Rabindranaz Tagore: La luna nueva. El jardinero. Ofrenda lírica

ED. Alianza, Madrid, 2016         

Él ha sido una de las claves líricas que ha alimentado el sentimiento poético no sólo de su India natal, sino también de buena parte, cuando menos, de Europa. Sobre todo después de haberle sido concedido el premio nobel de Literatura.               Y el secreto de su canto poético es sencillo: otorgar a la idea del amor el movimiento perpetuo en que se mueven los corazones, los sentimientos que alimentan el sueño de esperanza, de belleza: “Tú, que no sé quién eres; tú, que lees estos versos míos que tienen ya cien años, oye: No puedo ofrecerte una sola flor de todo el tesoro de la primavera, ni una sola luz de estas nubes de oro. Pero abre tus puertas y mira; y coje, entre la flor de tu jardín, el recuerdo oloroso de las flores que hace cien años murieron.¡Y ojalá puedas sentir en la alegría de tu corazón la alegría viva que esta mañana de abril te mando, a través de cien años, cantando dichosa!” He aquí un canto ingenuo, libre, abierto a todo aquel que lea y desee compartir un futuro generoso y dócil. Una percepción idílica de la realidad que habría de trasladarse a la obra de quien le dio a conocer entre nosotros, el poeta Juan Ramón Jiménez y su esposa, como traductora. Hoy la estética ha cambiado, pero siempre serán válidas aquellas fórmulas que animen a la esperanza. El secreto de lo humano también se funda ahí, en un porvenir dichoso.              Tal vez el poeta Tagore tenía en mente como destinatario a su pueblo, pero sus claves emocionales, románticas, resultaron ser universales: “Bajaste de tu trono y te viniste a la puerta de mi choza. Yo estaba solo, catando en un rincón, y mi música encantó tu oído. Y tú bajaste y te viniste a la puerta de mi choza” Yo, poseedor del canto como poeta, adquiero poder ante tí solo a través del propio canto, de la esperanza necesaria, a la que invoco. Tal vez el amor no sea sino continuación de un canto de amor que, estando en el aire, siendo paisaje, en un momento dado se posa en el corazón solitario para continuar con el crecimiento de la vida, con la inveterada ilusión de la felicidad posible.                                                               

Ricardo Martínez


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