia de ministros y académicos. Por fortuna Ramón no escarmentó con el desaire, sino que continuó propagando la vanguardia con una tenacidad de misionero estético en tierra de infieles, dispuesto a cualquier sacrificio para enseñarles la verdad tal como él la entendía.

Coincidencias estilísticas

Se ha relacionado el arte creativo de Picasso con el de Ramón. Existe un parentesco de intenciones indudable, aunque su respectiva expresión estética se canalizase por métodos diferentes. En los dos se aprecia un afán semejante por la invención de la realidad, a la que llegaron distorsionando el mundo real a veces casi hasta la caricatura.
No se concretaron a un género, sino que se desparramaron por varios, a los que hicieron modificar sus estructuras clásicas para personalizarlos. La naturaleza y la realidad dejaron de ser modelos a reproducir, para modificarlas en la imaginación y recrearlas en el objeto estético original. La pretensión de Picasso consistió inicialmente en introducir en la pintura la tercera dimensión, para equiparla a la escultura, y así encontró el cubismo. Por su parte Ramón deshizo los moldes de la novela y del teatro, supeditando la trama argumental a la única apoyatura de la palabra gustosa, con lo que dio lugar así a una literatura lírica insólita, integradora de diversos géneros hasta entonces diferenciados.
Los dos han tenido legiones de imitadores, pero sus obras son reconocidas inmediatamente, por la marca de la genialidad, y las de sus copiadores también, por lo contrario. La herencia del cubismo y la de la greguería continúan dilapidándose todavía, sin conseguir alcanzar el tono impuesto por sus inventores. La responsabilidad atañe al inventor solamente.

Picassismo y ramonismo

Ambos aceptaron compartir con otros sus innovaciones. En torno de Les Demoiselles d’Avignon se movía el conocido como círculo de Picasso, integrado por pintores, escultores, críticos y escritores. Sin discusiones el jefe del grupo era Picasso, pero aceptaba alternar con todos los demás sus hallazgos, y los sometía al debate común. En cierto modo el cubismo empezó siendo una secta, en la que colaboraron cuantos aceptaban pertenecer a ella, con el fin de darle un sentido propio. Nunca se propusieron integrar una escuela, sino que surgió espontáneamente para propagarse en una variedad de tendencias. El picassismo se dispersó enseguida fuera del Bateau Lavoir, porque aportaba una manera de concebir la realidad cotidiana desde la realidad interior de cada artista. En París se desenfocó la perspectiva, para liberarla de su monotonía repetitiva, gracias al nuevo horizonte encontrado por Picasso, y desde allí se irradió al mundo entero.
En Madrid la tertulia de Pombo servía para intercambiar noticias acerca de las trascendencia de la vida experimentada desde la literatura, y para hacer juegos de ingenio colectivos, También se reunían allí pintores, escultores, críticos y escritores, que solían proponerse un tema para dialogar, haciendo gala de su inventiva más original. Eran bien recibidos los tipos estrafalarios, invitados por los pombianos habituales para añadir una nota divertida con sus salidas de tono. Por supuesto, el director era Ramón, el inventor del ramonismo, un estilo particular, sobre el que advirtió al comienzo de su ensayo sobre los Ismos esta explicación:

Lo que yo llamo “Ramonismo”, anduvo cruzando sus fuegos con todos los atisbos, y en España mantuvo siempre la posición impar en mi tugurio de imparidades; pero he dejado fuera ese capítulo por verdadera modestia y porque en mi amplia autobiografía, que publicará la editorial “La Nave”, irá mi estética y mi persona en conjunto de minucias pintorescas que harán perdonar esa tiesa vanidad que pudiera haber en el recuento de las propias hazañas.

También es original esa exposición de falsísima modestia. Pero seguramente estuvo acertado el historiador Melchor Fernández Almagro, al titular “La generación unipersonal de Gómez de la Serna” un comentario crítico, en el número 362 de la revista madrileña España, fechado el 24 de marzo de 1923, páginas 10 y siguiente.
Sin embargo, no debe suponerse que Picasso y Ramón fueron comprendidos y jaleados en sus innovaciones. Cierto que estuvieron arropados por esos círculos descritos ya, pero también que padecieron indiferencias e incluso insultos. No se inquietaron por las opiniones adversas, convencidos de la necesidad de reaccionar contra el pasado, por el solo hecho de estar pasado. El problema del tiempo es que se avieja a sí mismo continuamente.
Al ser inventores de métodos para crear las artes de su tiempo, tuvieron que sufrir la incomprensión de los reaccionarios a su credo estético. Unos reaccionaban contra el pasado por considerarlo caduco, y otros contra el presente por suponerlo desquiciado en su representación. Por fortuna, la diversidad de opiniones incita a continuar trabajando para aclimatar la idea preferida, cuando se confía en ella. Advirtieron que el siglo XX inauguraba una era histórica, y por lo mismo necesitaba revolucionar todas las creencias anteriores, para demostrarlo ante los historiadores del futuro. Tuvieron razón al inventarlo, y todavía nos beneficiamos de su descubrimiento.

 

 

 

 


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