Breves comentarios a “Dylan en el desierto” de Marco Castagna

Para Josefina

Lo extenso y profundo del abandono, la soledad y cada uno de los matices del sufrimiento son inagotables fuentes de las más intensas experiencias humanas (esas que han estado con nosotros desde siempre) y, por tanto, un verdadero manantial de posibilidades literarias. Saber tomar las emociones que circulan desorientadas, pulirlas, y devolverlas convertidas en algo mejor, en palabras que evocan imágenes en las que podemos reconocernos, gustarnos u odiarnos más de lo que seríamos capaces por cuenta propia, es una de las grandes contribuciones de la que es capaz la buena literatura. La fuerza del diverso espectro del sufrimiento radica en que no hay desdicha menor. Y si hubiera personas que viven sus desdichas sin la intensidad que éstas les imponen, verían lo absurdas que son sus vidas. Se sentirían tan ridículas como si afirmaran que hay “pequeñas desesperaciones” o “tímidos gritos”. El coraje y la astucia de saber reconocer la extravagancia, escandalosamente humana, del sufrimiento es una virtud que conviene posea el literato que aún tiene algo para decir. Leyendo los poemas que componen “Dylan en el desierto” de Marco Castagna he encontrado mucha de esa valentía que llamo, sin más, talento. Tomaré un verso al azar para ilustrar este intempestivo comentario: “Tus padres, tus inclinaciones sexuales, el miedo, el aburrimiento. La paranoia, el desvelo, un sueño o una oportunidad y su brillo incómodo. Creo que son nueve”. Como hacedor de modestos aforismos, juzgo esa enumeración una serena aproximación a lo bello y lo terrible (que urden entre sí su secreta armonía). Los padres de un escritor son siempre fantasmas (y para ellos, nosotros demonios). Los cuantiosos reproches y los exiguos elogios de la vida real se mezclan con las posibilidades celestiales y demoníacas del lenguaje. Los padres no desean hijos escritores, porque las acciones que implican su extraño rol no deben ser escritas. En ese sentido, el parricidio literario es el más perfecto y, por tanto, el más cruel . Sin embargo, no conozco otra forma de agradecer y de quejarme que por medio de la torpe hilvanación de palabras. Las inclinaciones sexuales. Juzgo un acierto en el orden de la enumeración que luego de la alusión los padres nos encontremos con la intrincada sexualidad. Se entremezclan lo sexual y lo parental en una morbosa forma de poder (¿hay formas beatifícas del poder?). Suele ser asfixiante para el poeta la interpelación continua por la dirección que toma su vida, sexual o no. Esa vulgar intromisión de propios y ajenos es uno de los móviles más efectivos hacia la profunda y real infelicidad. La autodeterminación es la piedra de toque que aúna al intelectual y al artista. Los versos de Marco Castagna dan por bien cumplidas con esa dignidad estética. El miedo, el aburrimiento, la paranoia. La sinergia de esas tres sensaciones definen la cartografía sumamente irregular de lo urbano y la permanente adaptación del escritor solitario a ese territorio de confinamiento, de pequeños espacios personales en medio de un desierto de conciencias inmutables, que aman y odian de igual manera. El escritor que camina por una gran ciudad (no puedo pensar en otra que en Buenos Aires) rara vez es mirado. Y cuando es mirado, nunca sabe si es con desprecio, curiosidad o piedad. Un escritor lo es desde siempre o no lo será nunca. En ese sentido la dicotomía entre la biblioteca y la experiencia del mundo pierde fuerza. Son precisamente el miedo a vivir según el mandato de otros y el insoportable aburrimiento ante lo cotidiano, lo que pueden hacer de alguien un aprendiz de escritor. Sobre sueños y oportunidades se sostiene todo el ímpetu del verso con el que comencé estas caóticas líneas (verso que es en sí mismo síntesis de la obra). El escritor es una masa amorfa de sueños, que se yuxtaponen, interfieren y neutralizan entre sí. En eso radica su encanto: sus sueños no tienen fronteras, son un continuo en el abismo. Sin esa libertad de ser un explorador del abismo, no hay poética posible. Luego restan las oportunidades, que pareciesen ser el camino para el cumplimiento de esos sueños, pero lamento decir que el término “oportunidad” está viciado de un utilitarismo, de un “brillo incómodo”, que no le hace justicia a ningún sueño que valga la pena perseguir.

 

Andrés Russo

 


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