El Rastro, Madrid, Editorial Espasa Calpe, 1998.  

El Rastro de Ramón Gómez de la Serna

Mª Ascensión Fernández Pozuelo

 

El Rastro de hoy ha perdido la identidad que tenía cuando Ramón escribió su primer libro en 1914.

            Ramón conocía Madrid como muy pocos, le encantaba pasear, recorrer los lugares y callejuelas más recónditos y uno de sus sitios de esparcimiento preferido era el Rastro que, como transeúnte solitario y comprador desde años antes de escribir el libro, había observado el ambiente que originaba la gente que lo poblaba. Afirmaba en el Prólogo del libro la significación que este lugar suponía para él: «El Rastro no es un lugar simbólico ni es un simple rincón local, es ese sitio ameno y dramático, irrisible y grave que hay en los suburbios de toda ciudad. Es sobre todo, más que un lugar de cosas, un lugar de imágenes y de asociaciones de ideas sensibles,sufridas, tiernas interiores, que, para no traicionarse, tan pronto como se forman se deforman en blancas, transparentes, aéreas y volanderas ironías.»

            Hay distintos apartados en los que nos muestra sus sensaciones.

Las gentes

            En este apartado, Ramón retrata el amargo ambiente y características de los vendedores y de sus familias, observaba confuso la individualidad que mantenía toda esa muchedumbre que sólo coincidía en la gravedad y dramatismo de sus rostros con gestos raros y aviesos. Los hombres descansaban plácidamente y en vez de comerciantes parecían buenos vividores que jugaban a los naipes mientras bebían sin preocupación, gozando de absoluta libertad. Abrían sus puestos sin horario, los abandonaban cuando querían y sólo aparecían después de ser invocados a grandes gritos por los compradores o por los dueños de sus puestos adyacentes.

                          Las mujeres eran, en general, desagradables independientemente de su edad. En las viejas del Rastro, Ramón veía una diferencia de estatus. Las ricas, que poseían los mejores puestos, eran recias, sonrosadas y tenían abundante calderilla en sus bolsillos; las pobres eran flacas, macabras con rostros angulosos y ojos sin pestañas, «acabadas como escobas viejas» por su lóbrego pasado que intentaban sobrevivir con su puesto. Las mujeres maduras tenían rostros hostiles con un carácter abominable y las jóvenes, con cuerpos exuberantes, alardeaban ante los piropos vulgares sintiendo el orgullo que despertaban en sus familias. Tenían una actitud soberbia y una malicia que les hacía disfrutar exasperando a los hombres.

                          Los numerosos niños que pululaban por el Rastro le producían a Ramón una sensación inquietante, nacidos en un ambiente nefasto, eran un reflejo de lo que veían acentuado por su vitalidad y falta de control.

              La arribada de todo.

                           Ramón presenciaba la llegada de las mercancías en carros atestados tirados por mulas, que eran vaciados en el centro del Rastro ente la mirada siniestra de los capitanes de los puestos. Se abalanzaban para poder conseguir lo que consideraban más valioso  mientras que el dueño de la mercancía les observaba satisfecho y regateaba cruelmente cuando se hacían los lotes. Era el triunfador en este barullo. 

                          También llegaban al Rastro otros objetos de manera discreta llevados por personas anónimas que necesitaban dinero. Ramón se apiadaba de ellas cuando observaba la actitud despreciativa de los compradores que jugaban con sus sentimientos y tasaban a precios muy bajos lo que llevaban, sabiendo de antemano que sería lo más valioso de sus puestos.

              Vendedores

                          Entre los vendedores, Ramón identificaba tipos de toda clase como «El viejo de los relojes» que dormía la siesta en el fondo de su puesto rodeado de relojes de todo tipo; una vieja y dos hombres de aspecto lamentable en su puesto de «Calzado viejo» donde deshacían y quemaban zapatos rotos; «El hombre más cínico» que sólo llamaba a los transeúntes respetables despreciando a los pobres y a los chicos que se acercaban a su puesto y a quien consideraba el más cruel de todos los traperos por timar a las pobres e ingenuas gentes que acudían a vender algo consiguiendo además que sus víctimas le pidieran perdón por dudar de él.

            Ramón no ignora a «Los transeúntes» que solían pasar inadvertidos. Observaba a indigentes abstraídos que caminaban con lentitud; a trabajadores apresurados que iban o volvían de su trabajo; a avaros que no compraban nada; a viudas demacradas, a matrimonios pobres que buscaban cosas cotidianas muy baratas para su hogar; a viejas de sombreros antiguos que buscaban abalorios; a jóvenes petimetres que lo miraban todo con superfluidad y a extranjeros curiosos incapaces de comprender y amar lo que veían. Ramón define como «Hombres anormales e inclasificables» a los anticuarios que desentonaban por su apariencia en el centro de Madrid y se sentían importantes en el Rastro porque sabían comprar lo que les interesaba para después venderlo en su tienda.     

