FICCIÓN O REALIDAD

Se ha dicho que la obra autobiográfica tiene menos valor que la pura ficción, pues para construirla el escritor no ha de echar mano más que de su memoria. Lo anterior puede ser cierto, pero también lo es que en la vida de las personas se encuentra la mayor riqueza, y que tarde que temprano la ficción termina alimentándose de la realidad, imitándola o falseándola según sea el caso. Podemos decir, con plena seguridad, que no existe ficción, por muy pura que esta sea, que no indague en la vida propia de su autor, en la de otros, en el pasado, el presente o futuro de las personas. La novela histórica no es más que un pretexto para fantasear alrededor de unos hechos históricos. El novelista avezado acude con frecuencia a las fuentes que tiene a la mano, que son, por lo general, los relatos muchas veces insípidos y planos de los historiadores. También podemos decir que toda novela es histórica por excelencia. La que no lo es hoy mañana lo será. Ahora bien, la verosimilitud, ese atributo que debe poseer toda obra literaria -y más si se trata de ficción- encontrará un mejor terreno, una atmósfera más apropiada en hechos que hayan ocurrido en la vida real, aunque parezcan tremendamente ficticios. Es difícil que un hecho, por irreal que parezca, no haya acaecido entre las muchas posibilidades que depara el intríngulis de las relaciones humanas. Un profesor retaba a sus alumnos a que plantearan una situación amorosa que no se hubiera tratado ya en la vasta literatura de la humanidad. Y esto se extiende a todos los géneros. Así, la poesía, cuando es autobiográfica, transmite la idea de vivencia, aun cuando profundice también en aspectos intelectuales. Quien lea a Neruda tendrá el placer de recorrer el mundo que el poeta descubrió con sus ojos, esos largos viajes que lo llevaron por los mares del mundo y por las montañas y valles del continente americano, pero también asistirá a esa sensibilidad que despertaba en él la hoja de un árbol, una flor o una cebolla. Neruda decía que su poesía nacía más del contacto con la naturaleza que de los libros. Borges el poeta, sin embargo, es el recuerdo de Buenos Aires, de sus calles, sus barrios, sus cementerios, pero también es la memoria de sus abuelos militares y la biblioteca de su padre, la que no duda en calificar como el hecho más trascendental de su infancia. Esa biblioteca donde leyó el Quijote por primera vez en inglés, el mismo que después leyera en castellano y le pareciera una vulgar traducción. Los ensayos y muchos de los cuentos que hacen de la suya una obra inmortal provienen de esa biblioteca. Cuando estudia el sajón antiguo no es más que la reminiscencia que tiene de Northumbria, la tierra de sus antepasados ingleses. Entonces el poeta no es solo su vida, sino aquellas que la anteceden. Otro gran poeta de habla portuguesa es Fernando Pessoa, cuyas personalidades habitan su obra y hacen de él un ser plural por excelencia. El día en que redacta El guardador de rebaños, el poemario de Alberto Caeiro, lo hace de una sola sentada, como si alguien se lo dictara (lo mismo dirá Juan Rulfo de Pedro Páramo). No es otra cosa que la necesidad de exorcizar ese espíritu que lo había poseído y que iba a marcar con su sello hedónico, primitivo y místico su obra. Hay autores que acercan la poesía de Pessoa a la filosofía. El libro del desasosiego es un tratado de la inutilidad de la vida, un canto al pesimismo, de una belleza luminosa. Cada heterónimo tiene su estilo, su propia voz. Cuando muere el vate portugués en un hospital de Lisboa, clama por ellos, sus heterónimos. Nuestro Porfirio Barba-Jacob, que lleva una vida trashumante, melancólica y turbulenta, no puede hacer otra forma de poesía, como lo expresa bellamente en Futuro, ese poema que narra su recorrido por los países de América. Decid cuando yo muera... y el día este lejano... Quien vive en la calle, en los bares y los prostíbulos hará de la puta y del borracho sus personajes míticos. Bukovski, un bebedor empedernido, escribe una poesía de humo y de letrina. León de Greiff, ratón de biblioteca, es erudito y libresco por naturaleza, pero tiene el gusto nórdico que le viene por herencia, y es ahí cuando canta al mar y cuando se siente a gusto a orillas del Bredunco, ese río que tanto influyó en sus poemas de tierra caliente. Y hay también poetas de barrio y de barriadas, como nuestro Helí Ramírez, y poetas de andar en bus y en Metro, como Rubén Darío Lotero o poetas que un ambiente sórdido y una vida purulenta han tachado de iconoclastas y malditos. Cuando se lee la poesía de Whitman se piensa en alguien que pasó su vida en medio de la naturaleza. Conrad y Melville nos arrojan al mar, las mil y una noches a los desiertos de Arabia, el Calidasa a las estaciones de oriente, entonces sabemos que la poesía se alimenta, además de la vida del poeta, también de todo lo que lo rodea. La épica de muchas culturas no es más que un intento por recuperar el pasado de los pueblos. La Ilíada y La Odisea de Homero narran sucesos ocurridos en una época remota, imbuidos en el paganismo y la mitología griega. Se afirma que Homero fueron muchos hombres y que sus obras son el recuento de los aedas que iban de pueblo en pueblo recitando las hazañas de sus héroes. Hace poco el escritor italiano Alessandro Baricco, hizo una composición de La Ilíada donde los personajes narran los hechos en primera persona sin que medie la intervención de los dioses. Esto la hace más humana, menos ficcional. La divina comedia, así transcurra en el infierno, el purgatorio y el cielo, es un recorrido en que Dante se hace acompañar, en un principio por Virgilio, su maestro y adorado poeta; y más tarde, en el Paraíso, por Beatriz Portinari, el amor de su vida. En ese viaje alucinante Dante reconoce a personajes del presente y el pasado. Aquellos que fueron crueles con sus semejantes, los que se dejaron llevar por los vicios y los pecados, arden en las llamas del infierno; los virtuosos se encuentran, ya sea en tránsito en el purgatorio o gozando de los bien merecidos pastos del Paraíso. Quienes han hurgado la vida y obra de los grandes escritores han querido desentrañar el origen de sus obras. Cervantes, por ejemplo, es su época, su entorno, la literatura que reposaba en las bibliotecas de los hidalgos y personas cultas de España -la misma que el cura y el barbero arrojan al fuego-, una España que se preparaba a viajar al nuevo mundo. Shakespeare, al contrario, basa sus obras en leyendas y narraciones de culturas afines y cercanas. Dostoievski, ese profundo conocedor del alma humana, pone delante de los ojos de sus lectores la cruda realidad de las ciudades europeas, especialmente las de esa Rusia zarista y decadente. Muchas de sus novelas son autobiográficas.Él mismo fue un gran jugador, como el personaje de su novela, ambicioso y atraído por el juego. Conoció los extramuros de San Petersburgo mejor que cualquier ciudadano de esa ciudad, por esa razón no le fue difícil llevar a sus libros a un borracho como Marmeladov y a un estudiante desequilibrado como Raskolnikov. James Joyce, quien se declaraba nulo para la ficción, trasladó a sus obras buena parte de su vida transcurrida en Dublín.¿Qué es Dublineses, su volumen de relatos, sino un fiel retrato de la sociedad de su tiempo? ¿Qué es Ulises? ¿Acaso no es el canto épico irlandés? Y muchos de esos personajes, comenzando tal vez por Molly Bloom y por Stephen Dedalus, no son cosa diferente que él mismo, sus múltiples facetas y personalidades, como se da en todo escritor, y hasta su propia mujer Nora Barnacle, de quien se dice que nunca leyó uno de sus libros. El mismo Kafka, un abogado, frío funcionario de una agencia de seguros, no inventó mucho más que lo que su época le transmitía, el peso de un mundo absurdo y burocrático que se ha prolongado hasta nuestros días. Si no, véase lo imposible que resulta conseguir una cita o la orden para practicarse un examen en una EPS. Hace poco hablaba con unos amigos sobre las obras de este gran escritor. Inmediatamente, uno de ellos, muy locuaz, que padece de un mal de próstata, narró las peripecias a las que se vio sometido para que su entidad de salud le ordenara una cirugía. También habló de un caso verdaderamente