            En su época, los mendigos se situaban en las encrucijadas del Rastro. Eran pobres solemnes, resignados, pacíficos, que parecían vivir del aire. Ramón destaca a dos ciegos, que eran idénticos a los antiguos mendigos de los más antiguos caminos, uno tenía una pobre flauta de caña y otro una campanilla atada al brazo. 

            Ramón observa cómo durante el invierno los vendedores del Rastro olvidaban sus rencillas y se agrupaban alrededor de piras de cosas, hablando de sucesos lejanos. Los niños también se divertían y evitaban que el fuego se apagase echando restos de cualquier cosa que encontraban esparcidos.

            Un personaje relevante del Rastro era Azorín a quien Ramón dedicó este libro y que comprendía y valoraba lo castizo de este lugar.

            Ramón hubiese deseado hacer dos cosas en el Rastro: plantar un ciprés obviando su relación con la muerte, pero no la consolación que representaría en este lugar y eliminar un alto poste de telégrafos que invadía con sus hilos el cielo libertario del Rastro.

            Cuando Ramón escribe la segunda edición, en mayo de 1931, comenta que ha añadido capítulos intermedios y unos paseos epilogales que contienen lo que ha observado durante los paseos que ha realizado durante esos diecisiete años. En estos paseos aparecen nuevos tipos como el chamarilero más decidido del Rastro que no hace más que vocear: «¡Vendo un horror! ¡Un verdadero horror! Le digo a usted que es un aborrecimiento vender tanto... Ayer cinco mil pesetas a la marquesa de Eloy, diez mil a la Valderillo, ochocientas al marqués viudo de Mondas, etc., etc…¡Le digo a usted que esto no lleva camino! ¡Estoy cansado de billetes de mil, difíciles de cambiar en todos lados!»

            Continúan los transformadores de zapatos partiéndolos con grandes hachazos y aparece el vendedor de plomadas esperando al nuevo edificador que prefiere la plomada experta, que no engaña porque «adquirió vieja relación con la fuerza de gravedad.»

            Ramóndestaca en algunos vendedores la honradez y amabilidad. Cuando los compradores no podían llevarse lo adquirido, enviaban a los mozos y la mercancía siempre llegaba a su destino aunque a veces tardasen meses. No había recibo que justificase la compra, con la palabra dada bastaba y se podía confiar del cambio cuando pagaban con un billete: «es el sitio que mejores vueltas dan, pues, aunque a veces dan duros negros, es que son duros que trascienden a calderilla, pero más verdaderos que ningunos.»

            El ambiente era desolador en invierno y bajaban ancianas de cualquier clase social a comprar braseros. Esa tristeza la compensaba la alegría de la taberna del xilofonista ubicada en la Ronda, donde todas las mañanas del domingo, el tabernero daba conciertos estrepitosos y melodiosos que acompañaban y animaban a los bebedores.

            Entre los objetos que Ramón va encontrando en su paseo hay algunos curiosos que nos trasladan a su época, como un baño de asiento, una butaca de cine, retratos de quienes posaron con los primeros automóviles llenos de orgullo y entredoses pesados con relieves dorados,  que representaban un amor jugando con Diana, y que el mozo de cuerda debía mostrar bajo la orden del vendedor para que pudiese ser visto y comprado.

            El Rastro era para Ramón su solaz: «Voy a llevar allí mis temporadas, muchas veces, cuando me comienzan a salir días malos, los días malos, y cuando me comienzan a salir días muy buenos, los días buenos.». Durante sus paseos descarga sus frustraciones y cuando regresa a su despacho se siente aliviado aunque no haya adquirido ningún objeto. Es significativa la pregunta que plantea en el paseoMMCCIV «¿Es el Rastro el que está en Madrid, o Madrid en el Rastro?»

                        En El Rastro como en todos los libros que escribió sobre Madrid,  Ramón Gómez de la Serna manifiesta su convicción: «El escritor es ―o debe ser― el testigo desinteresado de los tiempos, el que mal que bien deja constatación de una época.Él salvará el tiempo que han vivido los demás, sus citas, sus espectáculos, sus liturgias.»[1]

           


[1] Ramón Gómez de la Serna, Automoribundia, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1948. Capítulo XLVIII, p., 347.


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