kafkiano. Un paciente conocido suyo recibió la autorización para hacerse unos exámenes varios meses después de que había fallecido. Hablar de ficción entonces es hablar de realidad. Las grandes mitologías se alimentan de las raíces, los sueños y las ideas de los pueblos. Los filósofos y pensadores de la humanidad han observado en sus vidas y en las de sus semejantes las respuestas a sus múltiples inquietudes e interrogantes. La lectura de Montaigne nos lleva a la antigüedad, a Grecia a Roma, de la mano de Plutarco, y con él a las vidas ejemplares de esos héroes que transformaron el mundo en que vivieron. García Márquez, un escritor tan cercano a nosotros, lo único que ha hecho en sus libros es vaciar la memoria de sus mayores, los cuentos e historias de su abuela, en Aracataca; los amores contrariados de sus padres; el relato de ese abuelo coronel que no tenía a nadie que le escribiera una esperada carta con la buena nueva de su pensión. Una experiencia refrendada por el mismo autor en una buhardilla de París, cuando esperaba con ansias y desespero el cheque de El Espectador, como pago a sus crónicas y corresponsalía. Hasta en sus notas de prensa, recopiladas cronológicamente en dos volúmenes, se nota la impronta de su memoria y de su propia vida. Juan Gossain, uno de sus buenos amigos, revelaba recientemente que Gabo le había hecho una confidencia: que solo había escrito el primer tomo de sus memorias (Vivir para contarla) porque había comenzado a perder, precisamente, la memoria. Algo que todos hoy conocemos. Claro, la crónica es eso: vida, memoria, experiencia. Del mismo modo Alejo Carpentier, ese escritor asombroso que nos ha dejado como legado la riqueza de su lenguaje, encontró en la historia del Caribe -especialmente en las islas y en lo real y maravilloso de ese mundo- el motivo de sus novelas.Él ha dicho que Sofía y Esteban, los personajes principales de El Siglo de las luces, son tan reales como el mismo Victor Hugues, que un día cualquiera trajo la primera guillotina a América. Ese personaje le sería revelado, confiesa, en una escala que hizo el autor, cuando el avión en que viajaba aterrizó de emergencia en la isla de Guadalupe. Allí, un francés propietario de un restaurante, le mencionó por primera vez el nombre de Victor Hugues y le habló del papel que éste había jugado para traer las ideas de la revolución francesa a las Antillas. Germán Arciniegas, otro gran cronista del siglo XX, se empecina en reconstruir una biografía de ese mismo Caribe que tanto atraía a Carpentier y a García Márquez, y termina escribiendo una novela; sí, porque esa historia que nos cuenta parece una obra de ficción. Así la ficción se entrecruza con la realidad, y cuando leemos un cuento o una novela nos preguntamos a quien corresponde cada uno de los personajes en la vida real, o, paradójicamente, ciertas biografías y memorias nos llevan a pensar hasta qué punto lo narrado por su autor se aleja de la vivencia real y se adentra en el mundo de la ficción. No hay escritor ni filósofo ni poeta que no mire al pasado, y cuando ese autor quiere hacer ficción y mira al futuro, bien valdría recordar el poema de Borges sobre el I Ching: El porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer... Swedemborg, un hombre ilustrado de su tiempo, un místico por naturaleza, habla de Planetas y de ángeles, en un viaje alegórico que no pierde su carácter pedestre. Las visiones noveladas de los futurólogos son una proyección de lo que vivimos en el pasado. Cuando se leen, al cabo del tiempo, nos damos cuenta de que se quedaron cortos. De Elías Canetti, premio Nobel 1981, se ha dicho que los tres tomos de su vida: La lengua salvada, La antorcha al oído y Juego de ojos, son tan perfectos y tienen imágenes tan literarias que parecen ficción. Stefan Zweig, el gran ensayista austríaco, logra dar tal intensidad y dramatismo a sus textos y biografías que también se leen como obras de ficción. Como puede verse los ejemplos son múltiples y la frontera entre lo uno y lo otro es cada vez más tenue.

Iván Darío Upegui

 


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